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Reinado Isabel II

Desarrollo


A pesar del limitado conocimiento de la historiografía actual sobre el más importante sector de la sociedad española del siglo XIX, intentaré adentrarme resaltando los rasgos de dualidad entre los abundantes restos de la organización del Antiguo Régimen, que a veces se prolongan hasta el siglo XX, y la nueva sociedad que sólo lentamente se abre paso, sobre todo en las más importantes ciudades y su entorno. Ya hemos visto cómo algunas ciudades crecen mucho, en términos relativos y comparadas con ellas mismas, en los primeros dos tercios del siglo XIX. Sin embargo, aún sigue siendo escasa la población que habita en ellas en relación con la que vive en los núcleos rurales. La importancia de la población urbana reside, más que en el número, en su vitalidad, su capacidad de organizar y decidir el futuro de la nación y, en definitiva, en ser el elemento adelantado de la sociedad contemporánea que acabará siendo común en el siglo XX. Sin embargo, no hay que pensar que todos los habitantes de las ciudades formaban parte de una sociedad evolucionada. Esto será una tendencia, una lenta tendencia, que tardará en imponerse. Por el contrario, sobre todo en las primeras cuatro décadas del siglo XIX, buena parte de los vecinos urbanos seguían pareciéndose más a sus antepasados del Antiguo Régimen. En una considerable proporción (en Valladolid en el año 1840 más de 54%) las clases bajas se dedicaban al sector servicios y casi la mitad de ellos, entre los que abundaban las mujeres, trabajaban en el servicio doméstico seguidos de los mozos de comercio o pequeños tenderos autónomos -vendedores en puestos de mercados y similares- más próximos a las clases bajas que a las clases medias.

Es destacable el hecho de que aproximadamente una cuarta parte de la población eran chicas de servicio, inmigrantes casi todas y empleadas en su mayor parte en casas particulares. Su trabajo no tenía horario ni días de descanso reglamentados. Su salario, más que en dinero, que era escasísimo, lo recibían en alimentación, habitación y vestido. La idea de que la mujer ha comenzado a trabajar fuera de su propio hogar masivamente en España desde hace poco tiempo debe ser matizada. Es cierto, pero sólo aplicable a las clases medias y altas. En el Antiguo Régimen y en el período que estamos estudiando de la sociedad contemporánea, la gran mayoría de las mujeres, pertenecientes a las clases bajas en porcentajes en torno al 90%, trabajaban fuera de su casa al menos durante algún período de su vida, si no toda la vida. Lo hacían en el servicio doméstico (como fijos o como asistentas, lavanderas, costureras o amas de cría durante algunas horas al día) o en las tareas del campo, especialmente en los períodos de mayor trabajo. Algunas otras, relativamente pocas (menos del 20%), tenían trabajo en talleres, comercios, etc. Sin embargo, había muchas desigualdades, la principal es que percibían salarios inferiores a los hombres. El ideal que relegaba a la mujer exclusivamente al hogar, con un trabajo relativo en cuanto que eran ayudadas por otras mujeres que tenían a su servicio, era exclusivo de las clases medias y altas.

Esto explica, que a medida que avanza la Edad Contemporánea y se amplía el número de familias que se integran en las clases medias, disminuyan porcentualmente las mujeres trabajadoras. El número de sirvientes urbanos, entre los que las mujeres eran la abrumadura mayoría en una proporción de tres por uno con respecto a los varones (según reflejan los censos de 1860 y 1877), creció considerablemente entre 1797 y 1860, pero se estabilizó con tendencia a disminuir entre esta última fecha y 1877. El artesanado urbano no sólo sobrevivió a la desaparición legal del régimen gremial sino que creció en las ciudades y grandes pueblos. Representa uno de las aspectos más característicos de esta sociedad dual, como reflejan los censos analizados o estudios monográficos de algunas ciudades a través de los padrones municipales como, por ejemplo, Valladolid (G. Rueda y P. Carasa) y Granada (A.M. Calero). Un sector del artesanado urbano y los inmigrantes procedentes del campo sufrieron un proceso de proletarización y entraron a trabajar en las nuevas fábricas, pocas, pero en número creciente a lo largo de todo el siglo. Esto, lógicamente, es más claro en aquellos núcleos industriales que ya hemos señalado en los epígrafes dedicados a la demografía. En Barcelona y su entorno este fenómeno se observa ya desde el siglo XVIII, como ha demostrado Pedro Molas en su obra sobre Los gremios barceloneses del siglo XVIII.

El Censo de 1860 diferencia la ocupación del sector secundario de tipo antiguo, la artesanía que agrupa a cerca de 666.000 individuos y oficios como carpinteros, herreros, zapateros, etc. que sumados a sus ayudantes suponen otras 556.000 personas, de los que trabajan en la industria relativamente moderna. En este último apartado, se distinguen los empresarios (unos 13.500 fabricantes) de los jornaleros en las fábricas (algo más de 154.000, de los que 100.000 son hombres y 54.000 mujeres) y los mineros (23.000). Son pues 177.000 obreros industriales y mineros que, por primera vez, aparecen diferenciados en el Censo de 1860 y que han llegado a los 200.000 en 1877. A ellos habría que sumar los empleados de los ferrocarriles en tareas desde maquinistas a trabajadores en talleres, agrupados en algunas ciudades como Valladolid. Los censos no especifican con claridad cuántos eran los trabajadores en los ferrocarriles, pero en todo caso no pasan de 5.000 en 1860 y 40.000 en 1877. Esta población obrera se concentra en pocos lugares: en la ciudad de Barcelona y su comarca trabajan casi un tercio de todos ellos, con tendencia a aumentar en proporción al total nacional en las décadas siguientes. Otras provincias y ciudades destacadas por el número de trabajadores y por su crecimiento entre 1860 y 1877 son Málaga, Oviedo y Cádiz. Alguna empieza a despuntar como Santander y Vizcaya. Valencia y Sevilla tienden a estabilizarse con ocho y cuatro mil trabajadores, respectivamente, mientras que Alicante (Alcoy), que tenía más de 14.

000 obreros, disminuye a poco más de 10.000. Algunas ciudades están en fase de franco declive como, por ejemplo, Gerona, Tarragona, Palencia, Salamanca y Segovia. Por fin, algunas provincias destacan por el número de mineros tales como Almería, Murcia, Oviedo, Ciudad Real, Huelva y Jaén. Como queda dicho, en Barcelona y sus alrededores, se asentaron el mayor número de industrias en la primera mitad del siglo XIX. Contaba con una considerable masa de proletarios industriales, especialmente en la industria textil. Eran unos 50.000 en 1860 y más de 70.000 en 1877. En Barcelona el sistema fabril no supuso, durante muchos años, grandes fábricas sino, más bien, empresas con un tamaño bastante reducido. En 1841 la empresa media tenía 18 obreros. Esta cifra ascendió hasta 52 en 1850 y 72 en 1861, pero la concentración nunca fue mucho más allá de este nivel. En esta y otras regiones había también obreros industriales, por orden de mayor a menor, en los sectores mineros, metalúrgicos, ferroviarios y de la construcción. La jornada de trabajo solía ser bastante larga, en torno a 1850 frecuentemente de 10 a 12 horas diarias. Además, la clase trabajadora sufría todos los inconvenientes de la casi ausencia de contratos y regulación laboral. Un último grupo, que pululaba especialmente en las ciudades portuarias y que constituía un peculiar sector obrero, era el de los marineros de marina mercante, distintos de los pescadores, que constituían una masa de 30.000 trabajadores a principios de siglo XIX, unos 45.000 en 1860 y 50.000 en 1877.

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