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Final franquismo

Desarrollo


Las políticas autárquicas e intervencionistas se habían venido mostrando en los años cuarenta y cincuenta como insuficientes, ya que el proceso industrializador, al descansar sobre una indiferenciada sustitución de las importaciones y un fuerte proteccionismo, había generado insistentes desequilibrios en el conjunto de los indicadores económicos. La economía española, a diferencia de la de los países de Europa occidental que estaban teniendo un elevado crecimiento con baja inflación, seguía siendo una economía anticuada, con desajustes, con rigideces debido al excesivo intervencionismo, carente de modernas técnicas y métodos de gestión, con escasa dimensión de las plantas industriales, de baja productividad y competitividad. Esto explica el atraso económico y el aislamiento de nuestro mercado. La estructura industrial se encontraba aquejada por tres limitaciones (José Luis García Delgado): 1?. las relacionadas con la cortedad y las oscilaciones del mercado interior, dependiente en gran medida de una agricultura atrasada y sometida a fuertes fluctuaciones; 2?. las que provenían de la recortada capacidad de importar que permitía el mecanismo autodestructor de la propia política autárquica (autofagia), al hacer recaer sobre pocos sectores exportadores el coste de la fuerte protección de un gran número de actividades industriales y agrícolas; y 3?. las derivadas de la escasez de capital, que se agravaba por los obstáculos existentes para la inversión extranjera.

Una consecuencia de dicha situación lo constituía el desequilibrio externo. En 1958 la crisis de la balanza de pagos era muy aguda, hasta el punto de que en la primavera del año siguiente las autoridades se vieron ante la amenaza de tener que cortar en pocos meses el suministro de materias primas e incluso el de la gasolina, debido a las escasas disponibilidades de dólares del Instituto Español de Moneda Extranjera (IEME). El ministro de Hacienda, Mariano Navarro Rubio, nos recuerda en sus memorias que durante la reunión del Consejo de Ministros del 1 de junio de 1959, Alberto Ullastres (ministro de Comercio) afirmó que no se disponía de un solo dólar, creando tal ambiente de angustia en el Gobierno que ese mismo día dio luz verde al Plan de Estabilización. Si bien es verdad que durante el mes de abril de 1957 Ullastres había devaluado la peseta y pretendido la unificación de los cambios, dichas medidas habían fracasado a causa del descontrol de la inflación. En el trienio de 1956 a 1958 el ritmo inflacionista se situó en un 11,7% anual acumulativo, suponiendo un rebrote de la misma tras unos años de estabilidad (1952-55). Antes de la aprobación del Plan de Estabilización, la inflación y el déficit de la balanza de pagos constituían motivos suficientes para un giro en la política económica. El nuevo Gobierno salido de la crisis de febrero de 1957 había introducido en el área económica a una serie de tecnócratas que trataron con éxito de variar profundamente la política económica que hasta el momento se había venido llevando a cabo.

Para ello tuvieron que hacer frente a unos cuantos prejuicios -realmente tópicos- que hasta el momento habían presidido la actuación de los Gobiernos anteriores. Para Mariano Navarro Rubio se trataba de convencer a los miembros del Gobierno, a Franco y a parte de la clase política del Régimen, de que no se podía subordinar la economía a la política, ya que los medios financieros eran limitados y su utilización sin control perjudicaba la buena marcha de la misma. Además se confundía el esfuerzo con el éxito y era difícil criticar la obra realizada con tanto sacrificio, y por último, existía una desconfianza casi alérgica hacia cualquier organismo internacional, al presumirse que se movía por ocultos designios políticos. Tanto Navarro Rubio como Ullastres (también se debe incluir a Laureano López Rodó, que desde la Secretaría General Técnica de Presidencia se alineaba en la misma postura) se empeñaron en cambiar dicha forma de pensar, en buena parte apoyados por los malos datos de la situación económica. Como medio de llevar a cabo sus propuestas, y con el fin de contar con aliados políticos, procedieron a realizar una consulta sobre la conveniencia de llevar a cabo un giro en la política económica a diversas instituciones (Consejo Nacional de Economía, Banco de España, Organización Sindical Española, Instituto de Estudios Políticos, Instituto Nacional de Industria...), obteniendo respuestas favorables en todos los casos, excepto en el INI que seguía aferrado al trasnochado nacionalismo económico.

Como pasos previos se alentaron los contactos con las organizaciones económicas internacionales (Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo (BMRD) y la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE)); ello servía no sólo para contar con aliados exteriores y asesores para realizar las medidas estabilizadoras, sino también para romper el cada vez más débil aislamiento de España en los organismos internacionales. La progresiva incorporación a dichos organismos y las ayudas técnicas y financieras de los mismos hicieron posible la puesta en marcha de los cambios previstos. A ello se debe añadir un conjunto de medidas que allanaron y facilitaron el camino previsto. En primer lugar, hay que referirse a la reforma fiscal de 1957, que implicó un freno a la contrarreforma tributaria que se había implantado desde el final de la Guerra Civil y que había dado como resultado un retroceso tanto en el volumen como en la estructura de la recaudación. Dicha contrarreforma había facilitado la corrupción, ya que las numerosas normas reguladoras habían impulsado el contrabando, los mercados negros (estraperlo) y el fraude fiscal. En 1957, el Ministerio de Hacienda reconoció la existencia de un fraude generalizado, cuya causa se atribuía a los altos tipos impositivos. Para acabar con el mismo, Navarro Rubio recurrió a los contingentes corporativos, ya ensayados por el fascismo italiano, y estableció un sistema de evaluaciones globales y de convenios con las agrupaciones de contribuyentes para los distintos tributos, que repartían (con arreglo a determinados índices externos y objetivos) un contingente fijado previamente.

La reforma creó el impuesto de sociedades, el impuesto sobre las rentas del capital, el impuesto sobre los rendimientos del trabajo personal y el impuesto industrial. Los mismos sustituían a otros viejos. El objetivo era estimar el volumen económico de cada sector, o actividad para, a partir de esa cifra, aplicar un sistema de convenios y repartir los cupos. Pero al no contar Hacienda con un sistema de inspección que permitiera fijar la base, ni con estadísticas fiables para establecer las cifras reales de cada sector, se procedió a imponer un sistema de evaluaciones globales, que institucionalizaban la negociación como medio de repartir la carga tributaria. Dicho sistema, aunque injusto y tosco, fue eficaz, ya que se consiguió eliminar el déficit del presupuesto, aun a costa de la justicia en el reparto de los cupos que seguía dependiendo de las relaciones de poder internas de los colectivos con los que se negociaba. El fraude era tan importante antes de 1957 que, con las medidas adoptadas, los ingresos aumentaron rápidamente ya que afloraría gran cantidad de contribuyentes ocultos, permitiendo que la emisión de Deuda Pública descendiese de casi 15.000 millones de pesetas en 1957 a 4.700 en el año siguiente, aunque al poco tiempo la recaudación se estancó, a pesar del importante crecimiento de la renta nacional durante los años sesenta. Como era de prever, las agrupaciones corporativas de contribuyentes obstaculizaron el aumento recaudatorio. Hacienda no pudo hacer nada pues había renunciado a conocer las bases imponibles reales, por lo que la situación, en expresión de Fuentes Quintana, se convirtió en el sueño de los contribuyentes y la pesadilla de Hacienda.

Una segunda medida se tomó en 1958 al aprobar la Ley de Convenios Colectivos Sindicales, que supuso no sólo una medida preestabilizadora sino también liberalizadora. La citada ley supuso un tímido reconocimiento de la autonomía colectiva, tanto de los patronos como de los obreros, en la medida que aceptó la existencia de intereses colectivos contrapuestos, lo que implicaba el cuestionamiento de la rigidez dogmática del Fuero del Trabajo por el cual no había lugar a los convenios colectivos. La nueva ley abría un periodo de negociación tutelada donde los Jurados de Empresa no iban a ser ya un lugar de armonía, sino de confrontación. Ello produjo serias contradicciones, ya que simultáneamente se mantuvo el encuadramiento unitario de los productores en el Sindicato y por tanto se impidió y reprimió cualquier forma de libertad sindical. A esto cabe añadir que se trataba de hacer compatible la existencia de la negociación colectiva con la permanencia de las Reglamentaciones de Trabajo, que eran fijadas de forma autoritaria por el Ministerio de Trabajo. La fuerza de los hechos y de los tiempos se fue imponiendo, y al igual que sucedió en el campo económico, se produjo un progresivo abandono de las concepciones ideológicas que habían definido al Nuevo Estado. El porqué de este cambio cabe atribuirlo a la necesidad de acabar con las rigideces en el establecimiento de las condiciones de trabajo, pero también es consecuencia de la necesidad de abrir nuestras fronteras y poner en marcha los mecanismos de mercado necesarios para favorecer el incremento de la productividad de las empresas.

Otro factor, a mi entender menos influyente, fue la presión ejercida desde las fábricas por el todavía débil movimiento obrero. En tercer lugar, en el sector exterior se tomaron medidas respecto a la peseta, pasando de un tipo de cambio múltiple a un cambio único de 42 pesetas por dólar en abril de 1957. Sin embargo, esta decisión fracasó al poco de producirse debido al incremento de la inflación. Buena muestra de ello fue que a principios de 1959 existían al menos diez tipos de cambio diferentes que variaban entre las 31 y 95 pesetas por dólar. Al mismo tiempo se iniciaron los trabajos para revisar el arancel que había actuado como instrumento de la política autárquica y que suponía una rémora para nuestra integración en los mercados internacionales. Los graves problemas de la economía española hicieron que los ministros responsables de la misma apostaran por el cambio, lo cual suponía perder el miedo al mercado, miedo que había presidido hasta entonces las actuaciones gubernamentales; y si bien todo ello se iba a concretar en el Plan de Estabilización, no cabe duda que las medidas adoptadas abrían y facilitaban el camino.

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