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El sector primario de la economía continuó siendo el más importante, al aportar más de la mitad de la renta nacional y ocupar a dos tercios de la población activa. La estructura del sector también permaneció básicamente estable -la típica de una agricultura mediterránea- con una dedicación preferente a los cereales, en especial el trigo, la vid y el olivo. En 1900, estos tres productos ocupaban el 92 por 100 de la superficie cultivada, y proporcionaban el 78 por 100 del valor de la producción. Otros cultivos, en especial frutas y verduras, más rentables, fueron creciendo en importancia durante las últimas décadas del siglo, pero al terminar éste sólo ocupaban el 8 por 100 de superficie, aunque suponían el 22 por 100 del producto económico. No obstante la estabilidad básica, el sector se vio afectado, durante el período 1875-1900, por algunos episodios destacados. El cultivo de trigo, que ocupaba aproximadamente la mitad de la superficie dedicada a los cereales y leguminosas -centre el 35 y el 40 por 100 del total de suelo cultivado- tenía un rendimiento muy escaso: 7,6 Qm/Ha, en el último decenio del siglo, mientras que en Francia, en las mismas fechas, era aproximadamente de 13, y en Gran Bretaña de 25,3. Este bajo rendimiento era consecuencia, en parte, de las limitaciones naturales -Italia presentaba unas cifras semejantes a las españolas y Portugal todavía más bajas- pero también de un considerable atraso técnico. En cualquier caso, el trigo español era caro y sufrió especialmente la competencia de los trigos extranjeros, cuando la mejora de las comunicaciones terrestres y marítimas -gracias a la extensión del ferrocarril y de la navegación a vapor-, abarató considerablemente el coste del transporte internacional, a partir de la década de 1870.

Un contemporáneo se lamentaba, en 1886, de la invasión de la Península por "los granos de Chile, del mar Negro, de Polonia, de los márgenes del Danubio y de Egipto (...) uniéndose además los envíos de los Estados Unidos". Según Jordi Nadal, "el abastecimiento cerealístico de Barcelona por tren bajó de 72,5 millones de kg. en 1884, a 54,4 millones en 1885, y 13,9 en 1886; mientras tanto las llegados por mar saltaban de 54,9 millones, a 76,5 y 111,0 en el transcurso del mismo trienio". El precio del trigo bajó de 21,46 pts/Hl en 1880-81, a 18,56 en 1889-90. La respuesta de los cerealistas -principalmente castellanos- fue, más que la innovación y el intento por mejorar la productividad, la demanda de protección al Estado mediante la elevación de las tarifas arancelarias. También los representantes de los intereses industriales reclamaron protección para sus productos. La cuestión fue objeto de un debate apasionado, que dividió al partido liberal y convirtió a los conservadores, con Cánovas a la cabeza, en decididos proteccionistas y partidarios de la intervención del Estado en la vida económica. El Arancel de 1891, aprobado por un gobierno conservador, vino a satisfacer de forma moderada las peticiones de cerealistas e industriales, al acentuar un proteccionismo que había sido constante durante la mayor parte del siglo, con la relativa excepción del período en el que estuvo vigente el Arancel de 1869, y que habría de incrementarse a comienzos del siglo XX.

Al amparo del arancel, durante los años 90, continuaron las importaciones de trigo extranjero, especialmente importantes en 1893 y 1894, pero el precio del trigo volvió a subir -22,27 pts/Hl, en 1893- y la producción nacional se recuperó. El Arancel de 1891 había sido juzgado de forma más bien positiva por los historiadores; alguien habló de un proteccionismo sano; y para Vicens Vives, bajo ese régimen de proteccionismo se desarrolló la industria siderúrgica española y alcanzó su mayor auge la industria textil. Recientemente, sin embargo, algunos historiadores han opinado rotundamente en contra de la solución proteccionista adoptada en 1891. José Varela Ortega establece una línea de continuidad descendente en la política económica española entre 1891 y 1940 y considera que el proteccionismo fue un precio muy alto que la sociedad española pagó por la estabilidad. El Grupo de Estudios de Historia Rural ha considerado la coyuntura de 1891 como una ocasión perdida para racionalizar y modernizar la agricultura española. En la misma línea están, entre otros, Gabriel Tortella -para quien no hay proteccionismo sano- que afirma que fue la causa principal de la lentitud con que se efectuó en España la transición hacia una agricultura moderna; según este historiador, si se hubiera seguido una política librecambista, la agricultura se habría orientado hacia productos y técnicas más productivos y competitivos (no sólo frutas y verduras, sino también patatas, maíz, ganado, y la introducción de más fertilizante, mejores rotaciones y regadíos) y, algo muy importante en este proceso de reasignación, hubiera causado un flujo de emigración de la árida meseta hacia las ciudades y el extranjero.

Todo esto ocurrió, por supuesto, pero a un ritmo lentísimo que conllevó un lento crecimiento de la renta. Según el estudio de Leandro Prados sobre la evolución de la economía española en la transición de imperio a nación, durante la fase librecambista (1860-1890), el crecimiento español fue similar al de los países desarrollados europeos, mientras que quedó rezagada bajo el proteccionismo (1890-1913). En cualquier caso, cabe afirmar que la adopción del Arancel de 1891 por un gobierno Cánovas fue una medida conservadora, en el terreno económico, lo mismo que lo había sido la solución al problema político. Ambas eran conservadoras en la medida que apostaban por lo seguro y rehuían el riesgo. Como señala Tortella, "la emigración masiva, con las penalidades que casi inevitablemente son su causa y su consecuencia, hubiera podido dar lugar a una explosión política (...) Los altos aranceles, retrasando el crecimiento, contribuyeron a mantener la paz social y el status quo". Pero, además, ambas soluciones eran de naturaleza semejante en la medida que con ellas "se primaba la seguridad y erosionaba la competencia", como afirma Varela Ortega. Era la lógica del mercado protegido llevada tanto a la política como a la economía. La producción de vino conoció una etapa gloriosa entre 1882 y 1892, en que España se convirtió en el mayor exportador mundial. El fenómeno tuvo una causa coyuntural y externa, y tuvo un final abrupto, al cesar ésta.

Una plaga de filoxera había ido destruyendo los viñedos franceses desde 1865, y hacía que la potente industria vitivinícola de aquel país no contara con la materia prima necesaria para abastecer siquiera la demanda interna. Un tratado de comercio firmado entre España y Francia en 1882 facilitó los intercambios entre ambos países y la exportación española de vino se multiplicó por tres: de 301 millones de litros en el quinquenio 1876-1880, a 907 millones en 1886-1890. El boom fue efímero. Como señala Jordi Nadal, "Málaga resultó filoxerada a partir de 1876, Gerona de 1879 y Orense de 1881. A partir de estos tres focos la plaga fue progresando con la misma lentitud y la misma perseverancia con que lo hiciera en Francia. En 1892, cuando el mal ya había hecho grandes estragos en la península, el último país, en trance de recuperación, denunció el tratado de 1882. No más facilidades a la entrada de vinos españoles cuya producción, por lo demás, empezaba a disminuir. En España, pérdida de cosechas, descenso de los recursos, dramático despertar a la realidad más dura".

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