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Reinado Carlos IV

Desarrollo


A principios de 1797, con Godoy todavía como máximo responsable político, era general la creencia de que el fin de los Estados Pontificios era inminente. El ejército de Bonaparte lograba el 14 de enero la victoria de Rivoli sobre los austriacos y la capitulación de Mantua el 2 de febrero, con lo que la presión sobre Roma era extrema, y la curia pontificia discutía si debía aceptarse una paz sin condiciones o si había que resistir. España fue requerida por el Papa para que mediara pero, pese a lo afirmado en sus Memorias, Godoy se mantuvo reticente a la mediación. Roma, no obstante, se salvó momentáneamente, comprando tiempo a los franceses. El Tratado de Tolentino, firmado entre Napoleón y Pío VI el 19 de febrero, evitó la ocupación de la ciudad, pero imponiendo al pontífice unas condiciones extraordinariamente duras: los Estados Pontificios perdían la Romaña y renunciaban a Aviñón, comprometiéndose al pago de una importante cantidad de dinero a los franceses, cifrada en 46 millones de escudos, además de la entrega de víveres y pertrechos. La posibilidad de alcanzar un objetivo largamente acariciado por el regalismo español, la creación de una Iglesia nacional, era ahora posible. En marzo de 1797, Carlos IV envió a Roma una embajada extraordinaria formada por tres prelados: los arzobispos Rafael Múzquiz, confesor de la reina, y Antonio Despuig, arzobispo de Sevilla tras su breve paso por Valencia, encabezados por el cardenal primado, Consejero de Estado y todavía inquisidor general, el leonés Francisco Antonio de Lorenzana.

El propósito de la legación no era demasiado explícito en el texto de la real resolución, donde se indicaba que debía "arreglar con Su Santidad los artículos pendientes y cualesquiera otros que ocurrieran en adelante", pero su objetivo verdadero era negociar con la Santa Sede la devolución a los obispos españoles de las reservas hasta entonces en manos del Pontífice en materia de derechos y jurisdicción. Ante la hipótesis, cada vez más plausible dada la situación italiana, de la ocupación de Roma por los franceses, la dispersión de la Curia romana y el fin de la autoridad temporal del Papa, Godoy acentuó la línea episcopaliano-regalista que rebajaba las prerrogativas pontificias y aumentaba la de los prelados, hasta el punto de constituirse éstos en cabezas de una Iglesia católica nacional. Había en ello una ventaja económica indudable: los españoles obtendrían las gracias y dispensas, sobre todo matrimoniales, en sus diócesis respectivas, y el dinero que obtenía Roma de las correspondientes tasas quedaría en España, lo que no era poco, pues las cantidades ingresadas en las arcas romanas por expedientes matrimoniales tramitados en 1797 ascendieron a cerca de 380.000 escudos romanos, razón por la que Corona Baratech pudo calificar la Dataría y la Cancillería Apostólica, encargadas de conceder gracias y dispensas, verdaderos "manantiales de las riquezas temporales de Roma". El 28 de diciembre se produjo un levantamiento republicano en Roma.

En los enfrentamientos habidos, la guardia pontificia penetró en la embajada francesa, resultando muerto el general galo Duphot y teniendo que escapar el embajador, que llamó en su ayuda al ejército francés acampado en las inmediaciones. El ministro Talleyrand, en nombre del Directorio, ordenó ocupar la ciudad. El 15 de febrero de 1798 fue proclamada desde el Capitolio la República Romana, que invitó al Pontífice a abdicar de su soberanía temporal. Pocos días después Pío VI, con 80 años de edad, abandonaba la ciudad hacia un incierto exilio, que pudo ser Mallorca si el gobierno español hubiera aceptado las sugerencias efectuadas por el Directorio en ese sentido, pero que terminó siendo Francia, en donde moriría desterrado el 29 de agosto de 1799, cinco meses después de su llegada. El fin de los Estados Pontificios y la situación caótica que se vivía en sus antiguos territorios llevaron a Godoy a emitir un decreto el 17 de marzo de 1798 que permitía a los jesuitas españoles y americanos, expulsados por Carlos III en abril de 1767, a regresar a España y residir con sus familiares o amigos. Fue un levantamiento temporal del exilio, pues el 20 de marzo de 1801 otro decreto ordenaba de nuevo la salida de España a los jesuitas que se habían acogido a la medida tres años antes. Urquijo consideró que la coyuntura, con el Papa moribundo en manos francesas y los cardenales dispersos, era idónea para alcanzar el objetivo plenamente regalista: levantar una Iglesia nacional, independiente de Roma en materia económica y disciplinaria, y recuperar para los obispos españoles los derechos y facultades que se había reservado Roma.

En septiembre de 1798, cuando Pío VI se hallaba todavía en Siena, el Papa había concedido facultades extraordinarias a los prelados de la archidiócesis de Toledo para conceder dispensas matrimoniales por mano del nuncio. Un mes después Urquijo efectuó gestiones para lograr que el Pontífice ampliara la concesión otorgada a Toledo a todas las diócesis de España e Indias y sin intervención del nuncio, pero tuvo que esperar hasta la muerte del Papa en agosto de 1799 para tomar una decisión unilateral que venía a nacionalizar de hecho la Iglesia española. Un real decreto, fechado el 5 de septiembre de ese año, señalaba que Carlos IV, atento a que sus vasallos no carecieran de los auxilios de la religión en una situación excepcional, en la que la Iglesia se hallaba sin Papa y con Roma convertida en república bajo la protección francesa, había decidido que hasta nueva elección de Pontífice, si ésta se producía, "los arzobispos y obispos españoles usen de toda la plenitud de sus facultades, conforme a la antigua disciplina de la Iglesia, para dispensas matrimoniales y demás que les competen; que el Tribunal de la Inquisición siga, como hasta aquí, ejerciendo sus funciones, y el de la Rota sentencie las causas que hasta ahora le estaban encomendadas en virtud de la comisión de los Papas, y que yo quiero ahora continúe por sí. En los demás puntos de consagración de obispos y arzobispos, u otras cualesquiera más graves, que puedan ocurrir, me consultará la Cámara cuando se verifique alguno, por mano de mi primer Secretario de Estado, y entonces determinaré lo conveniente, siendo aquel supremo tribunal el que me lo represente, y a quien acudirán todos los prelados de mis dominios, hasta una orden mía".

El rey, pues, asumía, aunque fuera sólo interinamente, la confirmación canónica de los obispos españoles que antes era facultad pontificia; autorizaba al Tribunal de la Rota a suplir a los tribunales romanos; eliminaba al nuncio por superfluo; y concedía a los obispos plenas facultades para conceder dispensas matrimoniales. Por último, se recomendaba a los prelados la observancia del decreto y su lectura en el púlpito. El decreto de 5 de septiembre, calificado por el embajador austríaco en Madrid de sensacional, podía llegar a suponer, caso de mantenerse una vez elegido nuevo Papa, una situación similar a la entonces vigente en Austria, y no cabe calificarlo de cismático, como cierta historiografía heredera de Menéndez y Pelayo ha sostenido exageradamente. Sin embargo, el cónclave reunido con dificultades en Venecia eligió en marzo de 1800 al cardenal Chiaramonti como Pío VII, y ante su negativa a confirmar el decreto de 5 de septiembre del año anterior, éste fue revocado, siendo comunicada esta decisión a todos los obispos españoles por una circular que Carlos IV les dirigió el 29 de marzo.

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