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La Corona era la piedra angular de la arquitectura canovista, en cuanto que era la institución encargada de distribuir el poder a los partidos, y así civilizar y pacificar la vida política; y esta función real tenía la correspondiente cobertura legal en la Constitución. Tanto el principio teórico como la aplicación del mismo aparecen con total claridad en los documentos de la época. Cánovas afirmaba que "la Monarquía entre nosotros tiene que ser una fuerza real y efectiva, decisiva, moderadora y directora, porque no hay otra en el país"; la soberanía compartida por las Cortes con el Rey venía a resolver un problema de ejercicio de la soberanía, no de principio: "La verdadera y grave cuestión consiste en quién debe y puede con legítimo derecho representarla o ejercerla. Para el político malagueño, la monarquía era imprescindible en España para desempeñar ambas funciones; como en todas partes, era la representación por excelencia de la soberanía, el símbolo de la legalidad y de lo permanente, por encima de la lucha de los partidos; pero en las circunstancias concretas de España, la monarquía era también una pieza clave en el ejercicio de la soberanía. Es indudable que esto suponía otorgar a la Corona un poder personal y extraordinario. No se trataba de un poder absoluto, porque estaba limitado por la Constitución y las demás convenciones políticas, aunque los críticos del sistema así lo entendieron, y algunos cortesanos animaban al monarca a comportarse como si de hecho tuviera todo el poder.

En ningún episodio queda tan clara la función clave de la Corona como en el acceso al poder del partido fusionista, en 1881. Los fusionistas -de procedencia progresista en muchos casos- dieron muestras de haber olvidado pronto el principio de la soberanía nacional, y de haber asimilado la tesis de la soberanía compartida por las Cortes y el rey. En el mismo programa de la fusión se apelaba a un acto de personal energía del monarca para que encargara del gobierno al partido. Alonso Martínez lo justificaría expresamente en el Congreso: dada la inexistencia en España de un electorado independiente, afirmaba, "es preciso (...) que el poder Moderador supla algunas de las funciones que en un régimen representativo normal y perfecto debería desempeñar el cuerpo electoral". Como a lo largo del año 1880 el rey parecía no enterarse, los fusionistas amenazaron seriamente con una revolución. El papel del general Martínez Campos -autor del pronunciamiento que había traído al rey y que ahora daba fuerza al partido que se disponía a echarle- era bastante absurdo: "Mientras no se pase el puente que separa la dinastía de la revolución -le escribía a un amigo, en diciembre de 1880, tratando de justificar su permanecía entre los fusionistas- yo no pierdo la esperanza de conservar para el rey un partido". Finalmente, en febrero de 1881, Alfonso XII se decidió a encargar a Sagasta la formación de un nuevo gobierno y la celebración de elecciones, salvando así la situación.

Los conservadores aceptaron el fallo del monarca aunque dejando bien claro cuál era el mecanismo de la alternancia, quizá para que los liberales fueran conscientes de que a ellos habría de sucederles lo mismo. Al día siguiente de la crisis, el periódico conservador La Época recordaba al partido fusionista que no debe su elevación a ninguna victoria parlamentaria sino a la libérrima iniciativa y voluntad del Rey. Y Romero Robledo declaraba: "Hemos caído. Teníamos mayoría en las Cámaras (...), pero una sabiduría más alta que la nuestra (...) cree en sus altos designios que ha llegado el momento de cambiar de política. No hay, pues, más remedio que acatar respetuosamente estos designios y morir dignamente". La Constitución otorgaba otros poderes a la Corona, sólo relativamente menores en comparación con el que hemos descrito. Entre ellos, las atribuciones militares, confirmadas por la Ley Constitutiva del Ejército, de 1878, que confiaba exclusivamente al Rey el mando supremo de las fuerzas armadas -eximiéndole de la necesidad de que sus órdenes fueran refrendadas por la firma de un ministro responsable, cuando tomara personalmente el mando-. También tenía el monarca un papel destacado en el nombramiento de todos los jefes militares. Era la invención de una tradición de la monarquía española: la del rey-soldado. Alfonso XII supo representar perfectamente un papel que ninguno de sus antecesores había desempeñado hasta entonces, pero que Cánovas juzgó esencial tanto para terminar la guerra carlista como para refrenar la tendencia al caudillismo de los generales españoles.

Ambos objetivos fueron conseguidos plenamente. El rey dirigió personalmente las últimas operaciones militares contra los carlistas que forzaron al pretendiente, Carlos VII -él mismo un rey soldado, que sin duda sirvió de referente a Cánovas en su invención- a cruzar la frontera francesa, por Valcarlos, el 28 de febrero de 1876. En la proclama al Ejército, tras el fin de la contienda, Alfonso XII decía con acentos napoleónicos: "Soldados: con pena me separo de vosotros. Jamás olvidaré vuestros hechos; no olvidéis vosotros, en cambio, que siempre me hallaréis dispuesto a dejar el Palacio de mis mayores para ocupar una tienda en vuestros campamentos; a ponerme al frente de vosotros y a que en servicio de la patria corra, si es preciso, mezclada con la vuestra, la sangre de vuestro Rey". Entró en Madrid bajo arcos de triunfo, y recibió el título de Pacificador. El éxito en el control político del ejército, por otra parte, queda perfectamente claro al considerar la poca importancia, y el fracaso, de los escasos pronunciamientos republicanos que se produjeron.

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