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Primer franquismo

Desarrollo


Desde sus inicios el Régimen de Franco quiso crear una cultura basada en dos pilares fundamentales, el nacionalismo y el tradicionalismo, que reanimara la vida espiritual en España y que inculcara en las nuevas generaciones un fuerte sentimiento religioso y patriótico. Los elementos contradictorios de esta empresa eran la Iglesia y la Falange. El resurgimiento católico de los años 40 tuvo un éxito parcial al lograr una mayor participación en la religiosidad, pero la cultura fascista de la Falange era en parte el polo opuesto a este proceso y obtuvo menores resultados. Sus actividades literarias y culturales tuvieron una época de protagonismo a principios de los 40, pero el final del fascismo en Europa y la pérdida de importancia de la FET, incluso dentro del Régimen después de 1945, redujo enormemente su influencia. Para la población media, especialmente en las ciudades, la España de los 20 primeros años de la posguerra desarrolló su cultura popular y sus propias formas de entretenimiento. Con el beneplácito del Régimen estas formas de distracción iban desde los cómics hasta las novelas baratas, pasando por programas de radio y cine de escasa calidad, sobre todo sentimentales y siempre dentro de los límites impuestos. También se fomentaban los deportes, pero no contaba con los medios para hacerlo a gran escala. En los años 50 el fútbol profesional era enormemente popular y se seguía masivamente con el mismo entusiasmo que en otros países occidentales.

Fueron los católicos conservadores los que empezaron a destacarse en las actividades culturales oficiales después de 1945. Sus bases eran Acción Católica, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y la Editorial Católica. En 1951 se nombró al catedrático Joaquín Ruiz Giménez Ministro de Educación, poniendo así la política educativa en manos de una de las figuras católicas más idealistas y tolerantes. Aunque era absolutamente leal a Franco, Ruiz Giménez intentó realizar una apertura en el ámbito de la educación; quiso aumentar y mejorar las instalaciones, reformar y modernizar los programas e incorporar partes de la cultura española que el Régimen había dejado olvidadas. Formalmente era un miembro del Movimiento y llevaba la camisa azul en determinadas ocasiones. Parte de su política consistió en nombrar a los falangistas más liberales del mundo de la cultura -que a estas alturas solían ser ex falangistas- para los puestos clave de su ministerio y del sistema universitario, con la esperanza de proyectar lo mejor del Movimiento y un progresismo católico más tolerante. Eligió a Pedro Laín Entralgo para rector de la Universidad de Madrid, a Antonio Tovar de la de Salamanca y uno de los intelectuales falangistas más hábiles, el joven Torcuato Fernández Miranda, dirigió la Universidad de Oviedo. No contaba con los recursos económicos necesarios para poner remedio a los problemas y necesidades del sistema educativo español, pero Ruiz Giménez mantuvo su política entre 1951 y 1953.

Puso en marcha ciertas reformas tanto en la universidad como en la secundaria, donde una nueva ley de 1953 cambió los programas de estudios y permitió revisiones limitadas de los colegios católicos. Se hizo un gran esfuerzo para incorporar profesores cualificados que se habían condenado al ostracismo. Se le dio un puesto al exilado Arturo Duperier, el único físico español de renombre internacional. Ruiz Giménez también quiso liberalizar los programas, permitir la elección de materias y expresión cultural, pero esto produjo agudos ataques por parte de los falangistas y de la extrema derecha. Los intentos por relajar la censura en estos años fueron en vano, pero los contactos comerciales y culturales con la Europa occidental y Estados Unidos aumentaron y empezó a notarse una mayor diversidad de opinión en las publicaciones españolas. Muy lentamente la censura se iría ajustando a los nuevos horizontes de la vida española. En 1954 el sector crítico de derechas dentro del propio Régimen logró acabar con la libertad de acción de Ruiz Giménez como Ministro de Educación. Aun así, el panorama cultural español se estaba desarrollando bajo el efecto que tuvo la ampliación del sistema universitario y el crecimiento de la economía, y estimulado por nuevas relaciones internacionales y culturales. Por primera vez en la historia del Régimen, los estudiantes universitarios, a pesar de la obligación nominal de pertenecer a la organización estudiantil falangista, SEU, empezaban a desarrollar ideas disidentes, ya fuera desde una perspectiva crítica falangista, monárquica, católica independiente, liberal o de izquierdas.

El consenso forzado de la vida cultural española empezaba a resquebrajarse. En 1953 se dio el primer intento de anular unas elecciones del SEU, cuando un nuevo grupo llamado Juventud Universitaria intentó, de forma indirecta, resucitar la esencia de la vieja Federación Universitaria Española de tiempos de la República. Aunque no tuvo éxito, algunos falangistas jóvenes también se estaban convirtiendo en disidentes, cada vez más críticos hacia el carácter derechista del Régimen, su incapacidad para instaurar un sindicalismo nacional revolucionario y su subordinación burocrática al Movimiento. En 1952 y 1954 se formaron dos grupos de juventudes falangistas semiclandestinos, aunque ambos fueron disueltos por la policía. En la ceremonia falangista anual del Día del estudiante caído, el 9 de febrero de 1955, un joven militante insultó abiertamente a Fernández Cuesta, el conservador Secretario General. Durante el resto del año siguió habiendo gestos de insubordinación, aunque a menor escala. En un campamento de las Falanges juveniles de Franco en julio, algunos de los jóvenes mostraron su antipatía hacia el príncipe Juan Carlos, haciendo que su difícil situación lo fuera aún más. En noviembre, en la ceremonia conmemorativa de la muerte de José Antonio, un joven falangista gritó "No queremos reyes idiotas", que era una frase común del resentimiento falangista en contra de la política oficial.

Unos días después, un grupo de jóvenes falangistas de marcha por las afueras de Madrid, entonaron una canción en la que se ridiculizaba al propio Caudillo. Por éstos y otros disturbios se echó al jefe del Frente de Juventudes y al de los Guardias de Franco en ese mismo mes. En 1956, en la Universidad de Madrid había por lo menos cuatro grupos disidentes de estudiantes, además de lo que quedaba del SEU. En la extrema izquierda se encontraba el grupo clandestino comunista. También había un pequeño grupo socialista y otro pequeño núcleo que deseaba una reforma drástica del sistema, aunque no necesariamente el final del mismo. Los disidentes del SEU simplemente querían una reforma del SEU. Las elecciones estudiantiles libres era uno de los objetivos prioritarios y el 1 de febrero de 1956 se distribuyó un manifiesto de la oposición en el que se llamaba a una asamblea nacional de estudiantes libremente elegida. Los candidatos oficiales del SEU perdieron las elecciones a delegado por primera vez en la Facultad de Derecho, el foco fundamental de la revuelta. Tuvieron lugar una serie de incidentes violentos, que culminaron el 9 de febrero, cuando un grupo de estudiantes que se estaban manifestando se encontraron con los falangistas, que volvían de la ceremonia anual por el Estudiante Caído que tenía lugar en una de las calles principales cerca de la universidad. Para cuando la policía pudo deshacer el tumulto, había un falangista gravemente herido de un balazo en el cuello, probablemente disparado por la policía o por uno de sus camaradas.

La policía detuvo a unos 50 estudiantes de la oposición. Los líderes falangistas exigieron que se tomaran más medidas y la prensa del partido inmediatamente comenzó una campaña sobre los peligros que esto suponía para el Movimiento y el Régimen. Mientras se divulgaban informes con una lista preparada por el SEU y los activistas de los Guardias de Franco para una noche de los cuchillos largos, el Capitán General de Madrid, Rodrigo, dejó bien claro que el Ejército no actuaría con violencia e incluso puso las sedes de los falangistas bajo vigilancia para mantenerles a raya. Aparentemente, Franco estaba lo suficientemente bien informado para darse cuenta de que los incidentes de febrero los había provocado un puñado de estudiantes politizados que se podía reprimir fácilmente. No reaccionó al principio y pasó el día 10 de febrero en una de sus largas cacerías. No fue hasta un día después, que el Gobierno decretó por primera vez la suspensión de los artículos 14 y 18 del Fuero de los Españoles, y cerró temporalmente la Universidad de Madrid. El Generalísimo no podía ignorar la descomposición interna y los conflictos mutuos que existían entre las familias políticas del Régimen, algunas de las cuales estaban casi exhaustas. El leal Girón avisó que había un sentimiento negativo hacia Franco dentro del Movimiento. Una alternativa podía ser traer expertos más técnicos al Gobierno, idea que apoyaba Carrero Blanco, pero en el invierno de 1956 Franco no estaba por la labor de realizar ningún cambio significativo.

Después de una semana, el 16 de febrero, Franco reemplazó a los dos ministros cuya autoridad se había puesto en duda. El falangista en quien más confiaba el Caudillo, Arrese, volvió después de 11 años para sustituir a Fernández Cuesta como Secretario General del Movimiento y la cartera de Educación de Ruiz Giménez se la ofreció a Jesús Rubio García-Mina, un catedrático de universidad y antiguo subsecretario de Educación. A los reformistas de Ruiz Giménez también se les sustituyó por un personal más ortodoxo, aunque permanecieron dos figuras clave: Torcuato Fernández Miranda como Director General de Universidades y el joven Manuel Fraga Iribarne, que se hizo cargo del Instituto de Estudios Políticos. Esta reorganización se llevó a cabo en un ambiente de creciente malestar económico causado por la subida constante de la inflación. El Gobierno dio una subida lineal de un 20 por ciento en los salarios el 3 de marzo, seguida de otro 7,5 por ciento en el otoño. Para complacer al Ejército que, en proporción, había perdido más por la subida de los precios -sobre todo los oficiales jóvenes- se les dio un aumento aún mayor en el verano. Estas medidas no acabaron con las huelgas de abril en el País Vasco, los primeros paros laborales a gran escala que había habido allí en cinco años. En conjunto, los incidentes habían sido mucho más importantes de lo que las respuestas de Franco parecían indicar, ya que fue la primera crisis interna de envergadura a la que tuvo que enfrentarse el Régimen en 14 años.

Además, la amenaza falangista de la noche de los cuchillos largos había extendido el miedo en Madrid. Los acontecimientos demostraban que después de 15 años el Régimen estaba perdiendo el control de la juventud en las universidades más importantes, donde antes había tenido un apoyo limitado o, al menos, no había resistencia. Durante las dos décadas siguientes del Gobierno de Franco la oposición universitaria no haría más que crecer progresivamente. Los críticos del falangismo y los católicos progresistas a los que se había retirado del poder junto con Ruiz Giménez, nunca regresarían al Régimen. Los sucesos de 1956 fueron el primer atisbo de un renacimiento de la oposición interna, que procedía no de la República ni de los emigrantes de los años 40, sino de una nueva generación que había crecido bajo el Régimen en los años 50. No hay indicios de que Franco tuviera pensado llevar a cabo ningún cambio de importancia después de la crisis de febrero, aparte de gobernar con más mano dura. El nuevo Secretario General del Movimiento, sin embargo, era consciente de que los problemas de la Falange no se resolverían con una mayor manipulación burocrática. Se había opuesto a toda la tendencia monárquica que conllevaban las Leyes Fundamentales de 1945-47 y estaba convencido de que quizá ésta fuera su última oportunidad de darle un papel destacado al Movimiento dentro de la estructura permanente del Régimen. La redefinición institucional del Régimen no era nada nuevo; Serrano Suñer y otros teóricos habían preparado borradores durante los años 40 que no habían llegado a nada.

Pero Arrese estaba sorprendido y encantado cuando Franco aprobó su propuesta de reunir una nueva comisión falangista y preparar los textos de unas posibles leyes para dar un nuevo significado al Movimiento. En cierta ocasión, Franco había expresado en privado su opinión de que el Movimiento no era otra cosa que una "propaganda claque", pero deseaba otorgarle un puesto estable en el sistema, porque creía que todavía cumplía ciertas funciones indispensables. Insistió en que los falangistas tendrían que adaptarse a una posible sucesión monárquica y también reiteró el 29 de abril que "la Falange puede vivir sin la Monarquía; lo que no podría vivir nunca sería ninguna Monarquía sin la Falange" (El pensamiento político de Franco, Madrid, 1964, I, 251). Lo único que se exigía a los falangistas era, como siempre, que se adaptaran a los cambios y giros del Régimen. Ante un público de 25.000 falangistas en Sevilla el 1 de mayo, declaró que "en política no se puede ser estacionario... Por eso no podemos permanecer estáticos en el pasado... Hizo uso de la vieja retórica falangista, Estamos haciendo la revolución, dijo, pero luego añadió Revisaremos todo lo que hago falta" (Discursos y mensajes del jefe del Estado, 1955-1959, Madrid, 1960, 183-89). En una reunión, el 17 de mayo, de la Junta Política del Movimiento se aprobó una comisión dirigida por Arrese para preparar los borradores de las nuevas leyes fundamentales que iban a redefinir el Movimiento, sus principios y su papel dentro del sistema.

La comisión estaba formada por figuras del partido como Fernández Cuesta y Rafael Sánchez Mazas, dos miembros del Gobierno no falangistas, Carrero Blanco y el Ministro de Justicia, Iturmendi entre otros. Al principio hubo gran disparidad de opiniones, pero en otoño se habían preparado tres borradores: uno sobre los Principios del Movimiento Nacional, una ley orgánica para el propio Movimiento y una propuesta de ley de Ordenación del Gobierno. El primero trajo poca polémica, ya que suponía una desfascistización drástica de los Veintiséis Puntos del Movimiento. En sus cuatro artículos se olvidaban todas las referencias al imperio o a cualquier otro objetivo radical, y en cambio se ponía mayor interés en los principios del catolicismo, la familia, el sindicalismo estatal, la integridad del individuo, la unidad nacional y la cooperación internacional. La Ley Orgánica del Movimiento era mucho más drástica, ya que daría autonomía absoluta al Movimiento, hasta el punto de hacerlo totalmente independiente tras la muerte de Franco y concentraría todo el poder en manos de su Secretario General y su Consejo Nacional. El Jefe del Estado después de Franco no tendría ningún poder sobre la organización, aunque podía participar en el nombramiento de los miembros del Consejo Nacional. Este elegiría a los futuros secretarios y serían responsables sólo ante el Consejo, que a su vez podría hacer las veces de tribunal de revisión constitucional y tendría el poder de vetar cualquier legislación.

La propuesta para la Ley de Ordenación del Gobierno pretendía dar al Movimiento un papel relevante en el Régimen. Estipulaba que el Jefe del Estado nombraría un presidente del Gobierno después de consultar con el presidente de las Cortes y con el Secretario General del Movimiento. Este se convertiría automáticamente en vicepresidente del Gobierno cuando muriera Franco, en caso de que este puesto estuviera vacante. El presidente y su gabinete tendrían un mandato de cinco años y, si el Jefe del Estado o tres votos del Consejo Nacional lo consideraban oportuno, podían destituirles de su cargo. El secretario general, como miembro del Gobierno, tenía el poder perpetuo del veto. Así era como Arrese y la vieja guardia falangista pretendían perpetuar un nuevo monopolio político tras la muerte de Franco. La nueva ambición que Arrese le inyectó al partido produjo la incorporación de nuevos miembros; unos 35.000 se unieron en 1956, el último aumento importante. La mayoría de los miembros del Régimen esperaban que existiera una fórmula que pudiera mantener las características básicas del sistema después de la muerte de Franco, pero nadie excepto los falangistas duros podían apoyar una propuesta que otorgara semejante poder permanente al Secretario General y al Consejo Nacional del Movimiento. Los monárquicos criticaron especialmente la exclusión de cualquier mención a la Corona y los más reformistas pusieron objeciones al poder que tendría el futuro Jefe del Estado.

Carrero Blanco, en principio, propuso que se revisaran las propuestas, pero todos los demás miembros del gabinete, incluido el Ministro falangista de Educación, se opusieron a ellas en mayor o menor grado. En la prensa no se dijo ni una palabra sobre el tema, pero los borradores de Arrese circularon entre la elite del Régimen y creció la oposición por todos los flancos. Algunos de los altos mandos militares expresaron su desacuerdo y el Ministro monárquico de Obras Públicas, el septuagenario Conde de Vallellano, distribuyó dos documentos durante el mes de octubre en los que denunciaba lo que él llamaba la introducción del Estado totalitario y un politburó de estilo oriental. El golpe de gracia lo dieron tres cardenales, que llamaron a Franco el 12 de diciembre para presentar un documento en el que se declaraba que las propuestas estaban en desacuerdo con las doctrinas pontificias y luego proseguía: "Los proyectos de Ley Orgánica del Movimiento Nacional y Ley de Ordenación del Gobierno no tienen raíces en la tradición española sino en los regímenes totalitarios de algunos pueblos después de la Primera Guerra Mundial, cuyas doctrinas y prácticas recibieron serias amonestaciones de los romanos pontificios". Los cardenales aseguraron que ellos no exigían el liberalismo de una democracia inorgánica, es decir, un sistema parlamentario, pero sí le pedían al Generalísimo que promoviera una actuación y verdadera representación orgánica en vez de una dictadura de partido único.

Se venía hablando de un cambio general de Gobierno desde el verano anterior, y Arrese había estado trabajando con el objetivo de lograr una mayor influencia del falangismo. Pero para entonces Franco estaba más preocupado por la inflación y el déficit de la balanza de pagos, que se estaban convirtiendo en verdaderos problemas. El Régimen necesitaba un mejor manejo de la economía, mientras que cualquier renacimiento del falangismo se había convertido en algo infructuoso y anacrónico, y era inaceptable para las instituciones más destacadas y para la opinión pública. Las situaciones española e internacional exigían una administración más eficaz, algo que el Movimiento era incapaz de llevar a cabo. En febrero de 1957 Franco decidió archivar las propuestas falangistas sine die y llevar a cabo una profunda renovación gubernamental.

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