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Datos principales


Rango

Restauración

Desarrollo


Los sectores textil y siderúrgico -máximos exponentes de la primera revolución industrial- representaban todavía, en las últimas décadas del siglo XIX, las principales actividades industriales de Europa. Al mismo tiempo, se estaban sentando las bases -produciéndose los descubrimientos científicos e inventando sus aplicaciones prácticas- de la que se denomina segunda revolución industrial, cuyos principales símbolos son la energía eléctrica y el automóvil. Deslumbrados por la magnitud de todas estas actividades, los historiadores despreciaron hasta hace poco tiempo otras industrias secundarias del siglo XIX -construcción, agroalimentaria, vidrio, madera, etc.- de cuya importancia real se ha cobrado cada vez mayor conciencia. En España, así como la moderna industria textil había experimentado un temprano desarrollo en Cataluña, la industria siderúrgica no había conseguido despegar, después de algunos infructuosos intentos en Málaga y Asturias. No es éste el momento de mencionar el debate sobre la ocasión perdida que para la creación de una siderurgia española supuso la construcción de la red básica de ferrocarriles, en los años 50 y 60 del siglo pasado. El hecho es que no fue hasta la época de la Restauración cuando surgió esa moderna siderurgia en la ría de Bilbao. Por lo que respecta a las industrias secundarias, es necesario señalar su importancia, aunque su número y dispersión geográfica haga difícil concretarla.

Baste mencionar que en Cataluña -cuya actividad industrial, llevados por el prejuicio de la importancia de los grandes sectores, podría identificarse exclusivamente con el textil-, en el bienio 1893-95, todas las actividades de este sector aportaban el 53,8 por 100 de la contribución industrial y de comercio, mientras que otras industrias -agroalimentaria, metalúrgica, química, artes gráficas, papel, cuero, corcho, etc.- aportaban el 46,2 restante, según Albert Balcells, que reproduce estos datos de Miquel Izard. En la evolución de la actividad económica catalana de este período se han distinguido cuatro etapas -semejantes, aunque no coincidentes exactamente en la cronología con las del resto de España-: 1) entre 1875 y 1882, una época de prosperidad -conocida popularmente como la febre d'or, que Narcís Oller describió en la novela del mismo título- caracterizada por el crecimiento industrial, una fuerte expansión de las instituciones de crédito y el auge de la exportación de vino a Francia; todo ello favoreció un alza de la Bolsa que, en gran medida, era especulativo. La crisis de la Bolsa de París, en 1882, repercutió inmediatamente en la de Barcelona, que al cabo de dos meses había bajado un 50,5 por 100 en las cotizaciones; 2) la crisis bursátil de 1882, unida a la crisis agraria que comenzaba a apuntar en todo el país, inició un período de estancamiento de la producción industrial -que tiene su reflejo en las cifras de importación de algodón en rama- y que se prolongaría hasta el final de la década; la entrega a Alfonso XII, en 1885, de una Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña, el llamado Memorial de Greuges, la primera manifestación tímida de nacionalismo catalán, tiene su explicación en este contexto; también en este período se celebró la Exposición Universal de Barcelona de 1888, y se desarrollaron planes de reforma de la ciudad, iniciativas ambas del alcalde liberal Rius i Taulet para tratar de reactivar la economía y el empleo; 3) los primeros años 90, en que se volvió a vivir un proceso de expansión industrial, basado tanto en la recuperación del mercado español -al abrigo del Arancel de 1891-, como en las exportaciones textiles a Cuba y Puerto Rico, favorecidas por el desarrollo de la ley de relaciones comerciales con las Antillas de 1882 y por los nuevos Aranceles de las islas, aplicados a partir de 1892; y 4) la coyuntura creada por la guerra de Cuba y la pérdida de las últimas colonias.

Las primeras factorías siderúrgicas de Vizcaya se establecieron a mediados del siglo XIX, pero su crecimiento fue muy pequeño. El desarrollo de la moderna siderurgia vasca, en torno a la ría de Bilbao, tuvo lugar una vez finalizada la guerra carlista, a partir de 1876, en estrecha relación con la explotación masiva de las minas de hierro situadas en la misma zona, cuyo producto fue destinado mayoritariamente a la exportación. Más adelante nos referiremos a este último fenómeno. Lo que aquí interesa consignar es que la contribución de la minería a la industria siderúrgica fue esencial porque, además de proporcionarle la materia prima y gran parte del capital con que se financió, la exportación del mineral de hierro sirvió para resolver el que había sido principal problema de los establecimientos siderúrgicos en España, la carencia de buen carbón a bajo precio. Aprovechando el viaje de retorno de los barcos que llevaban el mineral a Gran Bretaña, fue importado carbón británico de calidad superior, y precio inferior en Bilbao, al asturiano. Las principales factorías fueron la Fábrica de San Francisco, en el Desierto (Sestao), promovida por Francisco de la Rivas, en 1879; la Sociedad Altos Hornos y Fábricas de Hierro y Acero de Bilbao de la familia Ybarra, y Metalurgia y Construcciones La Vizcaya, cuyos promotores fueron Víctor Chávarri y los Gandarias, establecidas ambas en 1882. Por último, en 1888 se fundó la Sociedad Anónima La Iberia.

Las tres últimas compañías -Altos Hornos y Fábricas, La Vizcaya y La Iberia- se fusionaron en 1902, dando lugar a Altos Hornos de Vizcaya. El desarrollo minero y siderúrgico fue acompañado por importantes obras públicas -construcción de carreteras, ferrocarriles y del puerto de Bilbao, entre 1877 y 1903, bajo la dirección del ingeniero Evaristo de Churruca- por el establecimiento de otras industrias, grandes -como las metálicas y navieras- y pequeñas. El cónsul inglés en Bilbao escribía en 1885: "Hay pocos casos similares en Europa de un crecimiento y prosperidad comerciales tan notables". Se ha señalado el contraste entre la estructura tradicional de la industria catalana -todavía de base y financiación familiar a finales de siglo-, y el carácter moderno de la industria vasca, organizada en forma de sociedades anónimas y en estrecha relación con los Bancos, instituciones que conocieron un importante desarrollo en el Bilbao de la época. Los avances tanto en el sector textil como en el siderúrgico fueron espectaculares, en comparación con la situación anterior de la industria española. Sin embargo, a escala europea, los resultados eran bastante modestos. En 1900, la mayor fábrica textil de Cataluña tenía 25.000 husos, cuando las factorías medias en Francia e Inglaterra contaban con 50.000. La producción española de acero había alcanzado las 150.000 toneladas pero, en las mismas fechas, Alemania producía 6 millones y medio, y el Reino Unido cinco millones.

Las causas de este fracaso o atraso de la Revolución Industrial en España, son objeto de una de las polémicas más vivas entre los historiadores económicos. De forma simplificada, la opinión tradicional -expuesta de la forma más sistemática por Jordi Nadal- adjudica la mayor parte de la culpa a la debilidad de la demanda interna, ocasionada en último término por la baja productividad de la agricultura; en los últimos tiempos, esta interpretación ha sido contestada por historiadores como Nicolás Sánchez Albornoz o Leandro Prados, para quienes es necesario repartir la culpa, al menos, entre el atraso de la agricultura -esencialmente la castellana- y la falta de iniciativa y espíritu de competitividad de los industriales -especialmente los catalanes- que se contentaron con abastecer el mercado nacional protegido, en lugar de tratar de crecer conquistando otros mercados. Unas palabras sobre la minería, considerada por Tortella como el sector más dinámico de la economía nacional en el último cuarto de siglo. Este dinamismo se debió a la masiva penetración de capital extranjero, permitido por la legislación liberal de 1868. Con anterioridad, las minas, en manos de propietarios nacionales sin capital necesario, en la mayoría de los casos, para introducir la tecnología adecuada para su explotación, habían permanecido en gran parte improductivas. Los ejemplos más destacados son la explotación de las minas de cobre en Huelva por las compañías internacionales Tharsis y Río Tinto; de las de plomo en Córdoba y Jaén, por empresas de capital francés e inglés; de los criaderos de cinc en Reocín (Cantabria), por la Compañía Asturiana de Minas, de capital belga; y de los yacimientos de mercurio en Almadén, en cuya comercialización intervinieron los Rothschild decisivamente.

La minería del hierro requiere una mención especial tanto por el volumen que alcanzó -España era en 1900 el mayor exportador de Europa de este mineral, seguido a gran distancia por Suecia- como por la repercusión que tuvo, como ya hemos dicho, en el desarrollo económico de Vizcaya. El impulso procedió también en este caso de la demanda extranjera. El mineral de hierro de Somorrostro, Saltacaballo, Setares y demás yacimientos de la costa vizcaína y cántabra presentaba, además de la ventaja de su proximidad al mar -lo que hacía más barato su transporte-, la característica bastante excepcional de no contener fósforo, por lo que era apto para la fabricación en masa de acero, según el procedimiento recientemente patentado por Henry Bessemer. La formación de compañías extranjeras, fundamentalmente inglesas y españolas comenzó en el período revolucionario. Se iniciaron las costosas obras necesarias no tanto para la obtención del mineral -ya que ésta se hacía al aire libre-, sino para su transporte. La producción experimentó un parón durante la guerra carlista, pero se reanudó con fuerza una vez concluida ésta: las 600.000 toneladas del quinquenio 1870-74, se duplicaron en el siguiente y se convirtieron en cuatro millones entre 1880 y 1884. La mayor parte del mineral se dedicó a la exportación. Según cálculos recientes, un 65 por 100 del valor de las exportaciones quedó retenido en España.

Nuevamente en este tema surge la polémica entre los historiadores: ¿Dilapidó España sus riquezas naturales -explotadas por compañías extranjeras y exportadas en su inmensa mayoría- sin obtener a cambio ningún beneficio considerable? O, por el contrario, ¿la decisión de abrir las puertas al capital extranjero fue una medida acertada que permitió la aplicación a las minas de una tecnología costosa, fuera del alcance del capitalismo español de la época -en este sentido es pertinente recordar que el capital social de la compañía Río Tinto, por ejemplo, era de 6 millones de libras esterlinas, unos 150 millones de pesetas, tres veces más que el capital del Banco de España en la misma época- y que reportó beneficios no despreciables a la economía nacional? La opinión tradicional, claramente negativa, se ha visto, también en este campo, desafiada por otra interpretación favorable a la acción del capital extranjero. Igual que en la polémica sobre la ocasión perdida con motivo de la construcción de los ferrocarriles -con la que tiene un gran parecido-, frente a quienes consideran los beneficios indudables que se hubieran producido si la explotación de los recursos se hubiera hecho con medios nacionales, otros opinan que tal hecho estaba por encima de las posibilidades reales del país, y que, en definitiva, lo que ocurrió fue no tanto un mal menor como un bien limitado, dadas las consecuencias positivas que tuvo en las regiones afectadas, aunque no fueran todo lo grandes que, en teoría, podían haber sido.

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