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Datos principales


Rango

Sexenio democrático

Desarrollo


Si en 1871 se habían sucedido las crisis gubernamentales, en 1872 la insistencia de esas mismas crisis redundó en un progresivo deterioro de la vida política y parlamentaria. Un desequilibrio político de efectos nefastos para la monarquía de Amadeo I. El año comenzó con la preparación, por parte de Sagasta, de la celebración de elecciones generales. A finales de enero había conseguido ya la disolución de las Cortes, y la convocatoria tuvo lugar entre el 3 y el 6 de abril. Los adversarios, en esta ocasión, serían, por un lado, los conservadores de Sagasta y, por otro, el denominado pacto de coalición nacional. Este pacto estaba suscrito por la principales fuerzas de la oposición, en una nueva versión de la coalición concertada para las elecciones de 1871, que ahora incluía a los radicales. Se pusieron de manifiesto las tensiones internas del republicanismo, entre benevolentes e intransigentes. El comportamiento del sector insurreccional, con su política de retraimiento, influiría sobre el resultado final de las elecciones. Los carlistas, por su parte, acudían por última vez a unas elecciones, haciéndolo ya sin mucho convencimiento, aunque postergaron la sublevación hasta conocer los resultados obtenidos por Nocedal. Poco cambiarían las cosas para estas fuerzas políticas tras las elecciones. Como era de esperar, dada la vehemencia que los sagastinos habían derrochado, los conservadores se hicieron con la mayoría parlamentaria.

Un resultado electoral que confirmó las tendencias en el voto que habían imperado en todos los comicios desde 1869 y que se mantuvieron durante todo el Sexenio: las zonas rurales primaban la opción gubernamental, mientras los centros urbanos consolidaban el voto de la oposición. Pero por primera vez se produjo un crecimiento desmedido de la abstención, debido no sólo a las dificultades y problemas técnicos habituales como los errores en el censo, sino también a la campaña abstencionista promovida por la izquierda, y al desinterés general. Los acontecimientos ocurridos en el mes de mayo inducen a reflexionar sobre la validez y el sentido de la última consulta electoral: un escándalo financiero en el seno del Gobierno provocó la crisis y la dimisión de Sagasta. Siguiendo la pauta de comportamiento de los últimos años para los casos de emergencia, sobre el general Serrano volvió a recaer la responsabilidad de formar Gobierno. A fin de cuentas era el candidato más adecuado, en vista de los negativos efectos que los personalismos tenían sobre el consenso parlamentario. Pero Amadeo I se vio comprometido una vez más: negó a Serrano la petición de suspender las garantías constitucionales, dimitiendo éste el 10 de junio. Tras negociaciones infructuosas con algunas personalidades, Ruiz Zorrilla fue nombrado presidente del Consejo el 13 de junio. En un intento de relanzar los principios democráticos, y de reanudar el proceso de modernización y democratización, iniciado por el Gobierno provisional en 1868 y estancado desde finales de 1869, Ruiz Zorrilla pasó a la acción.

Formó un gabinete con carácter transitorio, mientras preparaba el camino para un nuevo llamamiento a las urnas en agosto. Los radicales presentaron un programa acorde con su estrategia reformista, planteando cuestiones pendientes desde 1869: el jurado, las quintas, las colonias, la modernización económica, la separación Iglesia-Estado, etcétera... De las elecciones de agosto de 1872 se desprende, como dato más significativo, el índice de abstención, superior al 50 por ciento. Se daba así continuidad a la tendencia de los comicios anteriores, más acusada ahora, ya que incorporaba una novedad importante: el partido de Sagasta se vio sumado, en esta ocasión, a la práctica del retraimiento electoral. Una peligrosa actitud que ponía en cuestión no ya las mismas elecciones, sino el sistema en su conjunto. A pesar de todo Ruiz Zorrilla formaría Gobierno, respaldado por el 70 por ciento de los votos emitidos, sobre los que había pesado, una vez más, la influencia moral del Gobierno. Era el momento de acometer las reformas anunciadas, y pronto el ministerio aportó propuestas al respecto: abolición de las quintas, reorganización del ejército, solución de la cuestión colonial -incluida la propuesta de abolición de la esclavitud-... La realidad, sin embargo, se impuso sobre toda voluntad y esfuerzo del Gobierno; sólo la Ley de Enjuiciamiento Criminal consiguió prosperar, en un clima de continuas convulsiones.

Personalidades procedentes de la septembrina se apartaban del sistema. El bipartidismo se hacía imposible. El rey se encontraba cada vez más aislado, y muy impresionado por el atentado que sufrió el 18 de julio. La monarquía democrática hacía aguas por todas partes. El panorama político de finales de 1872 resultaba poco alentador. Además de la guerra carlista y las insurrecciones republicanas, el tema de la abolición de la esclavitud en Ultramar crispó más la situación. Los republicanos y los radicales de Ruiz Zorrilla reforzaron su postura con el apoyo de la Sociedad Abolicionista Española, grupo que reunía a buena parte de la intelectualidad de la época, procedente de la revolución de 1868. No serían voces suficientes, sin embargo, para imponerse a la mayoría esclavista que se había proyectado por toda la geografía española, y con ella la presión antiabolicionista. El Centro Hispano Ultramarino de Madrid concentró los intereses antiabolicionistas, en relación con los hombres de negocios de la isla de Cuba. En diciembre de 1872 el Centro presentó una enérgica protesta ante Ruiz Zorrilla, quien, a pesar de su convicción personal, cedió a la presión: en Cuba se mantendría el régimen esclavista, a la par que la guerra continuaría en la isla hasta 1878. El caso de Puerto Rico no estaba tan condicionado por los intereses económicos, de modo que allí sí se hizo efectiva la abolición de la esclavitud.

Un hecho significativo alude al denominador común de los esclavistas: todos ellos se inclinaron hacia el proyecto ya liderado por Cánovas del Castillo, cobrando el alfonsismo mayor peso político y social. El año 1873 vería la luz en una situación de profunda crisis política. Amadeo I buscaba desde hacía tiempo un pretexto para abdicar, y no tardaría mucho en encontrarlo: el conflicto desatado entre los artilleros a raíz del controvertido nombramiento del general Hidalgo como capitán general de las Vascongadas, al que acusaban de haber colaborado en la abortada sublevación de los sargentos de San Gil en junio de 1866. Mandos artilleros solicitaron la separación colectiva del servicio. El Gobierno Ruiz Zorrilla, decidido a reafirmar el poder civil sobre el ejército, mantuvo el nombramiento y firmó el decreto de separación del cuerpo de los jefes y oficiales protagonistas del plante, con el visto bueno de las Cortes. Se extendió un ambiente de conspiración e intentos de golpes de fuerza, propuestos al monarca por sectores del ejército. Situado entre la espada y la pared, Amadeo no esperó más para abdicar. El 10 de febrero lo hacía en su nombre y en el de sus descendientes.

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