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Reinado Carlos IV

Desarrollo


En el momento mismo de la muerte de Carlos III se culmina la tarea de ofrecer una imagen positiva y mitificada del monarca y de su obra como gobernante. Los elogios al rey patriota leídos ante las sociedades económicas pocas semanas antes de su fallecimiento, editados en 1789 y debidos, entre otras, a las plumas de Cabarrús, Juan Pérez Villamil, Gaetani o Jovellanos, resumían las aspiraciones políticas del absolutismo ilustrado y su dificultad para adaptarse a la crisis del Antiguo Régimen que ahora se iniciaba, dificultad que se plasmaría en el contrapuesto discurrir de las biografías de quienes elogiaban con términos unánimes a Carlos III: Cabarrús, afrancesado; Jovellanos, miembro de la Junta Central; Pérez Villamil, uno de los promotores del Manifiesto de los Persas y breve ministro de Hacienda tras el golpe de Estado absolutista de 1814. Para Jovellanos, "Carlos III sembró en la nación las semillas de luz que han de ilustrarnos y os desembarazó los senderos de la sabiduría. "Tú has hecho respetar las tiernas plantas que germinaron, tú vas a recoger su fruto y este fruto de ilustración y de verdad será la prenda más cierta de la felicidad". Para Onorato Gaetani la humanidad se había visto privada con su muerte de un hombre benéfico, de un héroe feliz y de un rey amado al que se recordaría siempre. El conde de Fernán Núñez, hombre próximo al rey, redactaría su Vida de Carlos lll, que retrata a un monarca virtuoso y preocupado por sus súbditos.

Giovanni Stiffoni ha estudiado el sentido de esta frondosa literatura mitificadora en relación con los acontecimientos iniciados en julio de 1789 en París. En su opinión, con la mitificación de Carlos III se pretendía mitificar el pasado más inmediato y con ello difundir el mensaje de que la vía del absolutismo ilustrado no estaba cegada, sino que suponía una alternativa posible a la violencia y a la anarquía revolucionaria. Carlos III venía a representar el modelo de monarca que, guiado por la virtud y el respeto a la religión, había sacado a España de las tinieblas y difundido las luces de la razón. El reformismo prudente, siguiendo su ejemplo, debía imponerse a la vorágine revolucionaria. La imagen de Carlos IV no ha contado, ni de lejos, con la fortuna de su antecesor. De edad de 40 años cuando accedió al trono en diciembre de 1788, el retrato que de él hizo el hispanista francés Desdevises du Dezert a fines del siglo XIX no resultaba nada halagador: "era de elevada estatura y de aspecto atlético; pero su frente hundida, sus ojos apagados y su boca entreabierta, señalaban a su fisonomía con un sello inolvidable de bondad y de debilidad". No era más favorable la opinión del marqués de Lema: "allí donde alcanza la tela de su entendimiento se observa que sus juicios son acertados, de buena intención siempre, pero esa tela es desgraciadamente corta". El supuesto talante bondadoso del monarca fue también destacado por su historiador Andrés Muriel, para quien el rey "era de corazón bondadoso y recto", pero para quien su falta de carácter llevó a dejar los asuntos de gobierno en manos de su esposa: "entre estas imperfecciones de su carácter sobresalía un defecto que fue la causa principal, por no decir el motivo único, así de los males que han afligido España como de los infortunios que vinieron sobre el mismo monarca y su familia.

Esposo tierno y complaciente, nunca vio sino por los ojos de la reina, a cuyas voluntades obedeció con constante docilidad. Fue tal su flaqueza en este punto, que no gobernó sino en el nombre, pudiéndose afirmarse que abdicó de hecho el Poder y le depositó en manos de su esposa al poco tiempo de su advenimiento, y que hizo así depender la conservación de su Corona y la paz del Reino de las pasiones y caprichos de esta mujer liviana". Los sermones y discursos predicados o pronunciados -y posteriormente impresos- con motivo de celebraciones o exequias reales, son los que más contribuían a conformar la imagen de los reyes que, en muchos casos, ha sido reiterada hasta convertirla en tópico. En el caso de Carlos IV y María Luisa de Parma, el perfil trazado por Desdevises du Dezert, Muriel o el marqués de Lema, procede de esta literatura forjadora de imágenes estereotipadas. Su supuesta falta de carácter e ingenuidad se señalaba en la oración fúnebre celebrada por el Real Acuerdo de la Audiencia de Valencia, al preguntarse: "¿Qué fue toda su vida Carlos Cuarto de Borbón, dice la censura amarga de sus enemigos o de sus émulos, sino un rey bondadoso, sencillo, fácil y sobradamente crédulo?", y en las palabras del padre Labaig y Lassala con un motivo similar: "Su natural pacífico y su índole benigna, generosa, afable no le inclinaban al arte de ejercer la inhumanidad por reglas y por principios". Frente a esta visión tópica de hombre despegado de sus responsabilidades, y a la opinión muy extendida de que el monarca cazaba y pescaba, pero no dedicaba su tiempo a los asuntos de gobierno, hay multitud de ejemplos de lo contrario, como cuando visitó Barcelona para las bodas reales de 1802, en que mostró un gran interés por visitar las instalaciones militares de la capital del Principado y acudió a Figueras para conocer personalmente los motivos y circunstancias de su rendición durante la guerra con Francia de 1793-1795, y la historiografía más reciente le concede un papel activo en la dirección de la política exterior española.

Cierto es que, aficionado a la música de Bocherini y a la pintura de Goya, había heredado de sus antecesores la adoración por las actividades campestres, sobre todo la caza y la equitación, se sentía inclinado por las actividades manuales, como la carpintería y la relojería, y estaba imbuido por un concepto familiar de la monarquía, sintiéndose defensor nato de la dinastía borbónica y, en especial, protector de sus ramas italianas: la de su hermano Fernando IV en Nápoles y la de su cuñado y primo el Gran Duque de Parma Fernando I. Su esposa, María Luisa de Parma, su prima hermana, era gran aficionada al lujo y a las joyas, presentándose con frecuencia con diamantes sobre su cabeza y pecho y con zafiros de gran valor. Fue objeto de una cruel campaña de desprestigio, auspiciada por los enemigos de Godoy y continuada por la historiografía del siglo XIX y primera mitad del XX. Su actividad política no era desdeñable, y los informes diplomáticos que los embajadores de las potencias europeas con representación en Madrid enviaban a sus superiores señalaban con frecuencia a María Luisa como la inspiradora de la acción política española. Los elogios fúnebres pronunciados en su honor destacaron generalmente su participación activa en el gobierno de la monarquía, comparándola en alguna ocasión a reinas que ejercieron plenamente el poder, como Catalina de Rusia, María Teresa de Austria o Isabel de Inglaterra.

Así lo hizo el dominico Vicente Hernández Medina en febrero de 1819, cuando en el elogio fúnebre celebrado en la iglesia del convento del Carmen de Valencia otorgó a la reina difunta los atributos del buen gobernante: "Nadie le ha disputado hasta ahora una imaginación feliz, un entendimiento despejado, un talento sublime, una política profunda, una comprensión vasta, un manejo y destreza en los negocios arduos y complicados, y un genio nacido para el trono con no menores disposiciones que las Catalinas, las Teresas y las Isabelas". Ante la imposibilidad de comprender y explicar la meteórica carrera de Godoy, se intuyó que unas hipotéticas relaciones amatorias entre la reina y Godoy, consentidas por Carlos IV, eran las responsables del ascenso del hidalgo extremeño a las más altas responsabilidades políticas y militares del reino. Carlos Seco, en su biografía de Godoy, descarta esa interpretación maliciosa basándose en el rígido protocolo de la Corte española, que dejaba pocos resquicios a la intimidad, y en los numerosos partos de la reina, que tuvo 14 hijos entre 1771 y 1794, de los que el futuro Fernando VII fue el noveno. Seco es del parecer que la confianza de los reyes, fuente de todo poder en el Antiguo Régimen, hacia el joven Godoy y la falta de fe del propio Carlos IV en la política desarrollada por Floridablanca y Aranda frente a la Francia revolucionaria abrieron las puertas del poder al favorito, considerado siempre por la pareja real como su más leal consejero y un amigo insustituible.

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