Compartir


Datos principales


Rango

Primer franquismo

Desarrollo


No sería excesivo afirmar que la guerra civil española fue la experiencia más traumática por la que tuvo que pasar la Iglesia católica en un país de Europa occidental en la Edad Contemporánea. La persecución de la religión y del clero en la zona republicana sólo fue igualada, o quizá sobrepasada, por la que ejercieron los comunistas durante la Revolución Rusa. Para los nacionales, sin embargo, la religión fue un apoyo -algunos sostienen que el más fuerte- y una motivación durante todo el conflicto. Por tanto, el triunfo de éstos fue, mutatis mutandis, un triunfo del catolicismo, que presidió un resurgir religioso de características casi fundamentalistas, sin parangón en cualquier otro país occidental europeo. Los años 40 trajeron consigo una vuelta a muchos aspectos de la vida religiosa. El número de personas que asistía a misa aumentó, se reconstruyeron muchos edificios religiosos y subieron todos los índices relacionados con la práctica religiosa. En 1942 estaban en pleno apogeo las nuevas misiones populares dedicadas a la cristianización masiva, que continuarían funcionando durante más de una década. En ciudades grandes e industriales como Barcelona, podía verse algunas veces a casi un cuarto de millón de personas en fila en la calle durante las campañas de las misiones. Se edificaron seminarios por toda España, aunque el número de seminaristas no creció de forma destacada hasta 1945, después de que esta nueva religiosidad tuviera tiempo de asentarse.

Uno de los aspectos más asombrosos de la España de la posguerra fue la nueva introducción de ritos religiosos en los aspectos más formales de la vida. Como ha dicho Rafael Gómez Pérez: "La religión era un elemento natural de la vida social; las Navidades con los Belenes y las cabalgatas de los Reyes Magos; las conferencias cuaresmales y ejercicios espirituales abiertos o cerrados; novenas; las procesiones de Semana Santa; las procesiones eucarísticas y para el viático a los enfermos; los rosarios de la aurora; las procesiones del Sagrado Corazón de Jesús; las romerías a la Virgen; las fiestas de la Patrona, los actos religiosos de cofradías y hermandades... Todo el año estaba acompañado de alguna manifestación religiosa pública". Esta nueva sacralización de la vida española afectó a casi todos los asuntos públicos y a las instituciones. Se dio con más fuerza en aquellas regiones y entre aquellos españoles que nunca habían sido totalmente laicos: el norte católico, cuya sociedad rural era predominantemente religiosa y gran parte de la clase media y alta. Tuvo mucho menos influencia en los viejos bastiones de la causa revolucionaria: el sur azotado por la pobreza y los trabajadores urbanos. Pero incluso en esas zonas hubo un cambio durante los años 40. Los que antes eran indiferentes ahora oían misa y observaban ciertos ritos ya fuera por la presión, por convicción o por un nuevo sentido de conformismo social. Durante algunos años la España católica tradicional parecía haberse restaurado.

En algunos aspectos la vida española de los 40 se vivía de forma extrema. Floreció la prostitución en medio de la penuria de la posguerra, mientras la sociedad formal era la más puritana de Europa. El mercado negro era una necesidad para muchos en su vida privada, pero en público se expresaban siempre en términos tan piadosos que hubiera resultado extraño incluso antes de la República. El Cardenal Gomá, de hecho, encontró los resultados de este resurgir religioso algo decepcionantes. Le dijo al embajador británico -que era católico- que el triunfo de Franco no había traído consigo la verdadera renovación espiritual que él esperaba. El SEU -de la Falange- absorbió las asociaciones estudiantiles católicas, cualquier grupo católico social que pudiera ser competencia de los sindicatos se disolvió, se prohibió a los curas hablar la lengua vernácula en Cataluña y en el País Vasco -a pesar de la intervención de Gomá- y se suprimió una pastoral de este primado por ser demasiado indulgente con la oposición y criticar sutilmente al Gobierno. Se llegó a censurar al Papado, suprimiendo la encíclica antinazi de Pío XI, Mit brennender Sorge y parte de su mensaje radiofónico del 15 de abril de 1939 en el que felicitaba a los nacionales por su victoria, pero les pedía comprensión y buena voluntad para con los vencidos. Gomá murió en 1940 desilusionado políticamente. Este primado era una excepción entre los líderes de la Iglesia española de su época que, en general, se identificaban mucho con el Régimen, a pesar de los excesos.

La excepción más notable era el reaccionario Pablo Segura, cardenal arzobispo de Sevilla, que no mantuvo en secreto su odio hacia la Falange y hacia el propio Franco. Rechazó las peticiones para que celebrara misas de campaña en encuentros falangistas, argumentando que eran espectáculos políticos que profanaban los servicios religiosos de forma sacrílega. Se decía que su catedral en Sevilla era el único edificio eclesiástico en España que no tenía en sus paredes nombres de falangistas caídos. Durante un sermón público en 1940 tuvo la audacia de explicar que el término caudillo en la literatura clásica significaba jefe de una banda de ladrones y que en los Ejercicios Espirituales de Loyola se clasificaba semejante figura como un demonio. Esto provocó tal ira en Franco que sus ministros apenas pudieron evitar que ordenara el segundo exilio de Segura, a quien ya habían expulsado de España durante la República. En los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, la opinión dentro de la jerarquía eclesiástica cada vez estaba más dividida. La oposición más tajante al Régimen la hizo Fidel García Martínez, obispo de Calahorra, cuyas pastorales de 1942 y 1944 eran categóricamente antinazis. Algún otro obispo también redactó lo que se llamó pastorales sociales que condenaban los abusos y las injusticias de la estructura económica existente, especialmente en las zonas rurales. Esto culminó con la primera pastoral social colectiva por los obispos de Andalucía oriental en octubre de 1945, en la que se recomendaba que hubiera asociaciones de trabajadores y de patrones por separado, que sustituyeran al sistema de un sindicato vertical que tenía el Estado.

Mucho más corriente, sin embargo, era que los prelados se identificaran totalmente con el Régimen y lo defendieran, aunque sólo hubo uno, Eijo y Garay, el obispo azul de Madrid, llegó al extremo de identificarse con la Falange. En el Gobierno, los ministerios de Justicia y Educación se reservaron desde el principio para los ultracatólicos, para que las normas religiosas se introdujeran en el sistema legal y el educativo. En la Organización Sindical se eligió un consejero eclesiástico de sindicatos en 1944 y se establecieron consejerías religiosas similares bajo otros ministerios e instituciones estatales, que terminarían convirtiéndose en una característica del siguiente cuarto de siglo. El fuerte carácter católico del Régimen se explotó más que nunca después de 1945 para distinguir el franquismo del fascismo, pero el Generalísimo estaba decepcionado por el desarrollo de las relaciones con el Vaticano. Tenía la esperanza de que hubiera un concordato poco después de terminada la Guerra Civil; su Gobierno abolió oficialmente el divorcio en septiembre de 1939 y volvió a instaurar el subsidio estatal eclesiástico -que había suprimido la República- dos años más tarde. El Vaticano, sin embargo, recelaba de una relación formal con el Régimen español después de su experiencia con los concordatos con Italia y Alemania, así que el primer acuerdo al que llegaron en 1941 no era ni mucho menos un concordato. Le daba al Estado el derecho de hacer presentaciones para nombramientos episcopales, pero le negaba una mayor autoridad sobre los nombramientos eclesiásticos.

A pesar de todo, el Vaticano estaba satisfecho con los cambios que había habido en la política española durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial y no desanimaba a los prelados y católicos en general a que reafirmaran su apoyo a Franco durante el periodo crucial del ostracismo. Al mismo tiempo, los jerarcas de la Iglesia esperaban que hubiera una reforma en el sentido de la moderación y la institucionalización de las normas legales tradicionales. En su pastoral del 8 de mayo de 1945, Enrique Pla i Deniel, primado sucesor de Gomá, resumía la posición de la jerarquía respecto al Régimen mientras que pedía que éste instalara unas bases institucionales sólidas "en consonancia con nuestras tradiciones históricas y compatible con las realidades presentes". Durante los dos años siguientes, Pla i Deniel apoyó las nuevas fórmulas institucionales del Régimen y suplicó a los católicos que participaran en el sistema. No hay duda de que en todo esto influían ciertas frustraciones, ya que Franco nunca aceptó las ideas de su nuevo Ministro de Exteriores, Martín Artajo, de dar al Régimen una estructura corporativa y semirrepresentativa. Los cambios de 1945-47 prometían mucho más de lo que en realidad ofrecían. Cuando la dirección de la censura y de la prensa dejó de depender del Movimiento y a principios de 1946 pasó a manos de dos destacados civiles católicos y conservadores del Ministerio de Educación, los nuevos directores no pudieron reformar la censura como habían esperado.

Las publicaciones católicas tenían más libertad ahora que antes de 1945, pero todavía no estaban completamente libres de las restricciones. Además, las nuevas Hermandades Obreras de Acción Católica (HOAC), fundadas en 1946 para fomentar el catolicismo entre los trabajadores, que estaban apoyadas por el primado en persona, recibían presiones de la Organización Sindical y numerosas críticas. A pesar de todo, en España se había establecido la mayor variedad de regulaciones religiosas llevadas a cabo por un Estado occidental del siglo XX, coronado con una nueva ronda de disposiciones entre 1950-53, antes de firmar, por fin, un concordato con el Vaticano. Lo que empezó a llamarse con tono burlón Nacional Catolicismo a finales de los 60, ofrecía enormes ventajas a la Iglesia. Tenía un papel fundamental en la educación, disfrutaba de subsidios económicos y exenciones de impuestos, se estaban renovando y ampliando los seminarios, tenía infinitas posibilidades de hacer proselitismo y propaganda, podía obligar jurídicamente a que se cumplieran las normas católicas, y contaba con procedimientos jurídicos específicos así como protección para el clero que estuviera acusado de violar las leyes civiles. Mientras tanto, el número de personas que quería dedicarse a la religión aumentaba hasta alcanzar un récord sin precedentes: se ordenaron más de 1.000 sacerdotes por año entre 1954 y 1956. Surgió una nueva y distintiva influencia católica del instituto secular Opus Dei.

Nació como una organización diocesana y terminó siendo el grupo católico más insólito de la España de posguerra y quizá de toda la Iglesia católica. Se desarrolló a partir del pequeño núcleo que fundó el sacerdote aragonés José María Escrivá de Balaguer en 1928. En 1943 se reconoció como el primer instituto secular de la Iglesia. Cuando en 1982 el Papa Juan Pablo II le otorgó el estatus de primera Prelatura personal de la Iglesia, el Opus Dei contaba con 72.000 miembros por todo el mundo. La misión del Opus es la santificación del mundo secular y la forma de diseminar los valores espirituales de forma efectiva, como concibieron su fundador y sus cabecillas, es a través de las profesiones clave de la sociedad industrial, tales como la enseñanza universitaria, los negocios, las finanzas y los niveles más altos de gestión. Un número desproporcionado de miembros del Instituto habían hecho carrera en estas áreas, lo que hizo que el Opus adquiriera fama de elitista. Al mismo tiempo, la reserva que mostraban los miembros acerca de su propia asociación y sus relaciones le daba un aire de secretismo. En los primeros años después de la Guerra Civil los miembros del Opus no estaban en contacto tan cercano con el Régimen como los de Acción Católica. Su trabajo parecía más progresista y moderno que el de muchas organizaciones religiosas de los años 40 y recibió apoyo y ánimo de muchos católicos adinerados y progresistas, especialmente en Cataluña.

Por otro lado, los falangistas atacaban y se oponían al Instituto y a sus miembros casi desde el principio. El Opus salió más a la luz pública cuando un número considerable de sus miembros obtuvo cátedras universitarias durante los años 40 y 50. En 1952 la organización inauguró lo que pronto se convertiría en la Universidad católica más organizada del país, la Universidad de Navarra, en Pamplona. Los miembros adquirían renombre en el mundo de los negocios y las finanzas y algunos incluso empezaron a interesarse por la política, aunque otros desaconsejaban esta actividad. Sin embargo, la década de los 50, más próspera y pluralista, que vio cómo crecía el neocatolicismo, también pudo ver los primeros indicios de un declive de la actividad religiosa y el comienzo de una nueva secularización. De hecho, algunos indicadores de la actividad religiosa habían empezado a bajar antes del final de los 50. El número de estudiantes de seminario se quedó en casi 8.000 desde 1951 hasta 1963, pero el total de nuevas ordenaciones empezó a decaer lentamente después de 1956, aunque el número de sacerdotes llegó a su punto más alto de la España contemporánea con 34.474 -incluido el clero regularen 1963. En Madrid, Barcelona y Valencia el número de sacerdotes aumentó en más de un 10 por ciento durante los 50, pero en 1960 todavía no había llegado al nivel de 1931. Aunque esto no estaba claro para muchos en aquel momento, la sociedad cada vez más urbana, industrial y consumista de los 50 estaba iniciando una nueva fase de secularización.

Esta sociedad desarrollada no alimentaba tantas nuevas vocaciones como en los 40. También decayó el alcance de las misiones populares; se ponían en marcha muchas menos o se hacían de una forma menos pública y ostentosa. Ya se podían ver señales significativas de cambio tanto en las organizaciones eclesiásticas como en las laicas, que empezaban a recibir las influencias de la liberalización que se estaba dando en la Europa de la posguerra. La unión de las secciones de jóvenes y adultos de Acción Católica, que serían unos 373.000 en 1947, creció hasta 532.000 en 1956 y con este aumento vino la diversificación de las actividades. Los que se inclinaban por un liderazgo unitario perdieron frente a los que insistían en que hubiera ramas diversificadas de actividades autónomas. Se formaron cuatro grupos sociales, Juventud Católica Obrera, Vanguardia Obrera de Jóvenes, Juventud Rural de Acción Católica y las Hermandades Obreras de Acción Católica, que tomaron iniciativas muy diferentes. La HOAC creció de forma constante y se hizo mucho más militante en sus actitudes políticas y económicas a mediados de los 50. Los estudiantes católicos regresaron a sus actividades autónomas dentro del SEU -la organización estudiantil de la Universidad estatal e incluso empezaron a unirse a la oposición política. A finales de los 50 algunos miembros del clero también empezaron a hablar más abiertamente de cuestiones sociales y culturales, especialmente en Cataluña y el País Vasco, donde retomaron sus antiguos intereses regionales y culturales, y dieron un impulso al resurgir del nacionalismo vasco y catalán.

Obras relacionadas


Contenidos relacionados