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Guerra civil

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La guerra civil en su origen fue un conflicto interno, de modo que no puede atribuirse a país alguno la suficiente influencia como para provocarla. Sin embargo, como también se ha advertido, una vez estallada la guerra convirtió a España, por el mero hecho de su existencia, en el "centro de las pasiones y decepciones del mundo". Sin la ayuda exterior no se entiende el paso del Estrecho, la defensa de Madrid o la batalla de Guadalajara, y en los acontecimientos militares que siguieron hasta el final mismo del conflicto el papel de la ayuda exterior o su ausencia fue de primerísima importancia. Es perfectamente lógico que ambos contendientes solicitaran la ayuda de otros países de manera inmediata, porque a fin de cuentas el Ejército español estaba muy mal dotado desde el punto de vista material y además España había firmado convenios para ese propósito. Por otro lado, no puede extrañar tampoco que la respuesta a esas peticiones fuera positiva porque en las relaciones internacionales se estaba viviendo en aquellos momentos una fortísima tensión prebélica. Eran los momentos del "viraje hacia la segunda guerra mundial" en que se tambaleaba el sistema de paz acuñado al final de la primera en Versalles. Los países derrotados o insatisfechos se lanzaban a una espiral de reivindicaciones frente a la indecisión y la mala conciencia de los vencedores, mientras que la aparición de nuevas doctrinas de indudable impacto sobre la política internacional, como eran el fascismo y el comunismo o la crisis económica mundial, contribuían a deteriorar gravemente la situación.

Actuando en este marco, el espectáculo de la guerra civil contribuyó, como veremos, de manera decisiva a perfilar el alineamiento de las diversas potencias de cara al conflicto. La petición de ayuda por parte de sublevados y gubernamentales fue una consecuencia inmediata de la pobreza de medios militares y de la sensación, a los pocos días de la sublevación, de que ésta no se liquidaría de la forma que había sido habitual en los pronunciamientos del siglo XIX. De ahí que ambos bandos recurrieran a aquellos países que más lógicamente les podían ayudar; éstos, ansiosos de que el status internacional no se alterara o interesados en adquirir nuevos aliados, se decantaron rápidamente hacia una intervención, aunque al poco tiempo inventaran también una pantalla para disimularla. El 19 de julio Giral hizo la petición al Gobierno francés del Frente Popular que pronto se mostró dispuesto a atenderla; sin embargo, la publicidad dada a la petición y a la respuesta motivó una indignada reacción de la derecha francesa y dejó en un airada posición al Gobierno Blum, que podría haber dimitido de no ser por la petición de sus propios correligionarios españoles. A partir de este momento la ayuda debió ser más titubeante y disimulada. En cuanto a los sublevados, su petición de ayuda fue tan sólo unas horas posterior y estuvo dirigida a Alemania e Italia. La primera respondió más inmediatamente y además prestaría mayor ayuda a Franco hasta el mes de noviembre de este año, momento en que se produjo la llegada del CTV italiano.

Es muy posible que tanto Francia como Italia y Alemania temieran al adversario potencial en una guerra generalizada y que por eso se decidieran a prestar ayuda al bando más próximo en la guerra interna española, pero no hay pruebas de que conocieran de modo preciso la ayuda que se estaba prestando por esos potenciales adversarios. Quedaban así sentadas las bases asimétricas en que fundamentaron las relaciones con sus aliados los beligerantes españoles. El Frente Popular debió recurrir al mercado internacional de armas, aparte de la ayuda francesa; algunos países como los bálticos y Checoslovaquia le prestaron colaboración, pero su situación no quedó aliviada hasta que en septiembre la Unión Soviética se decidió a prestar ayuda al Gobierno español. En cuanto a los sublevados, contaron con la ayuda italiana y alemana, a pesar de que su reconocimiento como gobierno legítimo no llegó hasta el mes de noviembre. Es importante señalar que tal decisión no se tomó en un momento en que parecieran haber obtenido una victoria decisiva, sino cuando tenían dificultades al no haber tomado Madrid, con lo que se demostraba el grado de voluntad de colaboración de sus aliados. Una situación como la mencionada en que aparecían involucradas las principales potencias europeas resultaba potencialmente explosiva; esa es la razón por la que se pretendió distenderla mediante la creación de un novedoso sistema no experimentado hasta el momento en la política internacional que fue el Comité de no-intervención sito en Londres.

En realidad, quien propuso esta fórmula fue Francia, temerosa de las tensiones experimentadas en torno al conflicto español en la política gala. El Gobierno del Frente Popular, sin embargo, dejó la iniciativa a los británicos que fueron quienes la auspiciaron en el concierto internacional. Para ellos se había producido un peligroso pugilato por intervenir en la política española y de no existir un organismo que procurara evitar las decisiones unilaterales habría un auténtico problema para la paz mundial. A partir de septiembre un Comité reunido en la capital británica comenzó a estudiar las modalidades de la no intervención, y una vez constituido éste, pese a las protestas del Gobierno del Frente Popular, la Sociedad de Naciones remitió cualquier tipo de decisión a dicho organismo, como si lo considerara una especie de instrumento especializado para resolver los problemas españoles. Aunque en el Comité de no-intervención tomaron parte muchos países, la realidad es que las cinco potencias europeas más importantes fueron las que decidieron las principales cuestiones. En una ocasión Metternich dijo que la no-intervención significaba "poco más o menos intervención" y tal afirmación resulta válida para la guerra civil española. Nadie ni por un momento pensó que con ese Comité se hubiera evitado la participación de otros países en los asuntos internos españoles. Las potencias fascistas siguieron a este respecto una política perfectamente cínica.

El Conde Ciano, ministro de Exteriores italiano, dio a su embajador en Londres unas instrucciones consistentes en hacer todo lo posible para que el Comité mantuviera una acción "puramente platónica": de hecho en repetidas ocasiones este país boicoteó la labor del Comité hasta que dio a Franco una ayuda determinada para luego pedir el estricto cumplimiento de lo estipulado. Se ha calculado que los alemanes violaron la no-intervención 180 veces y que los italianos lo hicieron 134; unas cifras semejantes se pueden atribuir también a los franceses y rusos. Pero incluso los británicos pensaban lo mismo acerca de este Comité. Un diplomático británico dijo que se trataba de "una farsa pero una farsa extremadamente útil" en el sentido de que aunque no cumpliera sus propósitos evitaba que empeorara la situación mundial. Eden, en el mismo sentido, admitía que la política de no-intervención no era otra cosa que "un telón de seguridad improvisado, andrajoso y lleno de agujeros", pero mucho mejor que una guerra generalizada. Descrita la evolución de la política exterior de la guerra civil en sus primeras etapas, podemos pasar a examinar la posición de cada una de las potencias más importantes o más vinculadas a España por unas u otras razones. Cada país tuvo una política con peculiaridades propias pero aquellos con instituciones democráticas vieron, además, cómo la opinión pública tomaba posición en torno al conflicto en un sentido u otro.

Ése, en cambio, no fue el problema de Alemania e Italia. La intervención alemana a favor de Franco fue consecuencia de una decisión personal de Hitler, aunque hubiera sido patrocinada por los representantes del pequeño partido nazi existente en Marruecos. Frente a la opinión reticente de algunos de sus colaboradores más directos, como Göring, el Führer adoptó una de sus decisiones arriesgadas pero de la que sacaría amplio partido por la ausencia de respuesta por parte de las potencias democráticas. En realidad hasta el momento España era para los nazis un país lejano y carente de verdadero interés, aunque allí hubieran pensado construir algún submarino para su rearme. Si se decidió intervenir fue por una mezcla de razones estratégicas (presionar a Francia desde el sur) e ideológicas (oposición al comunismo); sólo en un segundo plano apareció el interés económico. Mucho más prudentes que los italianos, los alemanes no exhibieron en exceso su participación en la guerra; sólo en 1939 Hitler habló de la Legión Cóndor, que sería su principal ayuda a Franco, y no estuvieron dispuestos a ayudar de una manera muy clara a rescatar a José Antonio Primo de Rivera, preso en Alicante. Contribuyeron a la promoción de Franco, pero los juicios de su primer embajador ante él eran reticentes, tanto respecto de su lentitud a la hora de llevar a cabo las operaciones militares como por su carencia de voluntad revolucionaria en lo social.

Más tarde que Italia, en marzo de 1937, también Alemania suscribió un tratado con la España de Franco cuyo contenido no revestía especial trascendencia (se refería a mantener contactos mutuos respecto del comunismo y evitar la colaboración con terceros países que pudieran perjudicar a Alemania). Mucha mayor importancia tendría, en cambio, para este país los beneficios económicos obtenidos. A diferencia de lo sucedido en el caso alemán los dirigentes fascistas italianos habían tenido contactos anteriores con la extrema derecha española, aunque en el verano de 1936 Mussolini vetara cualquier ayuda previa a la conspiración. Esa relación fue resucitada en el momento del estallido de la guerra civil, pero también el conocimiento directo de Ciano acerca de la situación en Marruecos, proporcionado por cauces diplomáticos propios, jugó un papel importante en una decisión que fue un poco más tardía que la alemana. La personalidad del ministro de Exteriores fascista parece haber jugado un papel importante en la adopción de esta política; él representaba una política exterior más agresiva y poco propicia a Gran Bretaña que derivó insensiblemente hasta convertirse en pro-alemana. En cuanto a las razones de intervención en España lo más probable es que originariamente Mussolini pensara que podía obtener un aliado barato en una zona estratégica que para él era decisiva con el empleo de unos medios reducidos.

Sus propósitos originarios fueron, por tanto, de política exterior tradicional pero con el transcurso del tiempo la guerra tuvo un contenido ideológico más importante para su régimen: la guerra de Abisinia, por ejemplo. Y al mismo tiempo establecía las bases de lo que luego sería el Eje. Desde el principio la intervención italiana en los asuntos españoles fue más estridente que la alemana. Parte de los primeros aviones italianos enviados a Franco fueron descubiertos al caer uno de ellos en territorio francés, y la intervención italiana en las Baleares fue también objeto de especulaciones en los medios diplomáticos internacionales: se pensaba que una base italiana en ellas tendría como consecuencia impedir que Francia trajera sus tropas coloniales a la metrópoli en caso de guerra. Sin embargo, más espectacular fue todavía la intervención italiana a favor de Franco cuando, en noviembre de 1936, se firmó un tratado entre ambas partes que presuponía una neutralidad más que benevolente por parte de este último en el caso del estallido de una guerra. Era mucho más de lo que nunca los alemanes, que se quejaron, consiguieron de Franco, pues suponía de hecho la hegemonía fascista en el Mediterráneo occidental. A partir de este momento Mussolini se empleó a fondo a favor de la causa de los sublevados, incluso más de lo que éstos hubieran querido. De ahí que mandara todo un ejército, del que casi la mitad eran tropas regulares, sin que Franco lo hubiera pedido o lo deseara.

El CTV obtuvo victorias como la de Málaga, pero también derrotas como en Guadalajara que le fueron imputadas inevitablemente al fascismo. A partir de este momento la guerra española fue para los dirigentes fascistas italianos una aventura cara que a veces proporcionaba quebraderos de cabeza, unas auténticas arenas movedizas de las que era imposible librarse, mientras que el deseo de resolver el problema provocaba inevitablemente una mayor intervención. Hasta el final de la guerra la obsesión fundamental de Mussolini respecto de España fue la victoria militar, mientras que tan sólo algunos dirigentes fascistas radicales como Farinacci pensaban en la eventual fascistización inmediata del régimen de Franco. Hubo otro país que también jugó un papel importante en la fase inicial del conflicto en favor de Franco, aunque su papel era mucho menos destacado en las relaciones internacionales y su condición de pequeña potencia evitara que pudiera ser mayor. El Portugal de Salazar había tenido siempre una intensa preocupación por los problemas españoles. Como diría el ministro de Asuntos Exteriores, para él una guerra civil en España no era una cuestión intrascendente sino de vida o muerte, pues incluso existía la posibilidad de que el conflicto se reprodujera más allá de la frontera luso-española. Cuando estalló la guerra Salazar aprovechó la ocasión para actuar con decisión en contra de la oposición, incluso creando alguna organización de cierto paralelismo con los partidos fascistas (la llamada Legión portuguesa).

El embajador de la República, Sánchez Albornoz, se vio aislado por la hostilidad de las autoridades lusas y por el abandono de los propios diplomáticos a sus órdenes; en octubre se rompieron las relaciones entre Portugal y el Gobierno del Frente Popular. Fue el país gobernado por Salazar el que más dificultades puso para aceptar el Comité de no-intervención, principalmente porque creía que eso implicaba una disminución de su soberanía. La principal ayuda de Salazar a Franco, que siempre evitó la espectacularidad, fue proporcionarle la seguridad de una frontera, pero además desde territorio portugués entraron aviones en la zona nacionalista; allí se consiguieron préstamos y unos 4.000 ó 6.000 portugueses, de los que 200 eran militares, combatieron con Franco. Para comprender la significación de la postura franco-británica respecto de la guerra civil española hay que tener en cuenta, en primer lugar, que nuestro país podía ser considerado como área tradicional de influencia franco-británica, a pesar de lo cual la actitud de esos dos países fue fundamentalmente pasiva sin tomar una iniciativa decidida. Hay varias razones que contribuyen a explicarlo: las características de los regímenes democráticos que no podían propiciar una intervención como la de los fascistas, el deseo de evitar la guerra mundial por medio de una política de apaciguamiento, las divisiones internas de la opinión pública y el hecho de que el Frente Popular parecía demasiado revolucionario y Franco no lo suficientemente fascista.

Todos estos factores explican que no se tomara una decidida actitud verdaderamente nacional sobre la guerra civil española. En Francia el conflicto español excitó las pasiones ideológicas por encima de los intereses nacionales. Ya en la campaña electoral que dio la victoria al Frente Popular el caso de España fue presentado como un ejemplo del peligro revolucionario, y estallada la guerra civil se dio la paradoja de que la derecha más nacionalista (Maurras, que visitó a Franco, y la Acción Francesa) apoyaba a Franco a pesar de que éste, por su cercanía a Alemania e Italia, representaba intereses totalmente opuestos a los franceses. No sólo esa extrema derecha denunció la supuesta colaboración del Frente Popular francés con los revolucionarios españoles, sino que otros sectores más amplios (los católicos, los intereses comerciales...) simpatizaron con Franco. Desde 1937 hubo peticiones de establecimiento de relaciones con esa España y en el año 1938 el número de diputados pertenecientes a las asociaciones pro-franquistas se acercaba al 40 por 100, pues incluso una parte del partido radical-socialista era benevolente con respecto a Franco. Este tipo de actitudes encontraba su apoyo en la necesidad de practicar una política que no desentonara con la británica, pero se inspiraba sobre todo en el espectáculo de la revolución española: el embajador Herbette, antaño íntimo de Azaña, se convirtió en un partidario de Franco.

Por su parte, Blum, jefe del Gobierno del Frente Popular francés, luchaba entre los sentimientos encontrados del pacifismo y de la necesidad de apoyar a un Gobierno como el español. Hubo un momento en que incluso temió que una guerra civil estallara en Francia. Por su parte, los comunistas franceses, con la divisa "Por la no-intervención, contra el bloqueo", fueron los más decididos partidarios de que se siguiera autorizando la venta de armas a la España republicana, pero procuraron al mismo tiempo evitar que colapsara el Frente Popular. De hecho este programa de gobierno entró en crisis precisamente por esta razón. La posición francesa osciló entre una neutralidad simplemente benevolente hacia la República cuando los gobiernos se inclinaban hacia Francia, y una no intervención relajada cuando predominaban los sectores situados más a la izquierda. Esta fórmula implicaba tolerar que de manera subrepticia circularan por territorio francés armas destinadas a la España republicana. De hecho, con dinero de procedencia republicana española se financiaron en Francia periódicos y empresas de transporte, auspiciadas y dirigidas por comunistas de este país. También en Gran Bretaña la guerra civil española tuvo una importante repercusión tanto para el Gobierno y la política como para la opinión pública. Se ha podido calcular que en tres cuartas partes de las reuniones del Gobierno británico se abordó el problema español, cuya importancia derivaba no sólo del peligro que suponía para la estabilidad de las relaciones internacionales sino también para las inversiones británicas que eran el 40 por 100 de las extranjeras en España.

Como en el caso de Francia, los diplomáticos británicos se alinearon casi inmediatamente con Franco: el embajador Chilton residió toda la guerra en el sur de Francia y describió el enfrentamiento como "rebel versus rabble" (los rebeldes contra la chusma). La posición del Gobierno conservador, con muchos matices en su interior, consistía, a diferencia de lo sucedido en Francia, en no encontrar ningún beligerante próximo a sus propias posturas e intereses, de no ser los nacionalistas vascos. Baldwin expresó esta postura de una manera un tanto cínica cuando dijo que los británicos odiaban tanto a los fascistas como a los comunistas y que si había un país en que unos y otros se mataban, tanto mejor. No siempre la postura era la misma, pues en el Almirantazgo Hoare mantuvo una postura muy franquista, y, en cambio, en el Foreign Office y en la Cámara de los Comunes Eden y Churchill mantuvieron una postura distinta. Para el primero la solución hubiera sido un compromiso entre los beligerantes españoles, mientras que Churchill recalcó el peligro de que la Italia de Mussolini jugara un papel creciente en el Mediterráneo como consecuencia del desarrollo de los acontecimientos en España. Sin embargo, estas opiniones no fueron tomadas muy en serio y, en definitiva, los gobernantes británicos parecen haber pensado que el problema fundamental de la guerra española nacía del peligro de provocar un conflicto generalizado.

De ahí que se siguiera una política de apaciguamiento de la que es una óptima expresión la frase de Chamberlain: "decía haber oído que en las altas montañas hay a veces condiciones en las que un movimiento imprudente o un grito repentino puede producir una avalancha" y eso es lo que tenía la intención de evitar que se produjera como consecuencia de los sucesos españoles. Aunque Gran Bretaña mantuvo una neutralidad muy estricta, superior a la del resto de los países europeos, al evitar con ella la compra de armas por parte de los republicanos, resultó beneficiosa para Franco. A partir de la primavera de 1937 tuvo éste un representante oficioso en Londres (el Duque de Alba, emparentado con la aristocracia británica), y en octubre hubo además un representante de los intereses comerciales británicos en la España de Franco. Pero la guerra civil no sólo fue una cuestión del Gobierno sino también de la opinión. Como en el caso de Francia, resultó una cuestión tan ásperamente debatida que "en ningún momento fue posible una acción coherente" (Churchill). Entre los propios conservadores hubo partidarios de la República, como la Duquesa de Altholl, y la división interna de los laboristas fue también manifiesta: mientras que el ala derecha era profundamente reticente respecto del papel de los comunistas en España, los izquierdistas mantenían una posición profundamente contradictoria, pues si por un lado defendían posturas pacifistas, al mismo tiempo querían que se ayudara a la República.

La cuestión se complicaba todavía más por el hecho de que la inmensa mayoría de los católicos ingleses eran laboristas y, por tanto, se encontraban divididos en cuanto a sus lealtades. Unos 2.000 británicos combatieron en España, de los que murieron 500. Es evidente que muy a menudo en Gran Bretaña se desconoció la realidad de los sucesos españoles, de modo que Franco a veces era descrito como un conservador clásico. Esta sensación de ignorancia es patente también en el caso de los Estados Unidos. Allí sólo un 14 por 100 de la población simpatizó con Franco y aun así esa cifra se debía al hecho de que entre los católicos el porcentaje era muy superior, llegando al 39 por 100. Con todo, el embajador norteamericano, Bowers, fue quien mantuvo una posición más claramente republicana entre los países democráticos. Eso, sin embargo, no se tradujo en la posición oficial de su Gobierno. Los Estados Unidos se declararon neutrales en agosto de 1936 y Roosevelt recomendó el "embargo moral" del negocio de armas que luego se hizo efectivo, impidiendo de esta manera que el Frente Popular se pertrechara de armas cuando las fuentes de Franco no suponían ningún problema para él. Se ha atribuido a los Estados Unidos una posición benevolente ante Franco por el hecho de que compañías petrolíferas, como Texaco, le proporcionaron aprovisionamientos, pero el Gobierno nada tuvo que ver en ello y dicha entidad, que exigió ser pagada con antelación, se basó en criterios puramente económicos.

En suma, la posición de las potencias democráticas demuestra hasta qué punto este tipo de regímenes son incapaces de llevar a cabo una intervención decisiva en un conflicto de las características de una guerra civil, sobre todo cuando se enfrentan a otras naciones que no deben tomar en cuenta a la opinión pública, ni tener por qué mostrar escrúpulos morales en intervenir en asuntos de otros países incluso mediante el uso de la violencia. De hecho las circunstancias dejaron aislada e inerme a la República, que no tuvo otro remedio que recurrir a la ayuda de la URSS. Frente a lo que pensaron las derechas, la realidad es que ni el interés de Stalin por los sucesos españoles fue grande ni su decisión de intervenir inmediata. La República no había mantenido relaciones con la URSS hasta la guerra civil y cuando se establecieron probablemente no se pensó en la amplitud que llegarían a alcanzar. Es muy posible que para Stalin Casares hubiera sido, en abstracto, mejor que Largo Caballero, pero el prestigio revolucionario de su país exigía un apoyo a la España del Frente Popular. Ésta comenzó por ser no oficial, producto de suscripciones populares, pero acabó siendo oficial desde finales de septiembre, es decir, una fecha relativamente tardía. En esta actitud final debió jugar un papel decisivo la reflexión respecto de la situación internacional y la española. Stalin debió pensar que tan profunda conmoción de las relaciones internacionales como representaba la guerra española le daba la oportunidad de tratar de comprobar hasta qué punto el sistema de seguridad colectiva podía evitar una guerra mundial o, por lo menos, hasta qué punto podía él mismo acercarse a países como Francia y Gran Bretaña; sólo cuando vio que esas dos opciones fracasaban se decidió a pactar con Hitler en 1939.

Por otro lado, la colaboración con el Frente Popular le permitía tener una influencia decisiva en un país del occidente europeo y respondía a la necesidad de que la URSS siguiera apareciendo en la vanguardia revolucionaria mundial. Con el transcurso del tiempo, además, la situación interna de Rusia (era la época de las grandes purgas) pudo ser ocultada gracias a la existencia de la guerra civil española y, por otra parte, la colaboración con elementos democráticos en el Frente Popular español podía hacer aparecer a los dirigentes soviéticos como liberales. De todas maneras, para comprender la posición de la URSS hay que tener en cuenta que al mismo tiempo que se obtenía su apoyo para la causa del Frente Popular se trasladaban las reservas de oro del Banco de España a Cartagena, de donde partirían hacia Rusia en octubre de 1936. Nada como este hecho demuestra el patético aislamiento de los republicanos que no podían confiar por completo en Francia y que así quedaban condenados a una sola fuente de aprovisionamiento bélico. Por otro lado, se hace patente también que Stalin no actuaba con un criterio idealista sino que desde un principio dejó bien claro su deseo de ser bien pagado inmediatamente. En el fondo, a Stalin le interesaba relativamente poco España, lo mismo que Checoslovaquia a Chamberlain. Sin embargo, eso no quiere decir que la ayuda rusa al Frente Popular fuera de mala calidad o insuficiente; ya veremos más adelante que no fue ni lo uno ni lo otro en la mayor parte de los casos.

Los asesores militares y políticos soviéticos jugaron un papel muy importante en el seno de la causa frentepopulista. Otro rasgo determinante de la intervención soviética en la guerra civil española reside en la voluntad de discreción que la caracterizó. De ahí que la presencia de asesores soviéticos pretendiera ser simulada, incluso haciéndolos pasar por hispanoamericanos. Aunque hubo militares y técnicos rusos en España al servicio del Frente Popular la principal ayuda en hombres estaba formada por las Brigadas Internacionales, reclutadas gracias a la actuación de la Internacional Comunista a pesar de que no todos sus miembros pertenecieran a partidos de esta significación. La fecha en que empezó el reclutamiento para las Brigadas coincide con la decisión tomada por la URSS, y también con su política exterior, el significado que se dio a las Brigadas como testimonio de la solidaridad internacional en la lucha contra el fascismo. En ellas estuvieron, por supuesto, parados o aventureros pero también un número muy elevado de idealistas, incluso de procedencia intelectual, o exiliados de aquellos países en que el fascismo había destruido las instituciones democráticas. Así se explica que en la batalla de Guadalajara hubiera combatientes italianos en ambos bandos. Un recorrido por la geografía del impacto de la guerra civil española en el mundo no debe excluir el caso de Hispanoamérica, con la que nuestro país mantenía unas relaciones muy estrechas producto de la Historia pasada y reciente.

Quizá hay que empezar por señalar que en muchos de esos países no se vio tanto el conflicto de España como un enfrentamiento entre fascismo y democracia como entre conservadurismo y liberalismo; en todos ellos, sin embargo, hubo una tendencia a juzgar lo que sucedía en España desde una óptica propia y atendiendo a los conflictos internos. Así sucedió en México, donde el presidente Lázaro Cárdenas presentó la guerra española como un conflicto contra el imperialismo intervencionista de otras potencias, trasponiendo sus conflictos con los norteamericanos. Mientras que la derecha católica se identificaba con el corporativismo de Franco, quienes más apoyaron al Frente Popular fueron los sindicatos, donde el papel de los comunistas era muy grande. Aunque México mantuvo un estrecho contacto comercial con la España del Frente Popular y sirvió de intermediario para el aprovisionamiento de armas, el papel que podía jugar en las relaciones internacionales en torno al conflicto era muy modesto. Hubo también otros países en que el apoyo conseguido por el Frente Popular fue notable: este es el caso de Colombia, donde los liberales practicaban una política en cierto modo semejante a la del Frente Popular, o en Cuba donde la emigración española era abundante y Batista, aunque futuro dictador, había alcanzado el poder con apoyo de las izquierdas. En Chile el Gobierno del Frente Popular también mostró su simpatía, aunque más bien platónica, por la causa republicana; en realidad era una forma más moderada que la homónima española como también, en la derecha, lo fue Alessandri respecto de Franco. El apoyo a Franco fue evidente en algunos países pequeños como Guatemala y Nicaragua, pero también en otros en los que predominaban tendencias conservadoras y militaristas como Perú. En Argentina las tendencias predominantes eran conservadoras lo que explica la pronta admisión de un enviado oficioso de Franco, pero con matices que dependían de la persona del ministro de Exteriores, lo que contribuye a explicar que el reconocimiento de éste fuera tardío.

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