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La situación no era desde luego nada confortable para su sucesor cuando se produjo el fallecimiento de Franco. La Monarquía en estos momentos tenía enfrente a la vez a los que querían el monopolio del sistema y a los que pretendían algún tipo de revancha. El sentido de lo que fuera el régimen monárquico y de cómo fuera a actuar quien lo personificaba no estaba muy claro. Por un lado, el dirigente comunista, Santiago Carrillo, anunció que en la historia española el monarca quedaría como "Juan Carlos el Breve" y el PSOE hizo pública una nota en la que, refiriéndose al mensaje del rey a las Cortes, afirmó que "no había sorprendido a nadie y ha cumplido su compromiso con el régimen franquista". Por otro lado, la extrema derecha, personificada por José Antonio Girón de Velasco, fue la principal beneficiaria y quiso ser protagonista exclusiva de las ceremonias funerarias de Francisco Franco. El propio presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, al tomar el juramento del Rey, lo hizo desde la emoción en el recuerdo de Franco. Pero estuvo perfectamente claro desde un primer momento que el Monarca sabía muy bien cuáles habían de ser los principios en los que había de fundamentar la convivencia nacional. Su mensaje a las Cortes, que pudo redactar de manera reposada, dado el largo proceso agónico de Franco, mostró una voluntad paralela a la que había guiado a Alfonso XII en el momento de producirse la Restauración monárquica, un siglo antes.

Otro mensaje paralelo, dirigido a las fuerzas armadas, a las que pidió que afrontaran el futuro con serena tranquilidad, suponía la promesa de que la transición se haría desde las propias instituciones del régimen. Merece la pena recalcar cuando menos dos puntos en la postura inicial del Rey. Don Juan Carlos I hizo una mención de su padre o, lo que es lo mismo, de la tradición liberal de la Monarquía, y además indicó su firme voluntad de que ésta amparara a la totalidad de los españoles sin ventajas ni privilegios para nadie. Por otro lado, el espíritu con el que se abrió la transición democrática quedó ratificado gracias al apoyo ambiental de simpatía esperanzada conseguido por don Juan Carlos entre los países democráticos manifestado en las representaciones que fueron enviadas a España con ocasión de las ceremonias para celebrar la apertura de su reinado. Las circunstancias proporcionaban también una ocasión inmejorable para que otra instancia, como era la Iglesia, jugara un papel importante. Así, las dos intervenciones del cardenal Tarancón en las exequias del general Franco y en el momento de la proclamación del Rey fueron coincidentes con el sentido de sus palabras. Tarancón hizo una alabanza de Franco a su entrega, pero también mencionó sus "inevitables errores" y realizó una meridiana alusión a la necesidad de serenidad y tacto. Al hablar del papel de la Monarquía en la transición española a la democracia hay que mencionar los rasgos de quien la personificó, sus propósitos y el modo de llevarlos a cabo.

El rey Juan Carlos I a la altura del mes de noviembre de 1975 era, a la vez, una incógnita y el depositario de grandes expectativas. Había existido una dura polémica en los dos años finales de la vida de Franco que encerraba en realidad un debate sobre las posibilidades de transformación del sistema desde sus propios presupuestos. Miguel Herrero había defendido la idea de que todas las leyes fundamentales del régimen eran reformables y de que el Rey podía producir el cambio hacia la democracia gracias al papel central que tenía. El catedrático Jorge de Esteban trató asimismo en otro libro acerca del procedimiento para conseguir el mismo resultado final con las leyes fundamentales del franquismo en la mano. El mismo Franco, con su habitual carencia de respeto por las normas fundamentales de su propio régimen, a pesar de no desear un cambio político sustancial le dijo a su sucesor que el poder "tenía recursos para todo". Algo parecido vino a sugerir Torcuato Fernández Miranda al afirmar que las leyes fundamentales "obligan pero no encadenan". En realidad, el monarca contaba en sus manos con recursos suficientes como para contribuir de manera decisiva a generar el cambio político. Los propósitos que habían guiado a su padre, don Juan de Borbón, a lo largo de toda su vida, en realidad, no habían sido otros que precisamente éstos, por lo que sin el previo reinado en la sombra de su padre no puede entenderse el reinado de Juan Carlos I.

Todo parece indicar que existió siempre entre padre e hijo un profundo acuerdo en sus propósitos y, desde luego, una muy estrecha solidaridad familiar. Sin embargo, todo esto no excluye que en algunas ocasiones pudieran surgir discrepancias estratégicas y tácticas importantes, porque también lo eran los enfoques. Un ejemplo de esta discrepancia puede ser el enfoque diferente que ambos tenían respecto a los mandos militares. "Yo me daba cuenta de que la clave estaba en el ejército; era necesario integrarme en él para poder contar con él", ha afirmado el Rey. Cuando ya las elecciones generales se vislumbraban en la inmediata lontananza, a la altura del mes de mayo de 1977, tuvo lugar la renuncia de don Juan de Borbón a los derechos dinásticos, un penúltimo clavo que venía a cerrar la transición española a la democracia, dejando tan sólo para el final el voto de los españoles. Es necesario todavía hacer una mención de la personalidad del Rey y de su manera de actuar durante la transición. En los comienzos de ésta en no pocos sectores de la vida española existía la sensación de que don Juan Carlos era un desangelado e insustancial representante de un régimen dictatorial que permanecía anclado en el pasado; pero la realidad era muy distinta de esa imagen. La simpatía, la accesibilidad y la capacidad aproximativa del monarca no dejaban traslucir la realidad de las amarguras de su vida que también ha sido la de un exiliado, nacido y educado en tierras extrañas donde incluso llegó a tener no escasos problemas económicos.

A todas ellas es preciso añadir la dificultad misma de su vida en el seno de un régimen en donde había numerosos elementos que eran hostiles a su persona y a todo lo que él significaba. Pero también estos años fueron los de su aprendizaje: no sólo respecto al número de personas con las que logró establecer contactos, sino también en cuanto a esa forma suya de tratar a todos por igual, ser hábil en el manejo de los recursos del poder, mantenerse independiente y reunir en su torno a personas y movimientos que eran difícilmente compatibles entre sí. Parece obvio que la cercanía del general Franco, aunque en una medida no precisable, desempeñó un importante papel en este aprendizaje pero también dio una imagen que no se correspondía con la realidad. Se presentó su discreción como si fuera ignorancia, la disciplina como docilidad y el silencio como una falta de imaginación o ausencia de razones. Más tarde ha podido hacerse patente con toda claridad que los rasgos personales del Rey resultaban apropiados para la misión que estaba llamado a desempeñar: prudencia y equilibrio, control de sí mismo y frialdad en el juicio, pero no en el trato, claridad y sencillez. Lo que resulta más patente en él es su simpatía; detrás de ella se descubre bastante más que el poso de una tradición dinástica. Hubo quien, al comienzo de la transición a la democracia, reclamó del monarca que gobernara tres meses para, por este procedimiento, llegar a reinar luego treinta años. Pero el Rey no hizo el cambio sino que, como escribió con una afortunada fórmula Areilza, fue su motor. En definitiva, más que gobernar lo que hizo fue indicar. A la vista del resultado es indudable que ese procedimiento fue mucho más efectivo y prudente que el que habían auspiciado esos sectores de la oposición.

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