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Datos principales


Rango

Final franquismo

Desarrollo


Uno de los apoyos más firmes que tuvo el "Nuevo Estado" fue el de la Iglesia, que aportó su poder ideológico y legitimador para la construcción y desarrollo del franquismo. El denominado nacional-catolicismo fue una ideología elástica en la que convivían dos componentes: la consustancialidad entre lo nacional y lo religioso (entre España y catolicismo) y la distinción entre el liberalismo político y económico. Mientras que el primero de estos componentes, unido a la crítica al liberalismo político, implicaba el apoyo a un sistema autoritario, la aceptación del liberalismo económico facilitó el cambio habido en la política económica a finales de los años cincuenta y el abandono del proyecto autárquico. Este apoyo no varió durante las dos primeras décadas del Régimen, pero desde los años sesenta se multiplican las actividades favorecedoras de ciertos cambios en un ambiente de crisis de identidad de la propia Iglesia y de sus relaciones con la sociedad. No obstante, su capacidad de integrar las demandas de los ciudadanos y su preocupación por no verse marginada la conducen finalmente a una posición en favor del proceso de liberalización. Es difícil establecer el momento en el que se inicia dentro de la Iglesia la crisis que conduce al cambio, pues existen acciones puntuales que señalan divergencias de opinión en su seno desde los años cuarenta y cincuenta. Sirvan de ejemplos las diferencias ocasionadas por la supresión de la revista ¡Tú!, a raíz de las informaciones aparecidas en la misma sobre los conflictos y acciones de protesta habidos en la primavera de 1951; la expulsión de Guillermo Rovirosa (1956) y la dimisión forzada de Manuel Castañón tres años después, ambos integrantes de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC); o la carta de 229 sacerdotes vascos (mayo de 1960) dirigida a los obispos, al nuncio y a la Secretaría de Estado del Vaticano en la que se denunciaba al Gobierno por la persecución de las características étnicas, lingüísticas y sociales que sufrían los vascos, así como por los nombramientos episcopales y la situación política general.

Estos y otros conflictos van a adquirir una mayor dimensión no sólo por la dinámica interior, sino por el apoyo exterior que implican las decisiones tomadas en el Concilio Vaticano II, que se inicia en octubre de 1962. El papel de los obispos españoles en dicho Concilio fue muy pobre (no así el de los laicos), debido a su escasa preparación intelectual, a su anclaje en el pasado y a su intransigencia doctrinal, lo que les situó, en palabras de Tarancón, en fuera de juego. Pero la Iglesia salida del Concilio apostó por la modernidad, lo que implicaba una mayor capacidad crítica, un mayor compromiso con los ciudadanos y, por lo tanto, su inclusión en lo temporal. Todo ello llevó necesariamente a un posicionamiento más crítico contra el Régimen político, que hacía gala con contumacia de su falta de respeto a los derechos humanos. A partir de ese momento se abre una brecha entre una jerarquía comprometida espiritual, política y generacionalmente con el Régimen, y unas bases apoyadas desde Roma, que abogan por el respeto a la dignidad de las personas y de los derechos humanos, las cuales van a apostar por el fin de la dictadura. Esta división nos sitúa ante dos posiciones crecientemente enfrentadas, que no sólo se diferencian por la aplicación de la doctrina, sino también por la generación a la que pertenecen. En todo caso, aunque la línea señalada es en general adecuada, no debemos caer en la simplificación, ya que en ambos grupos se producen excepciones.

Buena muestra de la crisis existente se pone de manifiesto en los numerosos abandonos de sacerdotes y religiosos, así como en el descenso de las vocaciones y del número de matrículas de los seminarios españoles. Desde el final de la Guerra Civil y durante la década de los cuarenta el número de seminaristas mayores pasó de unos dos mil a ocho mil, cifra alcanzada en 1952, que se mantendrá con cierto crecimiento hasta 1964. Este número convertía al clero español en el más joven de Europa y porcentualmente por encima de la media europea e incluso mundial. En la década de los sesenta comienza un continuo descenso. En 1962 la proporción era de un sacerdote por cada 1.228 habitantes; al final del franquismo sería de uno por cada 1.468. A partir de 1962 se reduce el número de regulares no sólo por el descenso de los ingresos, sino también por el creciente número de abandonos sobre todo entre los religiosos varones: 2.639 entre los años 1966 y 1971. En 1963 sólo 167 habían abandonado su ministerio; dos años más tarde la cifra ascendía a 1.189, para alcanzar la cifra de 3.700 en 1970. Muchos de ellos confesaban sentirse insatisfechos con el celibato. El número de seminaristas, que había llegado a superar los ocho mil a principios de los años sesenta, descendió a 1.800 en 1972. Estas cifras ponen de manifiesto el progresivo descenso en el número de vocaciones, hecho atribuible no sólo a la pérdida de credibilidad de la Iglesia, sino también al creciente peso de las ideologías laicistas.

Tres ámbitos de actuación distintos merecen ser destacados. En primer lugar, los cambios habidos en la Nunciatura que indican o bien una posición más neutra del Vaticano, como la producida tras la llegada de Antonio Riberi en junio de 1962; o bien una más beligerante, como la protagonizada por Luigi Dadaglio desde el otoño de 1967. Esta tendencia pone de manifiesto un creciente distanciamiento entre la Iglesia y el Estado, que se concreta en hechos tales como la petición a Franco por parte de Pablo VI (abril de 1968) de la renuncia al privilegio de presentación de obispos, sin contrapartida alguna. Ante la negativa del Régimen, la Santa Sede endureció su postura y procedió a una lenta pero efectiva renovación del episcopado. Entre 1964/74 se nombraron 53 nuevos obispos, lo que dio lugar a la caída de la edad media de los miembros del episcopado, que pasó de 65,7 años en 1966 a 57,7 años en 1975, y a la entrada de obispos más en sintonía con las directrices del Vaticano II y menos vinculados a la "Cruzada". La muerte de algunos de los mayores más vinculados con el régimen (Pla y Deniel, Eijo y Garay...) favoreció la renovación. La postura de la Santa Sede quedó clara con el nombramiento como cardenal de Vicente Enrique y Tarancón para el arzobispado de Toledo, postergando con ello a Casimiro Morcillo, favorito del Gobierno. Finalmente y tras el fallecimiento de Casimiro Morcillo (mayo de 1971), la Santa Sede consiguió colocar a Tarancón en Madrid y, sobre todo, que unos meses después fuese elegido presidente de la Conferencia Episcopal.

En segundo lugar, otro ámbito de actuación se encuentra en la revisión de los planteamientos de la propia Iglesia respecto al Régimen. Así, en 1971 se celebró la Asamblea conjunto de obispos y sacerdotes de toda España, en la cual se votó mayoritariamente una resolución por la que la Iglesia pedía perdón al pueblo español por no haber sabido desempeñar un papel conciliador tras la Guerra Civil. En 1973, los obispos (La Iglesia y la Comunidad Política) aconsejaron la revisión del Concordato de 1953, de forma que las relaciones Iglesia-Estado se establecieran sobre la mutua independencia de ambos. La Iglesia deseaba y estaba preparada para renunciar a los privilegios que le concedió el Concordato, siempre y cuando el Estado renunciase a los suyos, en especial el que se refería a la intervención en el nombramiento de obispos. Por último, en un documento de abril de 1975 se hacía un llamamiento a favor de la reconciliación y la justa convivencia. Esta línea de actuación dio lugar a algunos incidentes con el poder político, como los ocurridos durante el proceso de Burgos (1970), durante el cual los obispos de San Sebastián (monseñor Argaya) y de Bilbao (monseñor Cirarda) en una carta conjunta pedían clemencia para los acusados y condenaban tanto el terrorismo como la represión. Unos meses antes, monseñor Cirarda se había negado a oficiar la misa solemne para conmemorar la entrada de las tropas de Franco en Bilbao en 1937.

Pero los peores incidentes ocurrieron durante los años 1974 y 1975. El obispo de Bilbao, monseñor Añoveros, fue puesto bajo arresto domiciliario y amenazado de expulsión por haber propiciado la lectura de una homilía en las parroquias de la diócesis, en la cual se pedía una organización socio-política que garantizase la justa libertad del pueblo vasco. El prelado se negó a abandonar su sede como pretendía el Gobierno, amenazando con la posibilidad de lanzar una excomunión a quien utilizara la fuerza contra él. Como luego recordaría Tarancón, como presidente del Colegio Episcopal, "me paseé varios días con la excomunión de Franco en el bolsillo". En octubre de 1975, el obispo auxiliar de Madrid, monseñor Iniesta, tuvo que abandonar la capital tras publicar una homilía contra las cinco ejecuciones efectuadas en septiembre. El tercer frente de actuación lo constituye la aparición de numerosos sacerdotes comprometidos con su ministerio al lado de las capas más desfavorecidas. En los barrios obreros comenzaron a actuar sacerdotes que abrieron sus iglesias a las reuniones ilegales, a la vez que se hacían militantes activos de las organizaciones sindicales y políticas ilegales (Mariano Gamo, García Salve, el padre Llanos...). No es extraño que debido a esta creciente actitud de protesta del clero, en agosto de 1968, se inaugurase en Zamora una cárcel "concordataria" especial para clérigos. Por allí pasaría, a lo largo de ocho años, un centenar de presbíteros, en su mayoría guipuzcoanos y vizcaínos. No deja de ser una paradoja que la España "martillo de herejes y luz de la Cristiandad" tuviese en los años finales del Régimen más curas presos que en todas las cárceles de Europa, incluidas las de los países comunistas. Desde el Régimen existió una creciente incomprensión ante el distanciamiento de la Iglesia, como lo puso de manifiesto el propio Franco o Carrero, que se evidenció en la organización del clero integrista (Hermandad Sacerdotal de San Antonio Claret y San Juan de Ávila), en las acciones de los ultra, y en las condenas públicas a Tarancón y los curas rojos.

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