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Guerra civil

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"Al día siguiente del alzamiento militar -escribió Azaña cuando la guerra civil hubo terminado- el Gobierno republicano se encontró en esta situación: por un lado tenía que hacer frente al movimiento... que tomaba la ofensiva contra Madrid; y por otro a la insurrección de las masas proletarias que, sin atacar directamente al Gobierno, no le obedecían. Para combatir el fascismo querían hacer una revolución sindical. La amenaza más fuerte era, sin duda, el alzamiento militar, pero su fuerza principal venía por el momento de que las masas desmandadas dejaban inermes al Gobierno frente a los enemigos de la República". Por eso, añadía el presidente de la República, la principal misión del Gobierno a lo largo de toda la guerra civil debió ser, precisamente, "reducir aquellas masas a la disciplina". Nunca una frase ha resumido tan bien un proceso tan complicado como el que tuvo lugar a partir de julio de 1936; en definitiva, si la República fue derrotada parte de las razones residen en el hecho de que no se hubiera conseguido concluir el proceso de normalización. Dentro de nuestros conocimientos parece evidente que en la España de 1936 "la revolución real fue la respuesta a una contrarrevolución emprendida frente a una revolución supuesta" (Aróstegui). Los propios testigos presenciales así lo vieron claramente y, por ejemplo, Federica Montseny dijo que "la rebelión tuvo como consecuencia adelantar la revolución que todos ansiaban pero que nadie esperaba tan pronto".

En adelante guerra y revolución jugaron un papel antagónico o complementario según la ideología de cada uno. Lo que importa es recalcar que en los primeros momentos no fueron tan sólo los anarquistas quienes defendieron la primacía de la revolución sino que este sentimiento estaba mucho más extendido. Claridad, el diario de Largo Caballero, que acabaría siendo presidente del Consejo, lo decía textualmente: "La guerra y la revolución son una y la misma cosa, aspectos de un único fenómeno; no sólo no se excluyen y perturban mutuamente sino que se complementan y conjugan". Precisamente la evidencia y también el espectáculo de algo tan poco habitual en Europa como una revolución, fue lo que atrajo a tantos extranjeros (intelectuales, escritores, sindicalistas, políticos...) a visitar España, de la que dieron a menudo una impresión colorista pero no siempre acertada. Dos de ellos, quizá los mejores, ofrecen una visión inigualable de Barcelona de las primeras semanas de la guerra. "Parecía, escribe el primero, como si hubiéramos desembarcado en un continente diferente a todo lo que hubiéramos visto hasta el momento". En efecto, "a juzgar por su apariencia exterior (Barcelona) era una ciudad en que las clases adineradas habían dejado de existir". Todo el mundo vestía como si fuera proletario porque el sombrero o la corbata eran considerados como prendas fascistas, hasta el punto de que el sindicato de sombrereros debió protestar por esta identificación.

El tratamiento de usted había desaparecido y se respiraba una atmósfera de entusiasmo y alegría, aunque la existencia de una guerra civil se apreciara en la frecuente presencia de grupos armados, probablemente mucho más necesarios en el frente que en esa retaguardia. En las descripciones de esos dos extranjeros brilla ante todo un interés entusiasta por la novedad. Sin embargo, la realidad es que a menudo los viajeros extranjeros, amantes de las emociones fuertes, no tuvieron en cuenta los graves inconvenientes que una situación revolucionaria como ésta tuvo para los intereses del Frente Popular. Es obvio que una vez que estalló la revolución como reacción frente a la sublevación adversaria era difícilmente reversible; como también escribió Azaña, ante la revolución el Gobierno "menos que adoptarla podía reprimirla". Los organismos revolucionarios es cierto que recortaron el poder del Estado pero también lo suplieron en unos momentos difíciles. En cualquier caso lo sucedido en España poco tuvo que ver con lo acontecido en Rusia en 1917 o en Alemania en 1918. Allí la revolución engendró unos soviets o unos consejos que permitieron sustituir por completo, aunque fuera sólo temporalmente en el segundo de los casos, a la organización estatal. En España existía una pluralidad de opciones que impidió el monopolio de una sola fórmula, obligó al prorrateo del poder político y lo fragmentó gravemente; por si fuera poco no creó un único entusiasmo y menos una disciplina como la que Trotski impuso al Ejército bolchevique, sino que los entusiasmos de las diferentes opciones eran en buena medida incompatibles.

En palabras de Madariaga, el Frente Popular era "una verdadera hidra revolucionaria con una cabeza sindicalista, otra anarquista, dos comunistas y tres socialistas (amén de las cabezuelas) mordiéndose furiosamente la una a la otra". No siempre fue así, pero, como veremos, no faltaron las ocasiones en que fue literalmente cierto. También el ensayista citado ha señalado cómo la causa que representaba la República, es decir, la tradición de Francisco Giner, fue sepultada entre las Españas que representaban otros dos Franciscos, Franco y Largo Caballero. El Gobierno Giral se vio obligado a una parálisis radical motivada por una situación de la que él mismo no era culpable ni podía enfrentarse a ella. Cuando, en julio, prohibió los registros y detenciones irregulares no fue atendido, y cuando ordenó, al mes siguiente, la clausura de los edificios religiosos no hizo sino levantar acta de algo que ya sucedía. Formado el Gabinete de modo exclusivo por republicanos de izquierda, no representaba la relación de fuerzas verdaderamente existente en el Frente Popular, pero esa situación de impotencia no sólo es atribuible a ese Gabinete sino también al siguiente. Cuando el Gobierno de Largo Caballero quiso abandonar Madrid ante la amenaza de las tropas de Franco, algunos ministros fueron obligados a retroceder en Tarancón por la imperiosa fuerza de las armas; sucedía, así, que "a un tiro de fusil" de la capital su autoridad "se extinguía y la suplantaban los jefes de columna y los sargentos de piquete" (Zugazagoitia).

Lo sucedido era que frente a un Gobierno cuyo mayor mérito era impedir la existencia de un poder paralelo en Madrid y mantener ante el exterior la fachada de las instituciones republicanas, se había producido, en primer lugar, "una oleada de consejismo" que pulverizó el poder político. El "orden republicano antiguo -escribió melancólicamente Azaña- pudo ser reemplazado por otro, revolucionario (pero) no lo fue y no hubo así más que impotencia y barullo". Siguiendo una larga tradición histórica española que se remonta hasta la guerra de la Independencia, cada región (o incluso cada provincia y cada localidad) presenció la constitución de juntas y consejos que, a modo de cantones, actuaron de manera virtualmente autónoma. Un recorrido por la geografía controlada por el Frente Popular demuestra que no hay exageración en estas palabras. En el mismo Madrid la salida del Gobierno provocó la creación de una junta. En Valencia, destinataria de aquél, hubo en los primeros momentos dos poderes, el Comité Ejecutivo Popular, formado con representaciones políticas y sindicales, y la junta delegada del Gobierno, nombrada por éste. En Barcelona las armas logradas por la CNT provocaron que el Comité de Milicias Antifascistas redujera a la Generalitat, en los primeros momentos, a la condición de mera sancionadora de decisiones que no tomaba; a su vez la Generalitat pretendió hacer crecer su poder a expensas de la Administración central, asumiendo, por ejemplo, las aduanas y el comercio exterior y pretendiendo que sólo fueran válidas las medidas que ella misma ratificara.

En Asturias hubo inicialmente dos Comités, el de Gijón, anarquista, y el de Sama de Langreo, socialista. El Consejo de Aragón, formado gracias a las columnas anarquistas procedentes de Cataluña, tuvo una especie de consejo de ministros propio. Incluso en un medio más reducido que éste de carácter regional hay testimonios de esta fragmentación del poder político. Hubo un momento en que en la provincia de Guipúzcoa hubo tres juntas. En cada población las autoridades municipales fueron sustituidas por otras que eran el resultado del reparto de influencias, más o menos fiel a la realidad, de los grupos pertenecientes al Frente Popular: en Castellón, por ejemplo, las labores municipales fueron asumidas por un comité con 14 miembros de CNT, siete de UGT, siete del POUM y siete republicanos. "Nunca se conocerá con seguridad la magnitud de nuestras pérdidas durante aquellos días, dada nuestra gran inexperiencia y lo poco versados que estamos en el arte de la guerra", ha escrito Tagüeña, uno de los mejores militares republicanos. En efecto, la revolución supuso la ineficacia militar en los primeros meses de la guerra, de modo que de nada sirvió que las fuerzas fueran equilibradas el 18 de julio, porque la realidad es que en la zona del Frente Popular no sólo se descompuso la maquinaria del Estado sino que incluso desapareció el Ejército organizado, siendo sustituido por una mezcolanza de milicias políticas y sindicales junto a unidades del Ejército que ya no conservaban sus mandos naturales.

Azaña cuenta, indignado, como prueba de que "las masas alucinadas destruían los últimos restos de la maquinaria militar que iba a hacer tanta falta", lo sucedido en Valencia donde se vendieron a los gitanos los caballos de un regimiento. La indisciplina hizo frecuente que los milicianos madrileños combatieran unas horas para luego volver a dormir a sus hogares. Las columnas anarquistas tenían nombres sonoros que correspondían poco con su eficacia. Se puede calcular la indignación con la que el general Rojo, principal inspirador de las operaciones militares en el Frente Popular, denuncia hechos como haber encontrado a soldados del frente de Aragón que jugaban al fútbol con el adversario mientras que los oficiales llevaban su graduación pintada a pecho descubierto sobre la tetilla; se entiende que los describiera más como cazadores que como combatientes regulares. En esas circunstancias, cuando ni siquiera Rojo era capaz de saber qué efectivos tenía en el frente y menos aún dónde estaban, necesariamente la ventaja o la igualdad de partida lograda por el Frente Popular estaba condenada a disiparse. Así se entiende también que no existiera ni unidad en los propósitos, ni selección de prioridades en el bando frentepopulista, que atendiendo al desarrollo de las operaciones iniciales de la guerra pareció más interesado en conquistar pequeños pueblos aragoneses que en evitar que Franco cruzara el Estrecho de Gibraltar.

La importancia de la revolución acontecida en la zona controlada por el Frente Popular rebasa este aspecto militar y político de directa e inmediata influencia sobre el desarrollo de las operaciones. Hay otro aspecto que en el pasado inmediato y en el momento del desarrollo de los acontecimientos despertó el interés de los extranjeros que visitaron España para solidarizarse con la revolución aquí existente: el económico-social. Además, en una época muy posterior, durante los años sesenta y setenta, fue muy habitual considerar que en España se había dado el primer y único caso de revolución anarquista llevada a la práctica con la posible excepción de la Ucrania de la etapa bolchevique. Incluso quienes defendieron fórmulas de "socialismo autogestionario y descentralizado" no relacionadas propiamente con el anarquismo pensaron que el caso español revestía un interés ejemplar. Sin embargo, lo cierto es que hasta fechas recientes no se ha iniciado una labor de investigación monográfica e incluso la realizada ahora tampoco permite ofrecer un balance completo de lo sucedido. La razón estriba en que la literatura propagandística de la revolución realizada es poco proclive a ofrecer datos concretos. Sin embargo, cabe establecer algunas conclusiones generales que pueden precisarse para aquellas zonas de las que tenemos un conocimiento más detallado. En primer lugar, ha de partirse del hecho de que la colectivización no fue un fenómeno impuesto por una organización política o sindical en la mayor parte de los casos, sino espontáneo.

La excepción podría estar constituida por el campo aragonés, donde no existía un sindicalismo organizado y fueron las columnas anarquistas procedentes de Cataluña las que impusieron la revolución. Por otro lado, no se puede decir que la revolución, es decir, las colectivizaciones, partieran por completo de cero: aparte de la experiencia del intento revolucionario asturiano había también la de los arrendamientos colectivos de la tierra, que en algunas provincias (Jaén) habían tenido una importancia destacada. Tampoco cabe identificar la revolución exclusivamente con los anarquistas, puesto que en ella colaboró con entusiasmo la UGT. Por lo demás fue muy característico del proceso revolucionario una enorme variedad de fórmulas, incluso en distancias cortas. En todo caso, la tendencia fue que la espontaneidad revolucionaria se fuera sustituyendo por el centralismo y la autoridad estatal. El volumen del proceso colectivizador es muy difícil de calcular entre otros motivos porque el número de colectivizaciones oscila entre 1.300 y 2.300 según los cómputos. De todas maneras es difícil exagerar la importancia del proceso y para demostrarlo basta con citar dos datos fiables: según fuentes anarquistas 3.000.000 de personas habrían participado en el proceso colectivizador agrario, y según cifras oficiales de 1938, relativas a sólo una parte de la zona controlada por el Frente Popular, habrían sido expropiadas 5.500.000 hectáreas, que suponían el 40 por 100 de la superficie útil, aunque no todas ellas fueron colectivizadas.

De ser así, resultaría que el cambio de propiedad de la tierra durante la revolución española habría sido superior a la primera etapa de la revolución soviética. Con todo, la impresión de variedad resulta predominante, del tal manera que ese porcentaje global significa muy poco. En Cataluña y Valencia la colectivización agraria parece haber sido un fenómeno marginal: en la primera región habría afectado tan sólo a 66 de más de 1.000 municipios, y en la segunda, el porcentaje fue del 13 por 100 en Valencia y del 5 por 100 en Castellón. La forma de propiedad y la propia ansia del campesino de tenerla y explotarla individualmente impidieron o dificultaron las colectivizaciones. En cambio, en otras regiones los porcentajes de tierra que cambiaron de dueño fueron muy superiores. La tierra expropiada en Ciudad Real fue el 56 por 100 del total y en Albacete el 33 por 100, pero el porcentaje resultó todavía mayor (65 por 100) en Jaén donde, además, el 90 por 100 fue colectivizado. El ritmo de la revolución agraria varió también, pues si fue rápido en Málaga, Córdoba y Jaén, resultó mucho más lento en Granada y Almería. Idéntica sensación de variedad da la significación política de las colectivizaciones. Aragón fue la única región en que, siendo importante la colectivización, parece haber tenido un claro predominio la CNT que dominaba el doble de ayuntamientos que la UGT. Aunque la colectivización pudiera ser espontánea en algunos casos, fue generalmente impuesta en una región donde el electorado mayoritariamente era republicano o católico.

Durruti, el principal dirigente anarquista, no ocultaba esta realidad cuando afirmó que "es ley de vida que los ejércitos vivan sobre el terreno que han conquistado", y alguno de sus colaboradores no tuvo inconveniente en justificar la "justicia instintiva", como si de esta manera quisiera mostrar su aceptación de la violencia. Caspe, capital del Consejo de Aragón, tenía antes de la llegada de las columnas anarquistas una significación netamente conservadora; en cambio, el 75 por 100 de la población pudo llegar a vivir en esas colectividades. En Valencia hubo una enorme diferencia entre las poblaciones que tenían una larga tradición anarquista, como Alcoy y Elda, y aquellas que no la tenían. La mayor parte de las colectividades fueron de la CNT (cuatro veces más que las de UGT), pero, como se ha dicho, el fenómeno tuvo unos efectos restringidos. Frente a lo que en principio podría pensarse, en Andalucía la UGT tuvo tanta importancia en las colectivizaciones como los anarquistas. En Jaén un tercio de las mismas eran exclusivamente de la central socialista, mientras que de la CNT fueron el 18 por 100 y un 17 por 100 eran mixtas UGT-CNT, una fórmula muy habitual. En el resto de Andalucía había mayor equilibrio entre las dos centrales sindicales. Si la composición política variaba, también lo hacía la forma de explotación. De ello pueden haber sido culpables principalmente los anarquistas, que no en vano habían declarado que en el momento de llegar la revolución "cada cual propiciará la forma de convivencia social que más le agrade".

Algún viajero extranjero, como Borkenau, describe casos en que el anarquismo organizó unas comunas primitivas autosuficientes, gobernadas por una especie de soviet campesino, que cuando necesitaban un producto recurrían al simple trueque con un pueblo de la vecindad. Fue bastante frecuente la supresión del dinero o incluso la prohibición de bebidas alcohólicas y el cierre del bar. Sin embargo estas fórmulas no se dieron siempre. También hubo casos en que la tierra era en parte explotada individualmente y en parte de modo colectivo. Parece haber sido bastante habitual la existencia de dos organismos de gobierno, una asamblea general y un consejo o comité más reducido. Idéntica variedad parece haberse dado no sólo en el ámbito rural sino también en el urbano. Es muy posible que tres cuartas partes de la población obrera barcelonesa trabajara en centros colectivizados, mientras que la mitad lo hacía en Valencia y un tercio en Madrid; en Asturias la colectivización industrial fue muy importante, pero no tanto en el País Vasco. De la forma concreta de trabajo en las fábricas no tenemos noticias precisas y generalizables. Hubo, por supuesto, una práctica desaparición de los patronos y una mediatización evidente por parte de los sindicatos, pero las fórmulas precisas de explotación sólo pueden ser adivinadas, teniendo en cuenta que las autoridades (en este caso, la Generalitat) fueron imponiendo progresivamente fórmulas jurídicas más concretas que facilitaban su control.

En octubre de 1936 fueron colectivizadas todas las fábricas de más de 100 trabajadores, las que hubieran sido abandonadas por sus dueños o aquellas en donde éste fuera partidario de los rebeldes, pero siguieron subsistiendo empresas privadas de menor tamaño y con control sindical. En realidad, por esta misma fecha, esta tendencia rectificadora del proceso revolucionario se producía también en el resto de la Península. Uribe, el ministro de Agricultura comunista en el Gabinete de Largo Caballero, denunció que en los primeros meses no se había trabajado la tierra y trató de reducir las expropiaciones a tan sólo aquellas tierras cuyo dueño fuera "fascista"; aunque resultó imposible dar marcha atrás, en adelante las autoridades mantuvieron una actitud claramente proclive a los pequeños propietarios La importancia de la revolución económica y social que tuvo lugar en zona controlada por el Frente Popular durante las primeras semanas de la guerra civil difícilmente puede ser exagerada. No se trata aquí de hacer una descripción de la evolución económica, pues a ella nos referiremos más adelante, pero sí de adelantar, que siendo en este caso mucho más difícil hacer un balance que el esbozado líneas atrás, acerca de la revolución política, hay indicios de que el efecto pudo ser parecido. El propio interés de los responsables del Gobierno central o de la Generalitat por controlar la agricultura y la industria lo demuestran y es obvio que la pretendida autosuficiencia de las colectivizaciones no ayudaba al esfuerzo bélico. Sin duda pudo haber un número más o menos alto de ellas que fueron bien administradas, incluso a pesar de las dificultades gravísimas impuestas por la guerra, pero en las industrias clave, como la de armamento, acabó por producirse una rigurosa centralización. Aunque su ideología puede haber influido en la dureza de su juicio, conviene recordar que un testigo tan cualificado como Azaña escribió que "después de los italianos y los alemanes no han tenido los nacionalistas mejor auxiliar que todos aquellos creadores de una economía dirigida o, más bien, secuestrada por los sindicatos".

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