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Antonio Cánovas no era un teórico, o un filósofo de la política. Pero sobre las cuestiones fundamentales relativas a la nación y el Estado llegó a tener una serie de ideas fundamentales, fruto de la reflexión, el estudio y de su propia experiencia, a las que, no obstante su capacidad de adaptación y de compromiso, se atuvo a lo largo de toda su vida política. Era un hombre pragmático, no un oportunista. Cánovas conocía bien la historia española de los siglos XVI y XVII, pero había vivido una parte importante de la del siglo XIX, y esta experiencia histórica influyó decisivamente en los planteamientos políticos que enunció y tuvo ocasión de poner en práctica en su madurez, a partir de los cuarenta años, que cumplió en 1868. El régimen liberal, implantado a la muerte de Fernando VII, había llevado a cabo dos grandes empresas tras la victoria sobre el carlismo: la creación de un Estado unitario y centralista que había fomentado la conciencia nacional española, y el establecimiento de las bases de una economía capitalista y una sociedad clasista. Pero había fracasado rotundamente en dos cuestiones: el logro de una convivencia pacífica entre las distintas corrientes liberales, y el hallazgo de una fórmula eficaz de gobernabilidad. En efecto, el monopolio del poder por parte del partido moderado, durante el reinado de Isabel II, había llevado a los excluidos al recurso al pronunciamiento como única vía posible de acceso al poder.

Las consecuencias habían sido la militarización de la vida política y la politización del Ejército. A juicio de Cánovas, esto era, en gran medida, responsabilidad de los liberales que no habían tenido "claro concepto de lo que verdaderamente importaba" y, movidos por intereses partidistas y mezquinos, habían descuidado el interés supremo de la nación. Cánovas hubiera suscrito, de conocerlas, las palabras confidenciales escritas por un diplomático extranjero: "El problema era acostumbrar al soberano, a los ministros, a la aristocracia, a las clases medias, y al pueblo, a algo semejante a la autoridad sin despotismo y a la libertad sin licencia, a las ventajas y a los inconvenientes del sistema constitucional". Tras el fracaso de los distintos sistemas políticos adoptados después de la revolución de 1868, era preciso continuar la historia de España y salvar las instituciones liberales -la libertad, en definitiva- de la amenaza que suponía el carlismo y, sobre todo, el cesarismo, la dictadura militar, que podría surgir en cualquier momento para salvar el orden social amenazado. Para ello, lo fundamental era llegar a un consenso entre los partidos liberales y establecer unos principios básicos sobre los que asentar la convivencia pacífica. La respuesta estaba en la constitución interna de la nación española. Para Cánovas, las naciones eran seres dotados de unas características propias; las naciones, fruto y protagonistas de la historia eran los "instrumentos queridos por Dios para crear y difundir la civilización" -pensaba de acuerdo con los principios cristianos y la creencia en el progreso tan propios de la época-.

En el caso de España, las dos características básicas de la nación eran la monarquía y las Cortes, y en torno a estas instituciones, y sólo a ellas, debía constituirse el orden político. Pero monarquía y Cortes ya habían existido durante el reinado de Isabel II, sin ningún resultado práctico. Era necesario añadir algo más, y esto -de acuerdo con la experiencia negativa de aquel reinado- consistía en dos cuestiones estrechamente relacionadas: la existencia de un texto constitucional en el que estuvieran de acuerdo todos los partidos que aceptaran la monarquía, y la alternancia de dichos partidos en el poder. Lo que Cánovas pretendía, por tanto, era civilizar la política, excluyendo de ella a los militares, mediante la sustitución del pronunciamiento por el acuerdo entre los partidos para la alternancia en el poder. Ello era congruente con el concepto, realista, que Cánovas tenía de los partidos políticos de su época: instituciones necesarias para la gobernación del Estado como vehículos de la representación política, con un indudable contenido ideológico, pero cuyo principal factor de cohesión no eran las ideas -demasiado inestables-, ni por los intereses económicos -demasiado limitados-, sino el control de la influencia oficial y del presupuesto. Disfrutar de ambos de vez en cuando, al menos, era imprescindible para que los partidos, tal como eran, pudieran subsistir. Y ello por dos razones principales: porque los partidos, aprovechando la escasa profesionalización de la burocracia estatal, alimentaban su escasa militancia con empleos públicos (una de las formas más importantes de promoción social) y porque satisfacían a sus votantes, también escasos, con los beneficios que se derivaban de la distribución del presupuesto.

La alternancia, por otra parte, no se podía basar en la voluntad del cuerpo electoral, que en España no tenía independencia ni voz propia -en contraste con lo que ocurría en aquellos momentos en Gran Bretaña, por ejemplo, afirmaba Cánovas- sino en la decisión del monarca, convertido en árbitro supremo de la vida política. La Corona quedaba así constituida no sólo en la representación máxima de la soberanía sino como la pieza clave de su ejercicio. Ello suponía un riesgo evidente para la institución monárquica, pero un riesgo necesario dado el escaso peso de la opinión pública. Cánovas lamentaba la carencia de electores independientes en España pero, en el fondo, no concedía a este hecho demasiada importancia ya que pensaba que la pasividad perezosa de la mayoría era una fuente respetable y antiquísima del poder político; la legitimidad de un gobernante dependía más de su dedicación al bien común que del medio por el que hubiera alcanzado el poder.

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