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Al acceder nuevamente al poder, el partido conservador respetó las reglas del juego; en el Mensaje que la regente leyó ante las primeras Cortes democráticas -en el que tradicionalmente se exponían los proyectos gubernamentales- se decía: "No tiene el gobierno el propósito de presentar a vuestro examen restricción ninguna de las reformas políticas y jurídicas que, llevadas a término en los primeros días de la Regencia, constituyen un estado legal digno de respeto". La opinión conservadora, contraria al sentido democrático de la legislación liberal, había quedado de manifiesto, especialmente, en la discusión de las leyes del jurado y de sufragio universal; los conservadores se oponían a ellas por considerarlas "notoriamente tan avanzadas sobre lo que las necesidades del país exigen, y sobre lo que los medios y las facultades de los que van a aplicarla(s) han alcanzado". Pero una vez aprobadas las respetaron. Otra cosa era la puesta en práctica de semejante legislación, cuya inviabilidad habían denunciado en la oposición. Cánovas ya había declarado que "el manejo práctico" del sufragio universal no le asustaba y, efectivamente, los resultados de las elecciones celebradas en febrero de 1891 -en las que el censo electoral era seis veces superior, aproximadamente, al de 1886: 4.800.000 en lugar de 800.000 electores- no fueron sustancialmente diferentes de los anteriores; la mayoría gubernamental era abrumadora.

Los efectos, a largo plazo, de la aplicación del sufragio universal merecen alguna consideración. En algunas ciudades -Madrid, Barcelona, Valencia...- las cosas cambiaron efectivamente, en favor de una política "moderna", basada en la opinión pública; como prueba de ello, la representación republicana fue más numerosa y constante, llegando en ocasiones a alcanzar la mayoría de diputados que elegían estos grandes núcleos de población; con el paso del tiempo, los socialistas también saldrían elegidos; en Cataluña, los nacionalistas consiguieron enviar una representación significativa al Congreso de Madrid; lo mismo cabe decir de los carlistas en Navarra. Pero esta representación de diputados se perdía irremediablemente en el conjunto nacional; de unos 400 escaños del Congreso, el máximo de diputados republicanos fue 36, en 1903, y el de socialistas, 7 en 1923. Los diputados, por otra parte, siguieron siendo, más o menos, los mismos; ningún nuevo grupo social, salvo contadas excepciones, accedió al poder legislativo. Tampoco ocurrió la transformación de la estructura de los partidos, que continuaron siendo partidos de notables; no fue promovido ningún tipo de organización de base que sirviera para captar el voto de los ciudadanos a quienes se acababa de reconocer el derecho electoral. Las organizaciones que surgieron de forma espontánea -la Liga Agraria, el movimiento de las Cámaras de Comercio- resultaron efímeras e ineficaces.

La explicación de esta serie de continuidades radica, en parte, en los efectos represores de la geografía electoral establecida en la misma ley de sufragio universal. Igual que la ley de 1878 -aunque con unos efectos muy diferentes dado el volumen de electores- la legislación de 1890 seguía manteniendo la distinción entre distritos uninominales, exclusivamente rurales -que elegían a 280 diputados- y distritos plurinominales o circunscripciones, en los grandes núcleos de población, cuyo número de diputados, entre tres y ocho, era proporcional al de sus habitantes -y que elegían a un total de 114 diputados-; pero estas circunscripciones incluían, junto a la población urbana, amplias zonas rurales, de forma que los votos de éstas podían ahogar -como de hecho hicieron en muchas ocasiones- los votos urbanos mucho más independientes. En este aspecto, los liberales de 1890 no recuperaron la legislación de los revolucionarios de 1868 -cuyo espíritu decían representar-, legislación que sí reconocía la personalidad electoral de las pequeñas ciudades. Sin embargo, el factor explicativo más importante de la falta de efectos movilizadores y modernizadores de la vida política del sufragio universal -no en la media docena de grandes ciudades, en las que vivía menos del 10 por 100 de la población, sino en el conjunto del país- era la condición social, económica y cultural de los nuevos electores, y su horizonte político. La inmensa mayoría, masculina, a quien se había dado el derecho al voto no estaba compuesta por clases medias y trabajadoras de carácter urbano, o campesinos independientes, implicados en un proyecto político de carácter democrático, sino por unas masas rurales, extremadamente pobres y analfabetas, completamente ajenas a dicho proyecto, con la esperanza de una revolución social, en la mitad sur del país, y del triunfo del carlismo, en buena parte del norte; unas masas que, además, habían experimentado o bien una fuerte represión policial o la derrota en una guerra civil.

Estamos lejos de conocer con detalle el comportamiento electoral, antes y después del sufragio universal, como para poder precisar los efectos de éste. Con sufragio censitario, las elecciones de 1881 y 1884 contemplaron todo género de arbitrariedades e ingerencias gubernamentales, pero las de 1886 arrojan una mayor impresión de "normalidad y autenticidad". Con sufragio universal, en las elecciones de 1891, en las que ya empieza a hablarse de "la asquerosa plaga del caciquismo" -la crisis agrícola había ensombrecido sin duda la vida rural española- el problema del fraude parece alcanzar una nueva dimensión. Si el problema era hacer realidad un régimen representativo liberal democrático -es decir, asentado en el reconocimiento de los derechos individuales y la propiedad privada-, lo cual implicaba la creación de un electorado independiente, la pregunta es si la generalización del voto era el medio más adecuado para conseguirlo, en un país como España a fines del siglo XIX. El gobierno conservador anunció que "una vez concluida la fase constituyente de la monarquía y, con ella, la atención preferente a las cuestiones políticas, era hora de dedicar las mejores energías a las materias económicas, administrativas y sociales, desarrollando un régimen de eficaz protección a todos los ramos del trabajo, con una especial atención a cuanto atañe a los intereses de la clase trabajadora". Hoy puede parecernos pura retórica pero, en aquellos momentos, estas palabras significaban cosas nuevas -y hasta revolucionarias en la trayectoria del liberalismo-: intervención del Estado en la economía, nacionalismo económico, conciencia del problema social y de la necesidad de adoptar soluciones.

En aquella etapa de gobierno conservador, las cuestiones económicas fueron abordadas y se tomaron resoluciones importantes como el Arancel de 1891. Las cuestiones sociales habrían de esperar hasta 1900 para encontrar las primeras formulaciones legales. Que se trataba de actitudes nuevas nos lo demuestra la resistencia que encontraron. En una discusión en el Congreso, un diputado, amigo político de Romero Robledo, Alberto Bosch, se opuso a toda limitación de las horas de trabajo: "limitar el trabajo -decía- es la más odiosa y la más extraña de las tiranías; limitar el trabajo del niño es entorpecer la educación tecnológica y el aprendizaje; limitar el trabajo de las mujeres (...) es hasta impedir que la madre realice el más hermoso de los sacrificios (...) el sacrificio indispensable en algunas ocasiones para mantener el hogar de la familia". A fines de 1890, Cánovas pronunció un discurso en el Ateneo de Madrid en el que destacaba la insuficiencia de las actitudes morales -la caridad de los ricos y la resignación de los pobres- en la resolución de la cuestión social, y afirmaba la necesidad de la intervención del Estado. Fue acusado por el pensador católico integrista José Manuel Ortí y Lara de "caer en la sima del socialismo, violando los principios de la justicia, que consagran el derecho de la propiedad"; este autor hacía una alabanza del "oficio de la mendiguez, (que) no repugna a la religión; al contrario, la religión la ha sancionado (.

..) y la ennoblece"; "el espectáculo de la mendiguez", concluía, servía para fomentar el espíritu cristiano. El Arancel de 1891 supuso lo que se ha llamado el giro proteccionista de la Restauración, un proteccionismo que no haría sino incrementarse en los siguientes años. El sistema representativo era imperfecto, pero no completamente sordo a las demandas sociales. El partido conservador terminó adoptando una política proteccionista -y siendo secundado en ella por el liberal- en respuesta a las peticiones de gran parte de agricultores e industriales; pero no lo hizo al dictado de poderosas organizaciones económicas del triángulo Barcelona-Bilbao-Valladolid, ni de supuestos bloques de poder, sino a través de la intermediación de políticos profesionales, cuyas fuentes de poder eran básicamente sus propias clientelas -sustentadas en la concesión de favores personales-, independientes, por tanto, de la posición que adoptaran en las grandes cuestiones de política económica. Los términos en que se planteó la protesta de los agricultores castellanos, en la segunda mitad de los años ochenta -"¡Guerra de los contribuyentes a los contribuidos!", es decir, guerra de los ciudadanos que pagan impuestos a los políticos que no representaban sus intereses- es profundamente significativa de la naturaleza de la vida política, la mejor radiografía del sistema con que contamos, como ha escrito José Varela Ortega.

Cánovas, concretamente, en su famoso opúsculo De cómo he venido yo a ser doctrinalmente proteccionista, fundamentó su posición, como ha señalado José María Serrano Sanz, en un elemento doctrinal no específicamente económico, el concepto de nación, un concepto imprescindible para entender muchos aspectos de la política del hombre clave de la Restauración. "La obsesión de Cánovas era", como dice este autor, "la muerte (de España) por extinción del trabajo, por miseria extrema de los particulares y del Estado, por impotencia física". Por lo demás, el partido conservador conoció en estos años la peor crisis interna de su historia, crisis ocasionada por la disidencia de Francisco Silvela, que no sólo le obligó a dejar el poder en manos de los liberales, sino que habría de marcar su historia durante los siguientes años. La marcha del partido de Silvela -con los numerosos elementos que le acompañaron- fue provocada fundamentalmente por la reintegración en el mismo de Romero Robledo, a quien Cánovas consideraba importante readmitir en la nueva situación creada por la implantación del sufragio universal. Las diferencias entre ambos políticos eran profundas y se puede decir que irreconciliables, porque suponían formas opuestas de concebir la política. Romero era el agente electoral por antonomasia, amigo de sus amigos, por encima de todo; Silvela, por el contrario, era un moralista reformador, para quien lo más importante era "restablecer el prestigio de la ley y cortar todo abuso, toda infracción".

"Mientras el arte romerista de gobernar consistía en "ir tirando" -escribió Melchor Fernández Almagro-, "el de Silvela cifraba su puro empeño en la reforma del Estado, en la educación del ciudadano, en el saneamiento de los usos políticos". En noviembre de 1891, Romero entró a formar parte del gobierno en Ultramar y Silvela abandonó el ministerio de Gobernación -desde el que había dirigido unas elecciones que dejaron descontentos a todos-. Un año más tarde, en diciembre de 1892, con ocasión de un debate en el Congreso sobre la administración municipal de Madrid, Silvela mencionó la obligación de soportar al jefe; Cánovas contestó airadamente, y la ruptura se consumó.

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