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Datos principales


Rango

Sexenio democrático

Desarrollo


La situación política nacida del golpe de Pavía representa el epílogo del 68 y el prólogo de la Restauración borbónica; una situación entendida como puente e inscrita en el viraje conservador ya puesto en marcha en los últimos meses de 1873 por Castelar. 1874 es otro de los tiempos sin historia del siglo XIX. La historiografía no se ha ocupado de la dinámica interna de ésta solución interina, sino para buscar las claves inmediatas de la Restauración, lo que prejuzga la imposible consolidación de una República unitaria bajo la Constitución de 1879 o de una República autoritaria de nuevo cuño tutelada por el general Serrano. Se analiza, pues, el régimen de 1874 con la lógica de la inevitabilidad de un próximo retorno de los Borbones y la forma monárquica en la persona del príncipe Alfonso. En efecto, el golpe de Pavía abría un horizonte político en el que teóricamente eran posibles tres salidas. En primer lugar, la recuperación de la Constitución de 1869, convenientemente reformada en el tema de la forma de gobierno, que establecería en España una República unitaria. En segundo lugar, una nueva solución republicana personificada en el general Serrano, tomando como semejanza la república presidencialista de hecho de McMahon en Francia. En tercer lugar, el restablecimiento de una monarquía. En la práctica, 1874 se aupó en un régimen indefinido y sin fundamentos sólidos, cuya indeterminación precipitó el relevo alfonsino.

Y es que las dos primeras salidas se mostraron inviables al no conseguir un consenso mínimo de las elites políticas. Formalmente continuaba un híbrido sistema republicano sin Constitución, no promulgada la de 1873 y dejada en suspenso la de 1869. Serrano era el presidente del poder ejecutivo. Título indefinido en un contexto de indeterminaciones, como ya se puso de relieve en el Manifiesto a la Nación de 8 de enero de 1874 disolviendo las Cortes Constituyentes, en el que se reclamaba la necesidad de un poder robusto cuyas deliberaciones sean rápidas y sigilosas, donde el discutir no retarde el obrar, al tiempo que se reconocía en vigor la Constitución de 1869, pero suspendida por tiempo indefinido, hasta que retornase la normalidad a la vida pública. Las invocaciones institucionales y sociales del Manifiesto buscaban afanosamente un contexto de apoyo. Para empezar, se reconocía el papel arbitral del ejército como dueño de la situación; es decir, como la única institución vertebrada y asentada en la opinión pública unánime y en la voluntad de una nación dividida. La realidad es que el golpe de Pavía había acentuado la capacidad de los generales en la toma de decisiones, en un clima de triple conflictividad bélica: la guerra carlista en el Norte, la guerra de independencia cubana y los rescoldos del cantonalismo. Aunque Pavía era un general asociado a los radicales y gustoso de la trayectoria más conservadora y de orden de Castelar había imprimido a la República, no realizó el golpe en nombre del partido radical ni de una opción política, como había sido habitual en los pronunciamientos.

Lo había hecho con el concurso del ejército, y ello representaba un cambio cualitativo con respecto a la situación anterior. Desde estos momentos, y sobre todo desde la Restauración, en el papel del ejército primará una actitud de cuerpo y de arbitraje, argumentada como misión por encima de partidismos y que, como consecuencia, le llevará a aplicar, en el siglo XX, una cirugía militar de intervención. Pero en 1873 el ejército estaba todavía diversificado en sus opciones políticas, y tampoco tenía una alternativa unívoca, y mucho menos autónoma de la sociedad política. En enero de dicho año, una mayoría de los generales ya se inclinaba, con más o menos decisión, por la solución alfonsina, que era considerada como la única opción a largo plazo capaz de garantizar estabilidad y orden. De todas formas no existía unanimidad al respecto; todavía pesaba mucho el prestigio de Serrano y el infatigable Cánovas vislumbraba una Restauración monárquica sin pronunciamiento y por aclamación de la sociedad civil. Es significativo que el Manifiesto no utilice el término republicano, aunque sí apela al apoyo de los partidos liberales -constitucionalistas y radicales- distanciándose de las familias republicanas federales. Si a ello se añaden las invocaciones a los grupos sociales (nobleza, clases acomodadas, buenos católicos...) se concluye que el Manifiesto presenta el golpe de Pavía como la disidencia de un sector importante de la sociedad civil y política, que ha utilizado como brazo ejecutor al general y que utiliza como recambio temporal de Gobierno a otro general.

El tono del Manifiesto indica una naturaleza híbrida, interina y casi simbólica del papel de Serrano como nuevo presidente del ejecutivo, lo cual desvela sus limitaciones posteriores. Si Serrano hubiera contado con una clientela social, militar y política bien definida, dispuesta a apoyar la opción personal del general como aglutinante de un proyecto político, se habría articulado y consolidado una sociedad distinta. Pero Serrano, más allá de su mayor o menor vocación a ensayar una fórmula de macmahonismo como expresión de la República, no contaba con un consenso político, social y militar, ni con unas clientelas naturales similares a las de Cánovas, y tampoco fue capaz de conseguirlas, dado que su propia trayectoria política y la vinculación de su suerte a la guerra del Norte lo impidieron. Serrano, en 1874, era de nuevo el hombre de la situación al que las circunstancias colocaban como referente, pero muy distinto era vertebrar una alternativa y liderarla con apoyos clientelares de convicción, y no de emergencia. En el Manifiesto se elude cualquier exaltación personalista, y en su lenguaje se transmite dicha falta de consenso en torno al general. El golpe de Pavía, sin embargo, sí había contado con el favor de buena parte de las elites políticas y sociales del ejército. De ahí a la existencia de una convergencia de actitudes respecto a un proyecto político y la propia definición distaba la realidad de la situación. Sí suponía la negación del rumbo que había tomado la República en su versión federal.

El Manifiesto, de hecho, evita cualquier concurso del pueblo federal y de los republicanos federales en sus reclamos políticos y sociales, pero no articula un proyecto político -al igual que se había derivado de todo proyecto anterior- como fruto de la mutación formal del poder. Contra la República federal, pero con las soluciones de poder abiertas y sin estrategia concreta, dejaba enunciadas todas las piezas de un rompecabezas y con varias posibles alternativas, pero sin formularse ninguna. Ello dependería de la forma, habilidad y circunstancias para soldarlas, como lo acabaría logrando Cánovas del Castillo. En el Manifiesto, por tanto, no existe ningún programa político, sino una serie de indeterminaciones que desvelan, eso sí, los sectores de la trama: partidos liberales, ejército, Serrano, elites. En suma, quien ensamblara todos los elementos en un proyecto político de régimen estable se convertiría en la única alternativa viable a largo plazo. El Manifiesto sólo abría un horizonte de alternativas, pero la única que cuajaría, no por inevitable, sería la Restauración alfonsina. Cánovas supo percibir, desde el primer momento, esa ausencia de una alternativa política bien diseñada, como consecuencia del golpe de Pavía. Pero también atisbaba la necesidad de no contribuir en absoluto a incrementar las posibles apoyaturas personales que consiguiera el general Serrano. En su carta del 9 de enero, dirigida a Isabel II, pone de relieve este estado de opinión: "El propósito del duque de la Torre es consolidar la República unitaria con su presidencia vitalicia.

.. ahora aplaza su propósito hasta la reunión de las Cortes, que serán elegidas a viva fuerza... por eso no he querido ayudar a su encumbramiento actual, a pesar de que no faltaban alfonsistas que esperaban que su triunfo sería el de nuestra causa... de aquí en adelante el ejército es dueño de toda la situación en España. La república, la democracia, los principios democráticos están heridos de muerte. El pueblo está desengañado ,y aborreciendo más que a nadie a sus actuales dominadores... De todos modos, y por todas las sendas posibles, se llegará, un poco antes un poco después, al patriótico triunfo que VM. apetece. Para eso necesita, hoy más que nunca, opinión, mucha opinión en favor de don Alfonso; se necesita alma, serenidad, paciencia, tanto como perseverancia y energía. Se necesita no abrir abismos innecesarios, no hacer imposible ninguna inteligencia que pueda ser conveniente, incluso, por supuesto, la del duque de la Torre, para el día del desengaño..." Consumado el golpe del 3 de enero, el general Pavía propició una reunión política con significados elementos militares y representantes de los partidos políticos opuestos a la República federal. De esa reunión salió un Gobierno de circunstancias, más que de coalición, sin la presencia de Cánovas ni de Castelar quienes, por razones diferentes, rehusaron su participación. La presidencia del poder ejecutivo, que asumía las funciones de la jefatura del Estado y del Gobierno, quedó encomendada al general Serrano.

El resto del gabinete estaba compuesto por: Sagasta (Estado); García Ruiz (Gobernación); general Zabala (Guerra); almirante Topete (Marina); Martos (Gracia y Justicia); Balaguer (Ultramar); Echegaray (Hacienda) y Mosquera (Fomento). Todos ellos personajes de entidad política durante las diferentes andaduras del Sexenio, en un arco político que incluía, sobre todo, a radicales, algún constitucionalista, además de un republicano unitario y algún militar proclive a Cánovas. Como práctica inmediata de gobierno, la veta autoritaria caracterizó a un ejecutivo que se entendía fuerte y que quería proyectar esta imagen, en una línea que apenas se desmarcaba de la que había emprendido Castelar durante su gestión en el otoño de 1873. El fin era adquirir un capital político que atrajera a las "gentes de orden temerosas del verano federal anterior". A este respecto su disposición al restablecimiento del orden se concretó en el decreto de 10 de enero, disolviendo la Internacional y sus órganos de prensa por atentar "contra la propiedad, contra la familia y demás bases sociales". En realidad, el decreto no se dirigía sólo contra la AIT sino también contra las sociedades políticas que conspiraran "contra la seguridad pública, contra los altos y sagrados intereses de la Patria, contra la integridad del territorio español y contra el poder constituido". Por tanto, los republicanos federales quedaban en la ilegalidad, lo mismo que sus clubes y suspendida su prensa.

La llamada a la integridad del territorio español debe relacionarse con la cuestión cubana, de tal manera que el cuestionamiento de cualquier elemento alterador del statu quo colonial podía ser objeto de delito. Muy pronto cualquier capacidad de autonomía del ejecutivo quedó mermada. Cánovas tenía razón cuando asignaba al ejército el papel de árbitro, en un contexto de acentuación de las operaciones militares carlistas en el mes de febrero. Además de los costes políticos derivados de la guerra en el Norte, también de Cuba, el ejecutivo se vio abocado a enfrentarse con unos agobios financieros que se multiplicaban. Agotado el crédito internacional, la falta de recursos para los conflictos militares hacían del Gobierno un rehén en manos de los prestamistas. La solución ensayada en diciembre de 1872 se había bloqueado por el desorden financiero de 1873. En efecto, se había pensado que la creación del Banco Hipotecario de España resolvería y pondría orden en los asuntos hacendísticos. Aunque la función primordial de este banco, según sus estatutos, fuera la de extender y abaratar el crédito territorial, en unos momentos en que la carestía de dinero dificultaba la consecución de proyectos de todo tipo, de hecho el hipotecario se convirtió en agente del Gobierno para todo lo relacionado con la deuda pública. En la primavera de 1874 la penuria de recursos imponía nuevas soluciones.

En la transformación del Banco de España en banco nacional, por decreto de 19 de marzo de 1874 del ministro Echegaray, subyace el agravamiento de los problemas hacendísticos de un Estado en virtual quiebra y que precisaba de los préstamos del Banco de España para hacer frente a las obligaciones contraídas. Como contrapartida, se concedía al Banco el privilegio de emisión de billetes por un monto equivalente a cinco veces su capital efectivo. El Banco se obligaba a garantizar los billetes en circulación con un depósito de oro y plata igual en valor, como mínimo, al 25 por ciento del total de billetes emitidos. Con esta medida, además de asegurarse un prestamista sólido, el Estado conseguía regular la circulación fiduciaria y poner dosis de racionalización en el mercado del dinero. Necesidades hacendísticas en un momento de especial dificultad por la marcha de la guerra civil. Desde principios de año los carlistas, que ya controlaban buena parte del territorio vasconavarro, orientaron su estrategia hacia los principales núcleos urbanos, y entre ellos la ciudad símbolo de Bilbao. El 22 de enero tomaron Portugalete, y al mes siguiente iniciaron el sitio de Bilbao. El mismo día en que los carlistas entraban en Tolosa, 8 de marzo, el general Serrano se ponía al frente del ejército del norte para levantar el cerco de Bilbao. Esta decisión desvelaba la posible rentabilidad política de la campaña del Norte.

Para Serrano, resolver el sitio de Bilbao podría acarrear un aumento de su prestigio político y social, de su capital político. Lo contrario provocaría un aumento de la influencia de los generales más proclives a la causa alfonsina. El fracaso de un pronto levantamiento del cerco se saldó con el envío, en el mes de abril, de una división al mando del general de la Concha, marqués del Duero y con el general Martínez Campos como jefe de su Estado Mayor. Dos significativos mandos próximos al alfonsismo, que iban a compartir la entrada en Bilbao con Serrano el 2 de mayo. A pesar de la iniciativa, las tropas gubernamentales no culminaron con éxito la acción programada de la toma de Estella, el 27 de junio, capital del carlismo, donde cayó el marqués del Duero. Fracaso gubernamental y nueva reactivación de los ejércitos carlistas, que en el mes de julio acentuaron la presión militar. El día 20 del mismo mes la parada militar de Montejurra, con 20.000 hombres, demostraba la consolidación de sus posiciones como preludio de la expansión desde Cataluña hacia el Ebro, Teruel, Cuenca y Albacete y otras zonas del interior. El recambio gubernamental del 13 de mayo puso de relieve la importancia política de la guerra carlista. Fernández Almagro ha señalado que el origen de la crisis parcial de Gobierno estaba en la contrariedad de los radicales por los nombramientos habidos en el ejército del norte que fortalecían a los monárquicos.

La cuestión es que los radicales perdieron peso específico en el Gobierno, lo que implicaba cuestionar definitivamente cualquier alternativa de futuro protagonizada por ellos. Augusto Ulloa entró en Estado, Alonso Martínez en Gracia y Justicia, Juan Francisco Camacho en Hacienda, el contraalmirante Rodríguez Arias en Marina, Alonso Colmenares en Fomento, Romero Ortiz en Ultramar, mientras que el general Zabala, que había sido nombrado para la jefatura del Gobierno el 26 de febrero con ocasión de la marcha de Serrano a la campaña del Norte, continuaba a la cabecera del gabinete. Por último, Sagasta conservaba la cartera de Gobernación. Un cambio gubernamental que parecía, aunque no lo fuera, diseñado por Cánovas. La desaparición del republicano unitario García Ruiz y de los destacados prohombres radicales facilitaba la estrategia restauracionista. Además, Serrano volvía a Madrid sin poder capitalizar el éxito parcial del sitio de Bilbao, mientras que los mandos más próximos a la causa alfonsina ocupaban puestos clave en los ejércitos de maniobra. La situación política y militar jugaba, pues, a favor de los planes de Cánovas, hecho confirmado por una nueva crisis gubernamental en septiembre que despejó aún más el camino. El general Zabala, ocupado sin éxito desde julio en la cabecera del ejército del Norte, fue sustituido como jefe de Gobierno por Sagasta, que conservaba Gobernación; entraban como nuevos ministros el general Serrano Bedoya, en Guerra, y Carlos Navarro Rodrigo en Fomento.

En síntesis, en el último trimestre del año resultaba evidente el agotamiento de cualquier opción política que no fuera la Restauración borbónica en la persona del príncipe Alfonso. Independientemente de la hábil estrategia canovista, sustentada en una política de captación que estaba dando sus frutos, la trayectoria política y militar estaba colaborando de forma autónoma a la consecución de su proyecto. Serrano no había conseguido aglutinar unas sólidas clientelas políticas en torno a su persona. Cualquier alternativa republicana, por tímida que fuese, seguía demostrando su inviabilidad a corto plazo. La inclinación del ejército hacia la Restauración era manifiesta, al compás de unos conflictos bélicos no resueltos ni en la Península ni en Cuba. Cánovas supo percibir perfectamente la coyuntura, y el Manifiesto de Sandhurst, de 1 de diciembre de 1874, dejó explícitos los puntos básicos de la Restauración. Todo este conjunto de elementos, que actuaban de forma autónoma con respecto a Cánovas explica el pronunciamiento de 31 de diciembre de 1874 en Sagunto por el general Martínez Campos. El triunfo político de Cánovas dependió, por tanto, de una situación a principios de 1874 en la que unos partían con objetivos indeterminados y sin estrategias bien definidas, mientras que él sí supo situar las piezas claves del tablero político. Confluyen, pues, en la explicación de la Restauración, de un lado la estrategia de Cánovas, y de otro la trayectoria política y militar de 1874 como variable independiente que el primero supo aprovechar.

Esa estrategia canovista se sustentaba en un conjunto de intereses en cuya cúspide se emplazaban las elites políticas, económicas y militares. A lo largo de 1874 las elites políticas del Sexenio, salvo el republicanismo federal, se fueron adaptando más o menos estrechamente al proyecto canovista, más que articulando un proyecto distinto. El caso de Sagasta es paradigmático. Vislumbraron acertadamente el futuro, aunque su incorporación al sistema político de la Restauración no se hiciera de forma inmediata y mostraran alguna leve resistencia. Pero a la larga el grueso del conglomerado político que había girado en torno a los dos partidos de la época amadeísta, el constitucionalista y el radical, acabó por integrarse, salvo excepciones como la de Ruiz Zorrilla. El propio Serrano, después de un breve exilio, optó por la colaboración. Más rotunda todavía resultó la actitud de las elites económicas de ambos lados del Atlántico, fenómeno comprendido en la búsqueda de una estabilidad política definitiva, pero que en el caso cubano ofrece una dimensión complementaria. Resulta indudable la influencia de los poderosos comerciantes peninsulares de Cuba en el retorno de los Borbones. Una activa colaboración que tenía un vital componente en la ayuda financiera, ya puesta en marcha al menos desde 1872. El tema de la abolición de la esclavitud y la posible alteración del statu quo colonial fueron los acicates de esta actuación básica y de su integración en el proyecto de Cánovas.

El comportamiento de un Juan Manuel de Manzanedo, o de la familia Zulueta así lo ejemplifican, marcando la norma seguida masivamente por el conjunto de las elites económicas hispanoantillanas. Con respecto a la nobleza de sangre, sus actitudes quedaron puestas de relieve claramente desde el mismo día de la revolución de septiembre. Conformaron las bases de sustentación del exilio isabelino y alfonsino, y sus dineros y salones fueron una apoyatura de primer orden para la difusión de la causa. En cuanto al ejército, el fracaso de una posible alternativa por parte del general Serrano provocó su confluencia política con el alfonsismo. Jover Zamora ha señalado las claves de dicha confluencia en su escala de valores ideológicos y mentales: "Cánovas del Castillo venía a presentar, convenientemente explícitos y anudados, aquellos elementos de la ideología política de los militares más decantados y consolidados a lo largo del siglo XIX: su monarquismo y su liberalismo. Un monarquismo no absolutista, como el de Carlos VII; no extranjero, como el de Amadeo; no éticamente sospechoso, como había sido el de Isabel II. Y un liberalismo compatible con la disciplina, con el mantenimiento del orden social, con los elementos de la ideología nobiliaria y estamental, muy presentes también, como sabemos, en la mentalidad de los generales que hicieron su carrera durante la era isabelina".

Los escasos militares de mando todavía renuentes se sumaron en el último semestre de 1874, y precisamente la acción del ejército a través del pronunciamiento de 31 de diciembre fue lo que precipitó, de forma no deseada por Cánovas, la Restauración. Cánovas había aglutinado y dado razón política a todo el entramado, atrayendo a las clientelas políticas y a las clientelas naturales a su proyecto. Desde los inicios del Sexenio, en las Cortes del 69, había defendido la alternativa personificada en el príncipe Alfonso de acuerdo a la legitimidad histórica. El trayecto más difícil del camino fue poner orden en las filas del exilio borbónico y entre sus partidarios del interior. Su proyecto empezó, pues, independientemente del exilio. Isabel II, aconsejada por sus colaboradores más próximos, no era partidaria de la abdicación. Cuando ésta se produjo en junio de 1870 se abrieron las perspectivas, aunque sin encomendar el liderazgo a Cánovas. Cuando fracasaron otras personas como posibles conductores hacia la Restauración, Cánovas quedó como jefe indiscutible del alfonsismo. A partir de aquí la evolución política de 1873 y 1874 creó el contexto apropiado. Aunque la Restauración no fue inevitable en sí misma, desde la perspectiva de 1875 el proceso, con su situación puente del año anterior, fue entendido y se presentó como tal inevitabilidad en un discurso político que Cánovas vertebró y difundió como la continuación de la historia de España.

El pronunciamiento militar de Sagunto no hizo más que precipitar los acontecimientos. El general Martínez Campos se reunía en Sagunto con el general de brigada Luis Dabán, que había salido de Segorbe el 28 de diciembre con tropas escogidas. Se les unió el general Jovellar, jefe del ejército del centro. Los pronunciados proclamaron rey de España a Alfonso XII. El Gobierno apenas respondió: estaba superado por los acontecimientos. El intento de Serrano de oponerse a los sublevados ya no podía cuajar en el seno del ejército. En la tarde del 30 de diciembre el general Primo de Rivera indicó al Gobierno que se adhería al pronunciamiento. El general Serrano tomó el camino del exilio. El 31 de diciembre quedó constituido el Ministerio-Regencia: Presidencia, Cánovas del Castillo; Estado, Castro; Guerra, general Jovellar; Marina, marqués de Molins; Hacienda, Salaverría; Fomento, marqués de Orovio; Justicia, Cárdenas; Gobernación, Romero Robledo y Ultramar, López de Ayala. En La Gaceta de Madrid del mismo 31 de diciembre podía leerse: "Habiendo sido proclamado por la Nación y por el Ejército, el Rey D. Alfonso de Borbón y Borbón, ha llegado el momento de hacer uso de los poderes que me fueron conferidos por Real decreto de 22 de agosto de 1873". El texto era de Antonio Cánovas del Castillo.

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