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La decepción y la tristeza sustituyeron en el ánimo popular al entusiasmo nacionalista predominante en los primeros momentos del conflicto con los Estados Unidos. El sentimiento de frustración, intenso, profundo y duradero, no tuvo, sin embargo, traducción política. Las fuerzas de oposición al sistema -republicanos, socialistas y carlistas- no supieron o no pudieron aprovecharlo. Los republicanos habían optado en 1896 por el retraimiento electoral, no tanto como táctica revolucionaria sino a causa de la conciencia de su debilidad, tras la liquidación del partido de Castelar, la muerte de Ruiz Zorrilla, en 1895 -y la consiguiente escisión del partido progresista-, y la falta de acuerdo entre ellos sobre la política colonial. A través de la prensa, trataron de responsabilizar al gobierno de los sucesos cubanos. En 1898, ya en las Cortes, Salmerón apuntó hacia la monarquía como principal responsable, lo mismo que haría Castelar en la última campaña política de su vida. Pero todo ello no redundó en hacer que aparecieran como una posible alternativa, fundamentalmente porque se manifestaron tan nacionalistas, militaristas y colonialistas como los monárquicos. Como ha escrito Carlos Serrano, "los republicanos no consiguieron elaborar una estrategia que les permitiera canalizar a su favor el creciente malestar engendrado por las guerras, sino que, por el contrario, quisieron ser más y mejores que los monárquicos, pero en su propio terreno, en lugar de parecer otros".

El problema es si tal estrategia era posible; el escaso eco encontrado por Pi y Margall que, a partir de 1896, se orientó hacia el pacifismo y la renuncia a las colonias, permite dudarlo, al menos. El descontento popular, donde existió y se manifestó públicamente, estaba ocasionado, sobre todo, por problemas de subsistencias y por el encarecimiento de la vida. En la opinión popular la injusticia de la discriminación en el servicio militar, a causa de la redención a metálico -denunciada por los socialistas en su campaña a favor de que a la guerra fueran todos o ninguno- jugaba en contra del régimen, pero a su favor estaba, por encima de todo, el patriotismo, la defensa del honor nacional amenazado y la identificación de la monarquía con la patria en un momento de agresión exterior. Los carlistas, como ha escrito Jordi Canal, "esperaban el desprestigio y desmoronamiento de la Regencia para aparecer como alternativa salvadora". Atendieron más a la organización militar que a la política. Conspiraron pero sin verdadera confianza ni decisión y las sublevaciones que se terminaron produciendo en 1900 -un intento de asalto al cuartel de la Guardia Civil de Badalona por una partida de 60 hombres, y otras acciones menores en Cataluña y el País Valenciano- resultaron un completo fracaso. El partido conservador fue llamado a gobernar en marzo de 1899 cuando la situación del partido liberal en el poder se hizo insostenible por la disidencia de Gamazo.

Fue sin duda un alivio para Sagasta a quien le había tocado estar al frente del Estado en los amargos días del 98. Francisco Silvela, heredero de Cánovas al frente del partido conservador, sería el nuevo presidente del gobierno. Silvela, que desde tiempo atrás se había manifestado convencido de la necesidad de llevar a cabo la "profunda modificación en nuestra manera de ser social", conectó perfectamente con el ansia de regeneración presente en aquellos momentos en la sociedad española. Como ha escrito Florentino Portero, "Silvela abrió un nuevo período político (...) y le dio unas determinadas señas de identidad: la regeneración desde dentro del propio sistema"; era la revolución desde arriba que años después habría de retomar Antonio Maura. En la coyuntura de 1899, Silvela trató principalmente de neutralizar la amenaza de un movimiento militar protagonizado por el general Polavieja -tarea llevada a cabo con éxito- y de integrar a los regionalistas catalanes en la política del Estado -en lo que fracasó, tras la dimisión de Durán y Bas como ministro de Gracia y Justicia-. La gestión del gobierno también fue importante por la labor de Fernández Villaverde al frente del ministerio de Hacienda -al llevar a cabo con éxito una reforma económica de carácter estabilizador, tendente a la contención de precios, la apreciación de la peseta, el equilibrio presupuestario y la ortodoxia monetaria-, y por la primera legislación social, que llevaba la firma del ministro Eduardo Dato: las leyes sobre accidentes de trabajo, y sobre el trabajo de mujeres y niños.

La principal oposición le llegó al gobierno Silvela de un movimiento social de carácter corporativo. Sus principales manifestaciones públicas fueron las Asambleas de Zaragoza (1899) y Valladolid (1900), a las que concurrieron organizaciones agrarias (las Cámaras Agrarias, que tomarían el nombre de Liga Nacional de Productores (dirigida por Joaquín Costa) y mercantiles (las Cámaras de Comercio, cuyo principal dirigente era Basilio Paraíso). Ambas organizaciones formarían la Unión Nacional, en 1900, en la que Paraíso predominó sobre Costa, y cuya principal acción fue promover una huelga de contribuyentes -es decir, la resistencia al pago de contribuciones- entre abril y julio de 1900, que terminó fracasando. La Unión se disolvió y Costa se orientó hacia el republicanismo. La razón última del fracaso de este movimiento regeneracionista por excelencia fue, como ha señalado José Varela Ortega, la inadecuación entre el fin perseguido -que el gobierno actuara según los intereses agrarios y mercantiles representados en la Unión- y los medios puestos en práctica, tanto de carácter organizativo -un grupo de presión económico en lugar de un partido político-, como táctico -empezaron quemando su último cartucho, la huelga de contribuyentes-. Todo este episodio resulta en el fondo profundamente representativo de la naturaleza no democrática del sistema político, en la práctica, escasamente permeable a los movimientos de opinión.

A pesar de su fracaso político -en éste y en posteriores momentos- Joaquín Costa fue el autor más importante de la literatura regeneracionista, por la profunda trascendencia de sus obras, tanto en lo relativo a la crítica del sistema político como a sus propuestas de modernización. Una literatura del Desastre que se había iniciado ya antes del 98 -Lucas Mallada publicó Los males de la patria en 1890- y entre cuyos títulos más destacados están El problema nacional (1899) de Ricardo Macías Picavea, Del desastre nacional y sus causas (1900) de Damián Isern, y ¿El pueblo español ha muerto? (1903) del doctor Madrazo. No es éste el lugar de analizar las distintas corrientes literarias que se manifestaron en el fin de siglo. Pero sí de señalar cómo bajo el engañoso apelativo de generación del 98 -una fórmula acuñada por Azorín quince años más tarde, en 1913, aunque su invención fue de Ortega y Gasset, según Vicente Cacho- había un conjunto muy heterogéneo de escritores, sólo parcialmente influidos por los lamentables acontecimientos políticos. Probablemente sea mucho más útil para entender el significado de la obra de los Ganivet, Unamuno, Maeztu, Baroja, Machado y Azorín, entre otros, -que abrieron una Edad de Plata de la cultura española- relacionarlos con la crisis del pensamiento europeo de la última década del siglo, caracterizada en último término por la crítica del positivismo.

La importancia de la llamada generación del 98, como ha escrito Donald Shaw, "estriba menos en lo que nos enseña acerca del estado en que se encontraba España (...), que en su expresión de la forma española de la Weltanschaung europea en aquel período, (...) la desorientación espiritual del hombre moderno (...), el derrumbe de sus valores y creencias (...). Lo que importa en cuanto a la Generación del 98 no es tanto su visión de España cuanto su visión de la condición humana". Ya hemos hecho referencia al fracaso del intento de Silvela de integrar en su proyecto al catalanismo político. No podemos dejar de destacar un hecho, de importancia relativa entonces, pero significativo de una tendencia que, con los años, habría de amplificarse hasta convertirse en uno de los rasgos más destacados de la España actual: el desarrollo de los nacionalismos periféricos. Estos nacionalismos tuvieron en su origen un rasgo común: la afirmación de la diferencia cultural y, en algunos casos, lingüística y también legal -en lo privado y en lo público-, frente a un Estado liberal débil, pero unitario, centralista y uniformizador, en la medida de sus fuerzas. Pero en conjunto no son equiparables, como ha escrito Juan Pablo Fusi, ya que "se caracterizan por la heterogeneidad y la diversidad". La iniciativa de todo el proceso le correspondió a Cataluña muy por delante del resto de España en el desarrollo económico y social. Según Borja de Riquer, la creciente sensibilización de carácter catalanista se patentizará con la "proliferación de publicaciones, asociaciones, actos y campañas reivindicativas (.

..) Esta efervescencia catalanista creará el sustrato que permitió el arraigo del proyecto político de la Lliga Regionalista a principios del siglo XX". Entre aquellas múltiples iniciativas, destacan la aparición del Diari Catalá de Almirall, en 1879, autor también de Lo Catalanisme (1886), versión progresista y laica del catalanismo, en contraste con El Regionalismo (1885), de Juan Mañé y Flaquer, que ofrecía la cara conservadora y tradicionalista del movimiento. Y la formación de la Unió Catalanista (1891), que al año siguiente elaboró las Bases de Manresa, en las que se planteaban amplias cotas de autonomía política. En el País Vasco, a la frustración producida por la abolición de los fueros se sumaron los efectos sociales de la rápida industrialización: llegada masiva de emigrantes, descristianización, desarrollo de organizaciones obreras de carácter socialista. Todo ello creó una profunda sensación de amenaza en la sociedad tradicional. La respuesta de Sabino Arana -fundador del Partido Nacionalista Vasco en 1895- fue un nacionalismo radical, basado en la raza y la religión, que reclamaba la unión de todos los territorios vascos y su independencia respecto a España y Francia. También en Galicia y Valencia tuvieron lugar algunas iniciativas regionalistas -como entonces se denominaban- pero que, en aquella época, alcanzaron escasa repercusión social.

El partido conservador dejó el poder en 1901, nuevamente por problemas internos: la división surgida en su seno a causa del nombramiento del general Weyler como capitán general de Madrid. Después de un breve gobierno puente del general Azcárraga, Sagasta se hizo cargo del poder por última vez. La necesidad de un relevo generacional también se imponía en el partido liberal y con él, de un nuevo liberalismo, que representaba especialmente José Canalejas. Pero ésta es una historia cuyo desarrollo y culminación -igual que las de otras muchas que se iniciaron en 1875- pertenece al reinado de Alfonso XIII.

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