Compartir


Datos principales


Rango

Segunda República

Desarrollo


La aprobación de los polémicos artículos 26 y 27 de la Constitución abrió el camino a una serie de leyes y decretos con los que la izquierda gobernante buscaba imponer las pautas para la secularización legal del Estado. Aunque la oposición católica tachó estas medidas de legislación sectaria, lo cierto es que eran básicas en el programa reformista y venían dictadas por el carácter laico del régimen. Producida la separación entre la Iglesia y el Estado, era preciso que éste asumiera aquellas funciones administrativas y sociales que la Iglesia se había arrogado tradicionalmente en razón de su propia identificación con el Estado monárquico. Otra cosa es que esto hubiera debido hacerse con mayor tacto, o con ánimo menos propicio a la revancha. La inclusión de medidas manifiestamente anticlericales en el texto constitucional y los apasionados debates que ello originó dieron una dimensión excesiva a un problema que debía haberse relegado a una regulación legal posterior y más específica. La reforma religiosa, enmarcada en el plano más amplio de las relaciones Iglesia Estado, se centró básicamente en cuatro puntos: secularización de los usos sociales; control estatal sobre las actividades de las asociaciones religiosas; reversión al patrimonio nacional de una parte de los bienes eclesiásticos; y eliminación de la influencia del clero en el sistema educativo. Las principales medidas legales fueron: a) El decreto de disolución de la Compañía de Jesús, de 23 de enero de 1932.

El Gobierno se limitó a dar de baja a la Compañía como asociación con personalidad jurídica en España, a disolver sus comunidades y a nacionalizar parte de sus bienes, especialmente colegios y residencias, que pasaron a ser administradas por un Patronato. Contra lo que se ha dicho a veces, no se trató de una nueva expulsión de los jesuitas. Los miembros de la Compañía pudieron seguir ejerciendo su ministerio en el país, pero sin vinculación a una Orden que por su disciplina y capacidad y por su cuarto voto especial de obediencia al Papa era considerada por los republicanos como altamente nociva para los intereses nacionales. b) El Decreto de secularización de los cementerios, firmado el 30 de enero de 1932, establecía la propiedad municipal de las necrópolis -hasta entonces muchas de ellas administradas por iglesias parroquiales o cofradías sacramentales, que en adelante deberían ser comunes para todas las confesiones, y se unificaba los enterramientos civiles y religiosos. Los entierros católicos, como manifestaciones públicas de culto, serían regulados por las autoridades locales, que podrían prohibirlos o gravarlos con impuestos. La aplicación de esta medida y de otras parecidas -como la retirada de Crucifijos de las aulas escolares, la supresión del Cuerpo Eclesiástico del Ejército, o la anulación de los honores militares al Santísimo Sacramento a su paso por las calles- buscaban adecuar al carácter laico del Estado ciertos usos tradicionales, que servían al clero para reforzar su poder moral sobre la sociedad, pero ofendieron a los católicos, acostumbrados a la protección oficial de su culto.

c) La Ley de Divorcio, de 2 de febrero de 1932. También aquí se trataba de que el Estado asumiera una competencia civil que le atribuía la Constitución, la disolución del contrato matrimonial, que hasta entonces constituía un abusivo monopolio del clero católico. Pero el divorcio, combatido por la Iglesia y mal visto por la mayoría de la población, socialmente conservadora, fue un recurso poco utilizado: en sus dos primeros años de aplicación sólo se presentaron 7.059 demandas y se dictaron unas 3.500 sentencias favorables, lo que arrojaría un porcentaje ínfimo de 0,09 divorcios anuales por cada mil habitantes. d) La Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, aprobada por las Cortes el 2 de junio de 1933, y reglamentada por un Decreto de 27 de julio. Desarrollaba los preceptos constitucionales acerca del control estatal sobre todas las confesiones pero, como era inevitable, afectaba especialmente a los intereses de la Iglesia católica: regulación de las órdenes y congregaciones religiosas, que deberían inscribirse en un Registro especial del Ministerio de Justicia, y reglamentación del culto público; supresión de los subsidios oficiales y nacionalización de parte del patrimonio eclesiástico, templos, seminarios, monasterios y demás lugares destinados al culto religioso, aunque la Iglesia podría seguir utilizándolos a tal fin; atribución al Estado de la potestad de vetar los nombramientos de jerarquías religiosas que considerase inadecuados, etc.

Atacaba además la base del sistema educativo católico al decretar el cierre de los centros de enseñanza de la Iglesia, con excepción de los seminarios. Los legisladores, excesivamente apresurados en este punto, fijaron el 31 de diciembre de ese año como fecha tope para el cese de las actividades docentes de los religiosos. La Iglesia católica poseía 295 centros de Segunda Enseñanza, con 20.684 alumnos y 4.965 de Enseñanza Primaria, donde estudiaban 352.004 escolares. El Gobierno confiaba en levantar en pocos meses 7.000 escuelas públicas y 20 institutos nacionales de Bachillerato, que paliasen los efectos del cierre inmediato de los centros religiosos, sobre todo en el medio rural, y seguir luego creando escuelas a un ritmo de 4.000 por año. En la Enseñanza Media, la sustitución se realizó sin grandes problemas, pero no sucedió lo mismo con la Primaria. Aunque se improvisaron unos 10.000 maestros mediante cursillos especiales, fueron muchos los Ayuntamientos que por falta de voluntad o de medios no abrieron nuevas escuelas, lo que originó una considerable incertidumbre en numerosas familias. Por fin, cuando se aproximaba el término del plazo legal para el cierre de los centros religiosos, se produjo la derrota electoral de la izquierda, y los nuevos gobernantes radicales suspendieron la aplicación de la Ley de Congregaciones, lo que permitió a la Iglesia mantener abiertos sus establecimientos docentes. La respuesta de los medios católicos a este cúmulo de medidas secularizadoras fue progresivamente intolerante, sobre todo en lo que afectaba a los privilegios jurídicos y económicos del clero y a su ámbito educativo.

La mayor oposición se produjo ante la Ley de Congregaciones, que reforzó la posición del sector más combativo del clero en unos momentos en que la coalición gubernamental estaba en crisis y la derecha política en pleno ascenso. La carta episcopal de 25 de mayo de 1933, encabezada por el cardenal Vidal i Barraquer, condenaba todas las ingerencias y restricciones con que "esta ley de agresiva excepción pone a la Iglesia bajo el dominio del poder civil", y llamaba a la movilización política de los católicos contra todo lo que "amenazara a los derechos integrales de la Iglesia". El propio papa Pío XI dedicó la encíclica Dilectísima Nobis (3 de junio) a "condenar el espíritu anticristiano del régimen español", afirmando que la Ley de Congregaciones "nunca podrá ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia" y animando a la unión de los católicos contra la República: "ante la amenaza de daños tan enormes, recomendamos vivamente a los católicos de España que, dejando a un lado recriminaciones y lamentos y subordinando al bien común de la patria y de la religión todo otro ideal, se unan todos, disciplinados, para la defensa de la fe y para alejar los peligros que amenazan a la misma sociedad civil". Estas y otras manifestaciones de ruptura, así como las incendiarias prédicas de los diputados derechistas en las Cortes, acentuaron en los católicos un reflejo de persecución y dotaron a la actividad antirreformista de la oposición conservadora de un cierto aire de cruzada, hasta el punto de ser la movilización religiosa del electorado una de las causas de la recuperación de la derecha no republicana en las elecciones de noviembre de 1933.

Obras relacionadas


Contenidos relacionados