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Datos principales


Rango

Ilustración española

Desarrollo


El Despotismo Ilustrado se ofrece como la fórmula del absolutismo tardío para abordar, a partir de un utillaje conceptual renovado, la modernización del país. Una modernización que debería por tanto mantener intactas las estructuras políticas y sociales tradicionales, que no debía modificar sustancialmente los cimientos del edificio heredado del pasado. En este sentido, el reformismo ilustrado se presenta como el instrumento para prevenir la ruptura o, en palabras de Pierre Vilar, como el preventivo homeopático de la revolución burguesa. De ahí los límites que se impone a sí mismo el reformismo en su acción de gobierno. De ahí también los límites de la Ilustración. La Ilustración encontró una primera frontera, muy bien definida, la frontera de sus enemigos. Las Luces, en efecto, se abrieron paso en medio de la oposición sistemática de los numerosos grupos que apostaban por el completo inmovilismo del sistema. Estos grupos se apoyaron a lo largo del siglo en diversos instrumentos que podían cerrar el paso al pensamiento reformista, como fueron la Inquisición, cuya actuación contra numerosos intelectuales e incluso contra encumbrados funcionarios del gobierno no siempre fue atajada por la Monarquía, o la prensa, que pudo ejercer la crítica clandestina contra las primeras y tímidas manifestaciones del reformismo oficial, como ocurrió con El Duende Crítico, el periódico editado por Manuel Freire de Silva que sirvió de portavoz del partido español entre 1735 y 1736, o incluso la agitación política directa, cuyo ejemplo paradigmático es el famoso motín contra Esquilache.

Sin embargo, la más decidida andadura de los gobiernos de Carlos III por los caminos reformistas desarmó temporalmente a la oposición, que permaneció larvada, dando sólo episódicas muestras de su existencia hasta la ocasión de 1789. El pánico de Floridablanca ante los sucesos revolucionarios franceses significó el retorno de la Inquisición a su primitiva función de aparato represivo al servicio de la Monarquía (que renovaba la vieja alianza entre el Altar y el Trono), la imposición de una severa censura oficial y de un cordón ideológico de sanidad en las fronteras terrestres y marítimas, la suspensión de todos los periódicos (excepto los oficiales, la Gazeta de Madrid, el Mercurio Histórico y Político y el Diario de Madrid). Tras el paréntesis del gobierno de Aranda, el estallido de la guerra de la Convención significaría una nueva etapa en la escalada de la reacción, que se manifestaría en el llamamiento a una movilización contra los enemigos de la patria y la religión, en la estrecha vigilancia de los intelectuales, en la prohibición de nuevas ediciones y en una mayor permisividad de cara a la difusión de la literatura antirrevolucionaria, que era evidentemente también enemiga declarada de la Ilustración. En este sentido es paradigmática la sustitución, en 1794, del Inquisidor General Manuel Abad y la Sierra, afecto al conde de Aranda, por el cardenal Francisco Antonio Lorenzana, un jansenista convencido que había secundado vehementemente en su sede mexicana la expulsión de los jesuitas, pero que ahora se distinguiría por su caluroso apoyo a la campaña contra los franceses y por su decidida colaboración con el gobierno en la represión de las actitudes ilustradas juzgadas radicales y peligrosas.

La literatura antiilustrada había hecho acto de presencia anteriormente en la palestra ideológica española. Como ha demostrado Javier Herrero, los escritores reaccionarios españoles, los defensores de una tradición inmutable buscaron su inspiración, tanto o más que sus rivales ilustrados, en fuentes extranjeras, especialmente, prolongando el paralelismo, en las producciones elaboradas en Francia y en Italia, que fueron convenientemente traducidas para su utilización por los adeptos a la causa. Así, Pedro Rodríguez Morzo, predicador real y censor literario, inició, con la publicación de El oráculo de los nuevos filósofos, la serie de traducciones del abate Nonotte, uno de los más difundidos impugnadores franceses de la filosofía setecentista, junto a Nicolas-Sylvestre Bergier, cuya obra de expresivo título, El deísmo refutado por sí mismo, sería vertida al castellano por el padre Nicolás de Aquino, de la orden de los Mínimos. Entre los autores italianos más influyentes en el pensamiento reaccionario español figuraron el dominico Antonio Valsecchi (que vería traducida su obra, De los fundamentos de la religión y de las fuentes de la impiedad, por Francisco Javier de Represa, abogado de la Chancillería de Valladolid), el ex-jesuita Luigi Mozzi (autor de unos muy difundidos Proyectos de los incrédulos para la ruina de la religión) y el abate Bonola (cuya obra La Liga de la teología moderna con la filosofía sería editada en versión castellana por el marqués del Mérito).

A partir de estos textos extranjeros, los escritores españoles empezaron a redactar sus propios alegatos contra los progresos de la mentalidad ilustrada, asociados naturalmente a los progresos de la impiedad. Así se inicia la denuncia de las tres sectas, la filosófica, la jansenista y la masónica, cuyo propósito último era derribar el Altar y el Trono, es decir, en frase de fray José Torrubia, "destruir la religión y mudar el gobierno". Precisamente este fraile franciscano se erigiría en el temprano debelador de la masonería con la publicación, en 1752, de su obra Centinela contra francmasones, que es una compilación de documentos incluyendo la traducción de la pastoral del obispo de Ventimiglia precedida de un discurso apologético, en realidad una colección de fábulas destinadas a denunciar los peligros de la masonería. Peligros bien remotos en todo caso, pues, como ha demostrado José Antonio Ferrer Benimeli, la implantación de la masonería fue en España un fenómeno casi desconocido, al margen de los círculos extranjeros de Cádiz y de los territorios ocupados de Menorca y Gibraltar, antes de 1808, pese a los datos suministrados por el Gran Oriente de Francia sobre la existencia, en 1787, de dos logias establecidas en Madrid y Zaragoza. En cualquier caso, los masones aparecen mezclados con los jansenistas y la multiforme legión de los partidarios de la moderna filosofía en los escritos condenatorios de otros destacados reaccionarios, como Fernando de Zeballos, monje jerónimo de San Isidoro del Campo, seguidor del abate Nonotte y autor de una voluminosa obra con el revelador título de La falsa filosofía, o el ateísmo, deísmo, materialismo y demás nuevas sectas convencidas de crimen de Estado contra los soberanos y sus regalías, contra los magistrados y potestades legítimas (1775-1776).

La misma línea sigue Antonio José Rodríguez, monje cisterciense de Veruela, que en su obra El Filoteo (1776) trata de establecer la radical incompatibilidad entre filosofía racional y religión revelada, precisamente el presupuesto en que se había basado todo el proyecto intelectual de la Ilustración cristiana. Vicente Fernández de Valcarce marca ya la transición al clima espiritual posterior al-desencadenamiento de los sucesos revolucionarios, tanto porque la publicación de los cuatro volúmenes de sus Desengaños filosóficos se encabalgan sobre aquellos hechos (1787-1797), como porque sus reflexiones teóricas acaban con un claro llamamiento a la intolerancia que habrá de predicarse abiertamente a partir de este instante: "Para ocurrir, pues, al gran desorden que hoy reina entre los falsos eruditos y filósofos, ninguna providencia más efectiva que la intolerancia, la severidad y el rigor contra todo novador". La Revolución Francesa marca un cambio de clima en la Ilustración española. La difusión de las noticias sobre el gran acontecimiento producido en el país vecino sirvió al mismo tiempo para cuestionar la posición de algunos ilustrados, para alentar a los publicistas reaccionarios y para inducir la aparición de un pensamiento liberal. La amenaza revolucionaria al régimen político del Despotismo Ilustrado agudizó en algunos ilustrados su sentimiento absolutista y, en algunos casos, incluso su fervor religioso.

Así ocurrió con aquellos que ya antes habían hecho gala de tibieza reformista y conservadurismo ideológico, como el economista de inspiración fisiocrática Antonio Javier Pérez y López, que predicará la intolerancia contra la impiedad, o como Juan Pablo Forner, que en su Discurso sobre el espíritu patriótico (1794) acusará a la filosofía, con argumentos impropios de su formación, de rebajar al hombre a la condición de animal, o como el propio Joaquín Lorenzo Villanueva, que en su Catecismo de Estado según los principios de la religión hará una apología del régimen absolutista, aun cuando posteriormente su evolución ideológica le llevase a militar abiertamente en las filas del partido liberal. Esta actitud llegará a su extremo máximo con Antonio de Capmany, que en su obra Centinela contra franceses (1808) se hará el apologista de la España tradicional, que debe preservar sus valores religiosos ante los embates de la Francia atea, liberal y jacobina y ante la quinta columna de los intelectuales reformistas, liberales y progresistas que han trabajado por la ruina de la nación. Ya antes, su amigo Pablo de Olavide había publicado El Evangelio en triunfo (1797), que predicando la más completa sumisión al Trono y el Altar se convierte en el símbolo más caracterizado del arrepentimiento de algunos sectores del reformismo ilustrado ante su presunta responsabilidad por el advenimiento de la Revolución: "El pueblo convencido de la verdad de su religión la amará y obedecerá sus preceptos, y ellos le enseñarán que, aunque sea a costa de su vida, no debe tolerar que se altere su pureza, que se corrompa la integridad y candor de su madre la Iglesia; de esta Santa Madre que lo recibió en su seno, a quien juró fidelidad y obediencia, y que con su fe y esperanza lo conduce a las dichas de la eternidad.

También aprenderá a defender a su rey, imagen de Dios sobre la tierra, y a quien ha jurado también fidelidad; y perderá mil veces su fortuna y su vida antes de consentir en la menor desobediencia". De cualquier forma, fueron muchos los ilustrados que no secundaron la movilización de los ánimos contra la Francia revolucionaria, sino que se vieron alentados por los sucesos del vecino país a definir más claramente sus ideas liberales o, sin llegar a tanto, se negaron a colaborar con las autoridades, en algún caso de modo tan vehemente como el arzobispo Fabián y Fuero, que hizo publicar sus opiniones contrarias a la guerra antirrevolucionaria: estamos en un siglo ilustrado en el que es abominable la fantasía, la idea y la contrariedad de guerra de religión. Los sucesos revolucionarios franceses no sólo indujeron a algunos ilustrados a recoger velas en su militancia reformista, sino que también dieron alas al despliegue del pensamiento antiilustrado, que en estos años consigue elaborar una perfecta formulación del mito reaccionario, que acusa a las sectas (la filosófica, la jansenista y la masónica) de una conspiración universal para el desmantelamiento del Antiguo Régimen. Si la plasmación escrita de estas tesis se debe esencialmente a la pluma de abate francés Augustin Barruel, la contribución española a su difusión no parece desdeñable, sólo con tomar en cuenta la campaña tradicionalista de fray Diego José de Cádiz, la obra teórica del jesuita expulso Lorenzo Hervás y Panduro y los tratados vulgarizadores del padre Rafael Vélez y del padre Francisco Alvarado, el Filósofo Rancio.

Fray Diego José de Cádiz había destacado ya como impugnador de las corrientes ilustradas y había adquirido celebridad a raíz de su famosa conferencia pública de Zaragoza, en que había combatido la creación de la cátedra de Economía Política de la Sociedad Aragonesa de Amigos del País. El momento dorado de este otro ángel del Apocalipsis, como gustaba de considerarse, llega con ocasión del estallido de la guerra contra la Convención Francesa (1793-1795), que le permite multiplicar sus violentas predicaciones y escribir el panfleto titulado El soldado católico en la guerra de religión, donde consigue identificar al enemigo político con el enemigo religioso y transformar el conflicto militar en una verdadera cruzada. Mayor consistencia teórica tiene la obra de Lorenzo Hervás y Panduro, el más importante filólogo de la Ilustración española, que en 1794 redacta sus Causas de la Revolución Francesa, donde se adelanta al abate Barruel en la configuración del enemigo a combatir, los miembros de las tres sectas que, desarrolladas a lo largo del siglo XVIII, han de ser exterminadas por una nueva Inquisición: "...Un tribunal supremo con las personas más dignos del Estado, a las que encargue la inspección sobre la educación de la niñez y juventud, la conservación de la honestidad pública de costumbres y el exterminio de las sectas filosófica, francmasona y jansenística, y de cualquier otra que contra la pureza del catolicismo y el buen gobierno se pueda inventar".

Sólo por su influencia en la configuración de una mentalidad reaccionaria en los albores del siglo XIX, que no por su originalidad, del todo ausente, merece la pena destacar las producciones de gran éxito editorial y significativos títulos del padre Rafael de Vélez, Preservativo contra la irreligión o los planes de la filosofía contra la religión y el Estado, realizados por la Francia para subyugar la Europa, seguidos por Napoleón en la conquista de España y dados a luz por algunos de nuestros sabios en perjuicio de nuestra patria (1812), y del padre Francisco Alvarado, Cartas críticas de un filósofo rancio (1813-1816), que abonan el terreno para la restauración fernandina. En su Centinela contra franceses, ya citada, Capmany dejaba escapar una exclamación "abiertamente antiilustrada" al afirmar que la falta de lectura de nuestro pueblo le ha preservado de este contagio. La acción de los impugnadores del reformismo, ¿se había visto realmente facilitada por la falta de incidencia cultural de la Ilustración?

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