La crisis de 1917

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Rango

Alfonso XIII

Desarrollo


La cuestión social experimentó un cambio sustancial a partir de la Primera Guerra Mundial. Por vez primera los sindicatos fueron de masas y pudieron pretender hacer una huelga general efectiva. En el momento del estallido de la guerra la UGT tenía ya unos 150.000 afiliados y la CNT, aunque concentraba los suyos en Cataluña, estaba por encima de esta cifra. La protesta obrera, que en sus inicios tuvo un tono espontáneo, provocada por el incremento en los precios, arreció y fue encauzada por los sindicatos, que la vertebraron en conflictos que por vez primera tuvieron una dimensión nacional. Además, la tradicional enemistad entre el sector socialista y el anarquista pareció poder superarse cuando en 1916 ambos sindicatos empezaron a colaborar. Una nueva generación de dirigentes sindicales empezó a tener su primer protagonismo en estos momentos de un modo que resultaría ya irreversible. El hecho resultó especialmente significativo en el partido socialista que, en realidad, compartió su dirección con la UGT. Pero si la gravedad de la situación económica afectaba a las clases humildes también puede decirse lo mismo de las clases medias profesionales vinculadas con la administración. Entre ellos, por descontado, le correspondió un papel de primera importancia al Ejército. Los factores de crisis social incidieron sin duda en la protesta militar que se puso en marcha durante el primer semestre de 1916, en parte como protesta ante el sistema político, pero también por la incapacidad de la oficialidad de soportar los fuertes incrementos de los precios.

Por tanto, el gobierno de García Prieto hubo de enfrentarse con dos problemas fundamentales que llevarían más tarde a la revolución de 1917: la protesta social y la de los militares. Para el sistema político de la Restauración, a pesar de la gravedad de la protesta sindical, probablemente era más crucial todavía la protesta del Ejército dado el papel de éste en la monarquía alfonsina. Como consecuencia del desastre del 98, el Ejército español era un organismo monstruoso debido a la inflación sufrida por el cuerpo de oficiales. En Francia, por ejemplo, existían 29.000 oficiales para medio millón de soldados, mientras que en España las cifras respectivas eran 16.000 y 80.000 respectivamente. Las insuficiencias económicas hacían que el pago a la oficialidad supusiera nada menos que el 60% del total del presupuesto. Además, en realidad, existían dos tipos de ejército: uno peninsular, burocratizado y poco eficaz en términos militares, y otro, el africano, al que se le hacían importantes concesiones en cuanto a los ascensos por méritos de guerra, pero que sin duda era el más valioso. También existían enfrentamientos entre las armas que exigían mayores conocimientos técnicos y la Infantería. Si las clases obreras sufrieron el impacto del alza de los precios igual sucedió con todos los empleados de la administración y, entre ellos, los militares. La protesta militar la protagonizó el burocratizado ejército peninsular y tuvo su origen en unas pruebas de aptitud para el mando que se quiso imponer a la oficialidad durante el primer trimestre de 1916.

Esta medida formaba parte de un programa que pretendía incrementar la eficiencia técnica del Ejército. Aparecieron entonces las Juntas de Defensa militares, dirigidas por coroneles y creadas para representar sus intereses. Protestaban contra los ascensos por méritos de guerra y la situación económica del ejército. El coronel Márquez, un personaje bienintencionado pero carente de conocimientos, fue su dirigente y, desde Barcelona, consiguió que en plazo breve de tiempo las Juntas de Defensa se extendieran a la mayor parte de las guarniciones peninsulares. El movimiento de las Juntas fue bien recibido e incluso imitado, ya que otros sectores de la administración tenían sus reclamaciones por situaciones semejantes. Las personas o los grupos que desde hacía tiempo habían ansiado una regeneración política vieron en los militares un posible instrumento de ella, sin tener en cuenta que, reintroducidos los militares en la vida pública, resultaría muy difícil hacerles salir de ella. En realidad, las Juntas representaban mucho menos de renovación de lo que parecían pensar Ortega y Gasset o Cambó en un primer momento. La actitud de Romanones primero y de García Prieto después, fue dubitativa y confusa. Las Juntas fueron aceptadas en un principio, pero luego Romanones, consciente de que podían crear dificultades, ordenó su disolución que estuvo lejos de cumplirse. Cuando gobernaba ya García Prieto, su ministro de la Guerra, el general Aguilera, persona enérgica pero carente de altura intelectual, ordenó de nuevo su disolución e incluso la detención de los junteros.

Pero éstos, con el apoyo de la mayoría de las guarniciones, lograron imponerse al gobierno. Alfonso XIII, que en un principio había precavido a Romanones de la existencia del movimiento militar y había sugerido su disolución, hubo de ponerse en contacto con las Juntas. A principios de junio de 1917 intentaron imponer a García Prieto el reconocimiento de su existencia, pero como éste se negó a admitirla hubo de dejar el poder. Una vez más el partido liberal fue incapaz de hacer frente a la protesta militar tal y como había sucedido en 1905, lo que demuestra la debilidad de la política civil del período. Dado el papel que el ejército había desempeñado en el origen de la monarquía de la Restauración, con su protesta causó graves dificultades, como nunca habían existido con anterioridad, hasta poner en peligro el sistema político mismo. Entonces, el rey llamó a formar gobierno a Dato que, con un equipo conservador, suspendió las garantías constitucionales, sometió la prensa a censura y aceptó el reglamento de las Juntas. Con las dos primeras medidas trataba de evitar los efectos más perniciosos de la protesta militar, pero provocó con ello la indignación de los sectores que se presentaban como renovadores. El nombramiento de Eduardo Dato tenía su justificación, dada la incapacidad de los liberales para resolver el problema militar. Siempre durante la Restauración fue habitual la rotación en el poder de los partidos políticos cuando existían problemas aparentemente irresolubles.

Pero en esta ocasión la solución de Dato no sirvió porque, como la protesta era grave, la carencia de libertades multiplicó su intensidad y al mismo tiempo imposibilitó que el gobierno la percibiera. Una nueva protesta, la política, vino entonces a sumarse a las otras: ya que Dato no quería abrir las Cortes, Cambó, que fue su principal animador, organizó en Barcelona, para los primeros días de julio, una Asamblea de Parlamentarios. Con ello pretendía presionar al poder procurando una regeneración política con el concurso de todos los grupos políticos. En efecto, el programa de los asambleístas era básicamente político: formación de un gobierno provisional y convocatoria de Cortes Constituyentes. La asamblea tuvo una participación reducida (menos de una décima parte del total de parlamentarios) y un tono izquierdista (acudieron los diputados catalanes de todas las significaciones, los republicanos, Melquíades Álvarez y Pablo Iglesias). Cambó hubiera querido sumar a todos estos sectores a un Antonio Maura que hubiera representado a la derecha y que era, además, el político más prestigioso de la España de la época. Mientras la asamblea estuvo en fase preparatoria y sin trascendencia pública el gobierno dejó hacer, pero cuando se reunió el 19 de julio fue disuelta inmediatamente aunque sin violencia. Cuando tuvieron lugar estos acontecimientos se había manifestado ya de forma clara la heterogeneidad de los protestatarios.

En efecto, después de reunida la asamblea, los movimientos obreros pasaron a protagonizar de forma más relevante la acción contra el gobierno y éste mantuvo también una actitud aparentemente pasiva. Un conflicto social de los ferroviarios que había tenido lugar en Valencia al mismo tiempo que la asamblea de parlamentarios no se solucionó, por lo que el 9 de agosto todo el sindicato ferroviario de UGT decidió ir a la huelga y en días sucesivos todo el sindicato socialista se lanzó a la huelga general. En efecto, el socialismo fue el gran protagonista de los sucesos del 10 al 13 de agosto. La huelga de agosto dio lugar a graves incidentes que provocaron más de setenta muertos en toda la Península y unos 2.000 detenidos. Sin embargo, resultó un fracaso, ya que únicamente los socialistas la siguieron y ni siquiera todos ellos, ni tan siquiera todos los ferroviarios. Los propios dirigentes socialistas dieron mucho más la sensación de ser dominados por los acontecimientos que de regirlos ellos mismos. Lo que resultó evidente es que el Ejército, que podía haber sido considerado como un elemento renovador, se oponía de manera radical a la revolución social. Artículos periodísticos de diputados republicanos defendiendo la indisciplina de los soldados provocaron la inmediata prevención de la oficialidad. Márquez empleó su propio regimiento para ir contra los amotinados durante los sucesos revolucionarios de agosto en Sabadell y el capitán general de Cataluña no tuvo el menor inconveniente en violar la inmunidad parlamentaria de un diputado republicano deteniéndole.

Las enseñanzas a extraer de los sucesos de 1917 son varias. En primer lugar, el sistema político vigente era tímido ante los deseos de reforma de la sociedad y no satisfacía a los sectores renovadores. Su respuesta habitual consistía en la pasividad y en dejar pasar el tiempo más que en tomar la iniciativa de la reforma. En cambio, cuando el movimiento hubo sido derrotado se hizo patente que la Restauración era liberal, pues fue moderada en la represión. En segundo lugar, resultaba patente que los sectores renovadores estaban de acuerdo en ir en contra del sistema, pero diferían entre sí mismos respecto al contenido de la misma. Es evidente que el ejército, los parlamentarios y los obreros carecían de objetivos comunes, pero lo que realmente arruinó la coyuntura reformista de 1917 fue la indecisión y el confusionismo de los militares, por un lado y, por otro, el rumbo revolucionario adoptado por el movimiento obrero quizá en contra de sus propios dirigentes. Los sucesos de 1917 tuvieron importantes consecuencias. No deben, sin embargo, exagerarse: ni la Restauración quedó herida de muerte a partir de este momento, ni hubo ninguna posibilidad de que se planteara una verdadera revolución social, ni cabe considerar a la Asamblea de Parlamentarios como una revolución burguesa. Si es cierto que en adelante dio la sensación de que el viejo equilibrio se había roto, al mismo tiempo no había nacido uno nuevo.

En realidad, los años que siguieron presenciaron el mantenimiento de una crisis de transición con un conjunto de sectores empeñados en producir un cambio, pero incapaces de imponerlo de manera definitiva. De ahí la validez del título del libro de José Ortega y Gasset, La España invertebrada. A corto plazo puede pensarse que el triunfador fue el gobierno de Eduardo Dato, que había logrado separar y enfrentar a sus adversarios, algo sin embargo que hubiera acabado produciéndose de cualquier manera. Pero a tan sólo dos meses de la victoria de la intentona revolucionaria, uno de los vencedores (el Ejército) acabó con la vida de otro (el gobierno de Dato), provocando una crisis política difícil de resolver.

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