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Restauración

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Al inicio de la Restauración, existía un acuerdo unánime en el hecho de la inexistencia de un electorado independiente en España; igualmente todos estaban conformes en la causa de este hecho: la injerencia gubernamental en las elecciones. "No tenemos cuerpo electoral", decía Castelar. "Si hay en algo en que nosotros tengamos una inferioridad evidente respecto de todas las demás nociones constitucionales, ese algo es la fuerza, la independencia, la iniciativa del cuerpo electoral", decía Cánovas. "El cuerpo electoral (...) falta por completo hoy en España", decía Alonso Martínez. La demostración palpable de este hecho era el constante triunfo gubernamental en las elecciones: "¿Se olvida -preguntaba Cánovas- que (...) en el espacio de pocos meses han venido a este recinto Cámaras monárquicas, Cámaras revolucionarias, Cámaras monárquicas de la revolución, pero constitucionales, Cámaras radicales y Cámaras republicanas federales? (...) Ese espectáculo (...) se ha visto aquí con escándalo del mundo, y (...) ha sido la befa de nuestro cuerpo electoral". En pocas palabras, los gobiernos hacían las elecciones y no las elecciones a los gobiernos. La causa estaba clara: "Aquí el gobierno ha sido el gran corruptor. El cuerpo electoral, en gran parte, (...) no es sino una masa que se mueve al empuje y a gusto de la voluntad de los gobiernos". Alonso Martínez ofrecía una explicación perfecta: "El vicio consiste (.

..) en la centralización administrativa exagerada, combinada con el abuso sistemático que han venido haciendo aquí la generalidad de los gobiernos, en todo el reinado de doña Isabel II o, al menos, desde 1839 hasta el día (...) No hay nada más desigual en España que la lucha del elector con el gobierno; el poder, que tiene en sus manos medios inmensos, es por lo general pródigo y dadivoso con el elector amigo, mientras que es injusto y hasta cruel con el elector adversario; éstos padecen lo indecible poniéndose enfrente del gobernador de la provincia, dado el abuso sistemático que aquí se ha hecho de los medios de que dispone la autoridad. Los electores que quieren dar una muestra de independencia arriesgan mucho, sufren en sus personas o en sus familias, o en sus intereses y propiedad (...) Cuando esto sucede un año y otro año y otro año, el elector acaba por echarse, por decirlo así, en el surco, por sentirse con cierto desmayo y desaliento, y por encerrarse en el escepticismo, en el positivismo, y en el egoísmo". Es decir, el problema para los contemporáneos, en estos primeros años de la Restauración, no era el caciquismo -palabra que sólo se utiliza en raras ocasiones-, entendido como la excesiva influencia ejercida por algunos individuos, sino el abuso de poder por parte de las autoridades. Por decirlo de otra forma, el mal no venía de abajo arriba, sino de arriba abajo; no provenía del mal funcionamiento de la sociedad civil, sino de la inexistencia de dicha sociedad civil, ahogada por los representantes del Estado.

Lo que se reclamaba no era un cirujano de hierro -ésta sería una receta posterior, basada en una diferente interpretación del problema- sino todo lo contrario, una mayor independencia de la sociedad. En las primeras elecciones celebradas después de la Restauración, en 1876, el ministro de la Gobernación, Romero Robledo, no se apartó lo más mínimo de las malas costumbres de sus antecesores sino que, más bien, las llevó al extremo, actuando con toda arbitrariedad. Algo hicieron, sin embargo, los legisladores -conservadores y constitucionales de común acuerdo- para tratar de resolver el problema, tal como ellos lo percibían, es decir, para frenar el poder del ejecutivo. En la Constitución de 1876 adoptaron un sistema bicameral y trataron de que en el Senado estuvieran representadas grandes fuerzas sociales. Poco después, en 1878, aprobaron una ley electoral para diputados a Cortes en la que, conscientemente, dieron un importante paso atrás sustituyendo el sufragio universal masculino, reconocido en 1868, por un censo electoral del que sólo formaban parte quienes pagaran una determinada contribución o acreditaran unos estudios concretos; aunque las cifras variaron en los diversos censos, los electores, de acuerdo con la ley de 1878, fueron aproximadamente uno de cada cinco varones mayores de edad. Dada la precipitación con que en este punto se había caminado, no había más remedio que retroceder, argumentaba un conservador.

El objetivo que se perseguía era la mejora del sistema representativo mediante la creación de un electorado más educado e independiente y, en consecuencia, menos manipulable por el poder político. Al mismo tiempo, la ley electoral de 1878 contenía otras cuatro innovaciones destinadas a limitar la injerencia gubernamental y favorecer la representación de las minorías. Eran éstas: 1) la creación de circunscripciones electorales plurinominales, en las que se votaba por un número de candidatos menor al de diputados que debían ser elegidos -norma que también estaba en vigor en la Inglaterra de la época-, lo que hacía muy difícil para un partido conseguir todos los puestos de la circunscripción, el copo; 2) la limitación de la duración de la elección a un solo día -un domingo, de ocho de la mañana a cuatro de la tarde-, en lugar de los tres que duraba anteriormente, en los que el gobierno tenía tiempo de enderezar las cosas gracias a la información detallada de que disponía por el telégrafo; 3) la elección de interventores mediante la presentación de firmas de electores, una semana antes de que se celebrara la votación de los candidatos a diputados, en lugar de que los interventores fueran elegidos por los electores presentes al comienzo de la votación; y 4) la elección por acumulación de 10.000 votos, al menos, procedentes de los distritos uninominales, de un máximo de diez diputados. Todas estas medidas tuvieron sólo una eficacia limitada.

En relación con las fuerzas sociales a las que se dio representación en el Senado, el problema era que "en España no ha(bía) cuerpos sociales", como decía un diputado. La nueva legislación electoral, por su parte, no desarmaba, ni mucho menos, al gobierno encargado de organizar las elecciones. Algunos aspectos básicos de la normativa electoral anterior siguieron invariables en la ley de 1878; fundamentalmente, la responsabilidad de los Ayuntamientos en la elaboración y rectificación del censo electoral; el protagonismo de los cargos municipales -alcaldes, tenientes de alcalde y concejales- en el acto de la elección, que debían presidir; y el análisis y juicio sobre las actas por parte del mismo Congreso de los diputados. Estos tres elementos facilitaban, sin duda, la injerencia gubernamental en las elecciones ya que permitían, en el caso de los dos primeros, el control del censo y de las mesas electorales por los alcaldes -es decir, del gobernador civil, representante del gobierno en las provincias, que disponía de abundantes medios para presionar a los alcaldes-. Por otra parte, la mayoría de que, por definición, disponía el gobierno en el Congreso -a pesar de que las minorías tuvieran una cierta representación en todas las Comisiones- le permitía dar por buenas todas las actas que quisiera y, en definitiva, una impunidad casi absoluta en materia electoral. La normativa electoral de 1878 era, en el mejor de los casos, como la definió Francisco Silvela, una ley "quizá un tanto complicada y artística, hecha para ser manejada, como máquina delicada y difícil, con cuidado, con esmero, con circunspección y hasta con verdadero cariño".

No fue éste, sin embargo, como veremos, el espíritu con el que fue aplicada generalmente. El mismo Silvela se terminaría refiriendo a ella como "ese mecanismo (...) para la falsificación y para el fraude". Una vez analizados el proceso de formación y los principales elementos del sistema político de la Restauración, es posible caracterizar éste, de acuerdo con José Varela Ortega, como una solución conservadora. Para Cánovas, principal inspirador del proyecto, se trataba de asegurar, o dar nueva vida, al sistema liberal en España. El liberalismo -el imperio de la ley, la separación de poderes, los derechos individuales, entre los que por supuesto figuraba en primer término la propiedad privada, y la tolerancia religiosa- era para el político malagueño el espíritu del siglo, el contenido de la civilización, la ley del progreso. España, aunque decadente, era una nación que tenía su puesto en el mundo civilizado. Pensaba que "cincuenta años de monarquía constitucional sin pronunciamientos podrían hacer de nosotros un pueblo razonable". Cánovas no fue un conservador típico por su carácter de intelectual, su racionalismo, la desconfianza en la historia, la creencia en el progreso y su independencia de criterio respecto a la Iglesia. Sí lo fue por el espíritu religioso, la preocupación por el orden social y, sobre todo, por la prudencia en los procedimientos, de acuerdo con una atención constante a la realidad.

"Paréceme a mí -decía en 1879- que es el fundamento propio de los partidos conservadores no pretender nunca que se aplique a la realidad más que aquella porte del ideal que los circunstancias necesariamente favorezcan; lo que creo yo es que el verdadero fin de los partidos conservadores es vivir dentro de la realidad, conservando los ideales para procurar ir infiltrándolos en el espíritu general, pero sin querer imponerlos, que es lo revolucionario, en todo momento y de cualquier manera en la realidad". El proyecto político de la Restauración fue conservador en la medida que arriesgó poco -hacer de la Corona el intérprete último de la soberanía nacional era, desde luego, apostar por lo seguro-; fue conservador por lo limitado de sus innovaciones prácticas, por lo mucho que se adaptó a la realidad -confiando en las propias fuerzas sociales- en lugar de pretender transformarla por decreto, aunque, por otra parte, favoreció la estabilidad y el acuerdo a costa de la movilidad y la competencia.

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