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Guerra civil

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Una consecuencia inmediata de que la guerra civil fuera irreversible es que ambos contendientes (o, mejor, personas pertenecientes a ambos) demonizaron al adversario y juzgaron que lo más urgente era exterminarle físicamente. Hubo momentos iniciales en que se dejó escapar al adversario o se pactó una cierta neutralidad que luego parecería imposible. Sin embargo, esta situación duró poco y comenzado el derramamiento de sangre éste no hizo sino establecer un abismo entre los beligerantes que ya nadie pudo llenar; por eso la represión fue el testimonio de que se había iniciado la guerra civil pero también contribuyó definitivamente a hacerla irreversible. El primer fenómeno que se produjo en el bando del Frente Popular no fue el intento de llevar a cabo una revolución social, como tampoco en sus adversarios se trató de una restauración de los principios tradicionales. Antes que nada lo que se produjo fue el terror, la eliminación física del disidente, efectivo o potencial. En realidad los dos motores del terror en una y otra zona fueron idénticos. Nadie los describió mejor que Azaña en sus escritos posteriores al final del conflicto, que revelan la real identidad, a este respecto, de los dos bandos. "Los impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores -escribió- han sido el odio y el miedo. Odio destilado, lentamente, durante años en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la "insolencia" de los humildes.

Odio a las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra y la temía. Miedo de ser devorado por un enemigo en acecho: el alzamiento militar y la guerra han sido, oficialmente, preventivos para cortarle el paso a una revolución comunista. Las atrocidades suscitadas por la guerra en toda España han sido el desquite monstruoso del odio y del pavor. El odio se satisfacía en el exterminio. La humillación de haber tenido miedo y el ansia de no tenerlo más atizaban la furia". Pero si esos fueron los mecanismos esenciales del terror, indistintos en cada uno de los bandos, es preciso preguntarse por las posibles diferencias respecto de los protagonistas y los destinatarios. El hecho de que ya se hayan iniciado investigaciones muy detenidas sobre el particular permite hacer algunas indicaciones al respecto. Hubo en los dos bandos una represión sangrienta carente de cualquier tipo de formalidad que recibió el nombre, entre sarcástico y brutal, de "paseo". No cabe la menor duda de que esta fórmula represiva fue practicada, principal pero no exclusivamente, al comienzo de la contienda y por una reducida minoría. La significación ideológica de las bandas que practicaron este tipo de bárbara venganza es poco precisable, pero hay algunos datos significativos: por ejemplo, de dos poblaciones cercanas, como eran Sabadell y Tarrasa, el número de víctimas fue el triple en la segunda donde la influencia de la FAI era muy superior.

Eso no quiere decir que no hubiera personalidades anarquistas que no se significaran precisamente por su deseo de evitar el derramamiento de sangre; incluso la propia FAI amenazó públicamente con fusilar a los responsables de los "paseos". De todos modos, los casos de militantes anarquistas más decididamente protestatarios de ese empleo de la violencia corresponden a dirigentes moderados dentro del movimiento como, por ejemplo, Peiró o el responsable de prisiones Melchor Rodríguez. Hay que tener en cuenta que en la zona del Frente Popular la liberación de los presos tuvo como consecuencia la existencia de un poder represivo paralelo que, de hecho, estaba en manos de delincuentes: el caso de García Atadell parece el más característico. La proliferación de entidades políticas que se manifestó en la zona del Frente Popular se tradujo también en los órganos policíacos que adquirían una significación supuestamente ideológica. En Barcelona, por ejemplo, hubo un organismo entre policiaco y aparentemente judicial en manos de abogados próximos al anarquismo, como Samblacant y Barriobero. En paralelo con lo que caracterizó a este sector en las primeras semanas de la guerra civil, puede quizá indicarse que el "terror rojo" aparte de cruel resultó también ineficaz: la vida dependió muy a menudo no de la pertenencia a una clase social o de una actitud política, sino de la pura arbitrariedad de las bandas armadas cuyas prácticas tenían poco de sistemático.

Frente a lo que en alguna ocasión se ha dicho, el "paseo", o represión indiscriminada practicada por elementos irregulares, también fue una fórmula bastante habitual en la primera fase de la guerra en el bando adversario. Es, sin embargo, más difícil identificar la supuesta significación ideológica de quienes los practicaban. Parece que al menos en alguna zona, como Navarra, los falangistas se distinguieron por llevar a cabo -según un testigo- "limpias que espeluznan", mientras que caracterizaba a los tradicionalistas "otra moral y mayor piedad". Pero, por supuesto, no siempre fue así. En uno y otro caso el "paseo" no desapareció completamente hasta el final de la guerra. En Cataluña, por ejemplo, cuando entraron las tropas de Franco todavía se produjeron medio centenar de muertes sin pasar por ningún tipo de formalidad jurídica, y al mismo tiempo fue asesinado, también por incontrolados, el último de los obispos que pereció en el conflicto (el de Teruel). Hasta el final de la guerra no fue extraño que cuando era tomada una posición que había costado a los atacantes un fuerte derramamiento de sangre se produjera la ejecución de parte o de todos los resistentes. Con el paso del tiempo, el "paseo" fue sustituido por fórmulas aparentemente jurídicas, que en realidad suponían la suplantación de los mecanismos hasta entonces habituales de aplicación de la Ley y que, dejando en la práctica poco menos que indefensos a los acusados, redujo de manera considerable el número de ejecuciones.

En realidad los organismos imaginados para dar una apariencia legal a esa persecución al adversario político revestían parecidas características en los dos bandos. Tanto los tribunales militares como los populares estaban en su mayoría en manos de personas que no eran jueces; si acaso cabe adivinar un carácter más sistemático y uniforme en los primeros que en los segundos, dada su composición. La justicia militar redujo a residual a la restante en el bando sublevado adquiriendo una desmesurada aplicación. Para medir el carácter jurídico de sus decisiones baste recordar que cuando en octubre de 1936 se creó un Alto Tribunal de Justicia Militar sólo uno de sus miembros debía ser necesariamente jurista; el defensor en los juicios militares debía pertenecer a esta profesión pero no necesariamente ser letrado. En agosto se habían creado en la zona contraria los tribunales populares en los que sólo tres miembros eran funcionarios judiciales, mientras que 14 representaban a los partidos pertenecientes al Frente Popular; luego el número de estos últimos disminuyó. Pero ni siquiera en la etapa en que fue ministro de justicia el nacionalista vasco Irujo, que en otros terrenos trató de hacer desaparecer la manifiesta violación de las normas legales, hubo un cambio significativo. Ha habido quien ha tratado de establecer una distinción entre el terror practicado en la zona frentepopulista y la sublevada: el primero habría sido espontáneo y descontrolado y, sobre todo, se habría producido a posteriori ante la impotencia de las autoridades que hubieran querido reprimirlo; en cambio los sublevados lo habrían practicado de modo sistemático y previo, pues no en vano Mola había indicado que el movimiento debía ser muy violento e incluso que "es necesario propagar una atmósfera de terror".

Tal caracterización, sin embargo, no parece acertada. Desafortunadamente, el exterminio del adversario se produjo en los dos bandos y de manera espontánea a partir del momento de la sublevación, de modo que sólo a ésta cabe atribuir el momento inicial. Es cierto que hubo más declaraciones públicas condenatorias de la represión indiscriminada en la zona republicana: nadie (y menos aún nadie dotado de tanta autoridad, al menos teórica) hizo en el otro bando un discurso parecido al de Azaña en demanda de "paz, piedad y perdón". Tampoco hubo periodistas que, como Zugazagoitia, recordaran por escrito que "para juzgar a cuantos hayan delinquido disponemos de la ley", ni dirigentes políticos que pronunciaran en público las estremecedoras palabras de Prieto: "No imitéis esa conducta, os lo ruego, os lo suplico. Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia; ante los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa". Sin embargo, debe tenerse en cuenta que en el bando adversario la libertad de prensa no existía y la posibilidad de discrepancia interna era mucho menor. Por eso cuando Yagüe hizo un discurso pidiendo clemencia para el enemigo, recibió una reprimenda y una sanción no tanto por lo que había dicho sino por expresar su discrepancia. Es también significativo que las palabras más duras contra el terror hayan sido las de un obispo, el de Pamplona, Olaechea, como si a ellos se reservara estas recomendaciones: "Nosotros no podemos ser como nuestros hermanos de la otra banda; esos hermanos ciegos, envenenados que odian, que no saben de perdón".

Resulta importante señalar que la protesta ante esa represión quedara confinada a menudo a la intimidad de los diarios personales. "Dios mío, qué arriesgado es juzgar a los hombres en un ambiente de pasión, de ira, de revancha y de miedo contenido", comentaba en su diario Jorge Vigón, futuro personaje del franquismo. "Dios quiera librarnos pronto de estas pesadillas y restituirnos a una normalidad donde la vida humana tenga un valor inestimable", escribió el Conde de Rodezno en el suyo. Aunque haya diferencias entre el terror de uno y otro bando lo que fundamentalmente llama la atención es la profunda similitud del practicado por las dos Españas enfrentadas en guerra. Las verdaderas diferencias residen en las actitudes personales, producto de sensibilidades diferentes que podían darse por igual en los dos bandos. Respecto de los destinatarios de la represión puede, en principio, aceptarse lo que escribió Azaña: "En el territorio ocupado por los nacionalistas fusilaban a los francmasones, a los profesores de universidad y a los maestros de escuela tildados de izquierdistas, a una docena de generales que se habían negado a secundar el alzamiento, a los diputados y ex-diputados republicanos y socialistas, a gobernadores, alcaldes y una cantidad difícilmente numerable de personas desconocidas; en el territorio dependiente del Gobierno de la República caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de fascistas, políticos de significación derechista".

Llama la atención en la exacta descripción de Azaña la mención entre los destinatarios de la represión en la zona republicana de los frailes y sacerdotes. Eso explica el carácter religioso de la guerra y es confirmado por las más recientes investigaciones: por ejemplo, en provincias como Almería y Alicante las ejecuciones de miembros del clero son el 20 por 100 del total, pero hay zonas como el Maresme, en el entorno de Barcelona, en que el porcentaje llega hasta el 85 por 100, lo que resulta especialmente significativo teniendo en cuenta que la Iglesia catalana fue la más cercana a una posición colaboracionista con la República. Más adelante insistiremos en este aspecto. La violencia represiva se puede apreciar de modo preciso haciendo referencia al destino sufrido por un grupo humano reducido como era el de los representantes parlamentarios. En plena guerra los rebeldes habían ejecutado a unos 40 diputados del Frente Popular, mientras que el Frente Popular había hecho seguir el mismo trágico destino a 25 de la derecha; uno de cada cinco diputados de los dos grupos más nutridos de las Cortes (PSOE y CEDA) fueron eliminados durante la guerra: Es posible hacer un balance de la mortalidad represiva en un grupo reducido como es el Parlamento, pero sigue habiendo duras controversias acerca del volumen total de la misma y de la producida por cada uno de los bandos. Hay muchos cómputos, por supuesto, pero la mayor parte no sólo no se basan en ningún criterio de carácter científico, sino que ni lo intentan.

El primer balance general elaborado cuidadosamente fue el intentado por Ramón Salas Larrazábal a partir de las inscripciones en los registros civiles. Salas partió de la idea de que todas las muertes, antes o después, se inscribieron en los registros civiles. De acuerdo con sus datos resultaría que las ejecuciones en la zona controlada por el Frente Popular fueron alrededor de 72.500, mientras que las que tuvieron lugar en la zona sublevada fueron 35.500. Su cálculo reduce el margen de error a tan sólo el 10 por 100 sobre el total y para una visión completa de lo que significan esas cifras debe tener en cuenta que a estas últimas cifras hay que sumar las ejecuciones de la posguerra llevadas a cabo por el vencedor. Sin embargo, los estudios monográficos de carácter provincial o local muestran disparidades importantes con estas cifras. Desde un punto de vista metodológico se ha señalado que así como las inscripciones de los asesinados derechistas quedaron registrados en cualquier caso, no sucedió lo mismo en lo que respecta a los muertos del Frente Popular. En general, por tanto, de ese cómputo global se pueden considerar más atendibles los datos relativos al terror rojo que al blanco. De todas maneras, los estudios monográficos parecen mostrar que Salas sobrevaloró levemente el número de ejecuciones en la zona del Frente Popular en provincias como Córdoba y Málaga y bastante más en una región como Cataluña, donde Salas da 14.000 asesinados frente a los 9.

000 proporcionados por Solé y Vilarroya. En cuanto a las cifras de ejecuciones en la zona sublevada la infravaloración de Salas, según sus críticos, sería del 30 por 100 en la mayor parte de los casos, pero hay quien la ha hecho tres veces superior en algunas provincias como Soria y Navarra. En definitiva, no es posible ofrecer datos acerca de la represión con carácter global para toda España que sean fiables, sino tan sólo de alguna región o provincia. En Cataluña la represión de la que fueron objeto las derechas se cobró unas 9.000 víctimas, y la franquista, a medida que fue siendo ocupada la región, resultó ser de unas 3.400 personas. Estas cifras, sin embargo, resultan difícilmente extrapolables porque Cataluña fue la única región de donde pudo producirse una emigración masiva a medida que avanzaban las tropas de Franco. La única proporción no discutida por los historiadores es la que se refiere al porcentaje de muertos como consecuencia de la represión en comparación con el total de los producidos por la guerra civil: la cifra se acercaría a la mitad (casi el 48 % de acuerdo con las cifras de Salas) lo que resulta un testimonio de la barbarie de la guerra. También puede existir coincidencia entre los investigadores respecto a lo que podríamos denominar como la geografía de la represión. En realidad en las palabras de Azaña anteriormente citadas encontramos la razón de la misma. Fue en aquellas zonas en las que el miedo al adversario era, como consecuencia de la situación militar, especialmente grave, donde la represión fue más sangrienta.

El terror blanco fue muy duro en Zaragoza y Córdoba, en la primera línea de combate, así como en general en toda Andalucía y sobre todo en Málaga, donde hubo una represión previa cuando estaba controlada por el Frente Popular. El terror rojo tuvo una especial significación en tres grandes capitales (Madrid, Barcelona, Valencia) gracias a esa carencia de control inicial, pero también en zonas de combate como Teruel. Las cuestiones relativas a la represión provocada por cada uno de los dos bandos siguen siendo las más debatidas de la guerra civil en el momento actual y entre ellas resultan especialmente significativas dos: los asesinatos de Paracuellos del Jarama y el de Federico García Lorca. A ellos habrá que hacer una somera alusión. En Madrid, en los primeros días de en torno a noviembre de 1936, cuando el Gobierno abandonó la capital había unos 10.000 presos de los que un número elevado eran militares. En el período de un mes a partir del momento en que se hizo cargo una junta de Defensa, en la que Santiago Carrillo era responsable de Orden Público, hubo unas 2.400 ejecuciones sumarias en Paracuellos, en un momento en que la situación bélica era especialmente comprometida. Parece comprobado que de lo sucedido puede haber tenido responsabilidad algún elemento subordinado de Orden Público, como Serrano Poncela, quien habló por radio de la "evacuación definitiva" de los presos, y algún asesor soviético, como Koltsov.

Pero la polémica se centra sobre todo en si Carrillo tuvo conocimiento de lo que sucedía o si pudo evitarlo. Él asegura que no lo sabía y que no controlaba el entorno madrileño hasta el punto de que cuando, unos días después de la constitución de la junta, intentó trasladarse a Valencia se lo impidió una especie de guerrillero llamado el Chato de las Ventas. En cualquier caso no parece que hubiera decisión en combatir estas ejecuciones sumarias como haría después, en diciembre, el anarquista Melchor Rodríguez, responsable de las prisiones, que evitó el asalto de la de Alcalá de Henares y el traslado nocturno de presos. Como en Madrid, la situación vivida en Granada en agosto de 1936 era crítica. La ciudad había soportado la repetición de las elecciones, el incendio del diario de derechas y las dudas del general Campins hasta decidirse por la sublevación (y ser fusilado después por haber titubeado tanto tiempo); Granada fue luego sitiada durante casi un mes y bombardeada con el resultado de más de un centenar de muertos. Lorca fue asesinado en un mes en que sufrieron la misma suerte más de 500 personas. No era una persona destacada políticamente, aunque tuviera claras simpatías por la izquierda. En el mismo mes fueron ejecutados el alcalde de la ciudad, su cuñado, y buena parte de los concejales de izquierda así como media docena de catedráticos, entre ellos el rector de la Universidad. Los responsables directos de la detención de Lorca fueron el antiguo diputado de la CEDA, Ruiz Alonso, y un oficial vinculado a la represión de Casas Viejas, pero los ejecutores fueron Guardias de Asalto y no cabe la menor duda de que las autoridades supremas de la ciudad conocían lo que estaba sucediendo.

Sólo intelectuales como Rosales y Falla se atrevieron a defender al poeta. Unas horas después de su ejecución se restablecía la comunicación de la ciudad con el exterior y con ello se aliviaba la situación existente en ella. Si la guerra civil constituyó un testimonio de barbarie hubo también quienes hicieron todo lo posible por evitarla. Son muchos los casos individuales de españoles que así lo hicieron, pero puesto que potencias extranjeras jugaron un papel importante en exacerbar la dureza de la lucha, es preciso recordar que también contribuyeron a evitar el derramamiento de sangre. Determinados países hispanoamericanos, como Chile o Argentina, iniciaron durante el sitio de Madrid una política de asilo en sus representaciones diplomáticas que se generalizó y llegó a beneficiar a 11.000 personas; muchas de ellas fueron evacuadas, pero todavía en 1938 había 2.000. Se trataba de personas que no querían ser objeto de una presumible represión. No eran miembros de la "quinta columna", expresión desgraciada que utilizaba Mola para llamar a los partidarios de los sublevados en la capital que debió provocar la muerte de centenares de personas; a pesar de ello nada menos que cinco representaciones diplomáticas fueron asaltadas. Nunca en la Historia se había producido nada semejante y no fue el único testimonio de la intervención humanitaria de otras potencias en nuestra guerra. Gran Bretaña, que no practicó el asilo en su Embajada, acogió, en cambio, a 30.000 personas cuando cayó el frente Norte.

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