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Rango

Ilustración española

Desarrollo


El reformismo oficial toma de la obra de los ilustrados todo un nuevo arsenal ideológico que va a poner al servicio de su proyecto político. ¿Cuál es este proyecto político? Se trata esencialmente de realizar un vasto programa de modernización nacional diseñado e impulsado desde la Corona, que tenga sólo como límite el mantenimiento de las estructuras del régimen absolutista. El punto de encuentro que permite la colaboración entre el gobierno y los ilustrados es la creencia compartida de que semejante propuesta de modernización redundará en el interés general de la nación y en el de cada uno de los particulares. Los resultados obtenidos a lo largo del siglo fueron lo suficientemente halagüeños a los ojos de administradores e intelectuales como para sostener la ilusión del progreso generalizado hasta que la crisis anunciada desde la década de los noventa y desatada a partir de 1808 obligó a un replanteamiento de los presupuestos que habían dominado la centuria. En una exposición de este tipo no cabe, sin embargo, una referencia detallada a las empresas del Despotismo Ilustrado, sino un balance de la contribución teórica al proyecto de modernización del país, una panorámica de las creaciones del siglo en el terreno del pensamiento económico, la crítica social, la investigación científica, la reflexión religiosa y la producción literaria y artística que permitan finalmente perfilar el sentido de la cultura de la Ilustración.

Si el proyecto de modernización había de plasmarse en el ámbito de la economía, en la superación del atraso material que venía padeciendo España desde finales del siglo XVI, lo más lógico era que los teóricos de la economía y los ministros responsables del ramo fuesen a buscar soluciones en los modelos que habían sido elaborados por las naciones que habían superado la crisis e incluso habían entrado en una fase de prosperidad. Los primeros textos que presentan propuestas coherentes para la recuperación económica se inspirarán, pues, en la producción teórica y en las realizaciones prácticas del mercantilismo europeo. Este es el fundamento de una obra como el Fénix de Cataluña, compuesta en Barcelona por Narciso Feliu de la Peña en 1683, como un reflejo del clima de renovación económica que vive el Principado en esta época, y que adopta como fórmulas de desarrollo el proteccionismo a la industria o la organización de una compañía privilegiada de comercio al estilo holandés. La primera Ilustración, ya en tiempos de Felipe V, será capaz de producir un rico pensamiento mercantilista, una teorización tardía de un mercantilismo ecléctico que aúna los elementos característicos del colbertismo con otras propuestas más liberalizadoras tomadas de los tratadistas ingleses. Entre los más notables escritores del grupo hay que mencionar en primer lugar a Jerónimo de Uztáriz, funcionario vinculado a la Junta de Comercio y Minas establecida en Madrid, seguidor de Colbert (como demuestra la alabanza que le dedica en su texto de aprobación a la traducción española del libro de Pierre Daniel Huet, realizada en 1717 por otro navarro, Francisco Javier Goyeneche) y autor de la obra que inaugura en el siglo XVIII esta corriente de pensamiento, su Teórica y práctica de comercio y marina (que circuló privadamente en 1724, siendo editada por su hijo en 1742), que contiene, además de una información económica interesante y de primera mano, los elementos fundamentales de su doctrina: la prioridad que debe conceder el Estado a la promoción de la manufactura mediante una política arancelaria coherente, al incremento de la flota mercante y al estrechamiento de los lazos comerciales con las colonias americanas.

Seguidor muy directo de Uztáriz, cuya obra debía conocer bien, es el sevillano Bernardo de Ulloa, que desarrolla sus ideas sobre la revitalización económica del país en un libro de significativo título, Restablecimiento de las fábricas y comercio español, donde insiste en los remedios clásicos del mercantilismo setecentista: reforma del sistema fiscal, abolición de tasas y peajes para favorecer el comercio interior, protección a la industria y a la marina, denuncia de las cláusulas de Utrecht que posibilitaban la injerencia mercantil británica en América, todo ello en la perspectiva de una balanza comercial positiva. Mayores novedades presenta la obra de Alvaro de Navia Ossorio, marqués de Santa Cruz de Marcenado, Rapsodia económico-político-monárquica, escrita al margen de la influencia de Uztáriz, cuyos entusiasmos colbertistas no comparte, y que coloca al comercio exterior y a la balanza mercantil en el eje central de la reflexión, propugnando una nacionalización de la Carrera de Indias como modo de superar el déficit comercial. En esta idea sería seguido por otro economista asturiano, el ministro José del Campillo, autor de diversos escritos de materia económica, como Lo que hay de más y de menos en España, una reflexión de escasa originalidad sobre la situación económica del país; España despierta, de 1741; y, por último, el Nuevo sistema de gobierno de la América, escrita en 1743 e inédita hasta 1789, una obra de más enjundia y novedad que, frente al sistema monopolista, defiende con expresión contundente la libertad de comercio como medio más ajustado para la revitalización económica de la nación.

La obra de Campillo inspiraría otro de los tratados más importantes del siglo, el Proyecto económico de Bernardo Ward, redactado en los años sesenta pero publicado en 1779, hasta el punto de sospecharse un puro y simple plagio en lo que fue una reelaboración de los escritos inéditos del ministro. El economista irlandés, en efecto, extrajo su material de diversas fuentes (informes oficiales, escritos anteriores, observaciones directas tanto en España como en el extranjero) para ofrecer una obra que compendiara las ideas de sus predecesores en lo referente a los medios de aumentar la agricultura, el comercio y la industria nacional, que consideraba la piedra filosofal de la "felicidad" de España. El mismo carácter de síntesis del pensamiento económico anterior tiene otra obra escrita por los mismos años, la del abate Miguel Antonio de la Gándara, Apuntes sobre el bien y el mal de España, redactada en 1762 pero publicada por primera vez en 1804. En ella vuelven a repetirse las mismas fórmulas para obtener, siempre con el concurso del monarca ilustrado, las más altas cotas de progreso en el marco de una sociedad tradicional, cuyos presupuestos se acatan como dato inmutable. También se hallan presentes algunos de los elementos liberalizadores que ya se podían encontrar en Navia Ossorio, Campillo o Ward, como el ataque a los monopolios y a las "manos muertas" eclesiásticas.

Finalmente, la reflexión amplía sus perspectivas, y el abate busca la formulación teórica de un nacionalismo incipiente, lo que otorga a su obra una dimensión que rebasa el terreno puramente económico. La teorización de los economistas españoles de los dos primeros tercios del Setecientos debe enmarcarse en el ámbito del mercantilismo. Típicamente mercantilistas son, en efecto, sus preocupaciones por señalar las causas del atraso español y sus fórmulas de fomento de las fuerzas productivas, que combinan el proteccionismo y el intervencionismo estatal con la liberalización controlada de ciertos sectores, como el comercio de granos, el tráfico americano, el mercado de tierras o la mano de obra artesanal. Sus propuestas representan una actualización del pensamiento mercantilista clásico español de siglos anteriores, a la luz de las elaboraciones teóricas y las realizaciones prácticas europeas, sin que signifiquen nunca una aportación verdaderamente original. Por otra parte, si el cuadro económico es el mercantilismo como doctrina capaz de superar el atraso material, el horizonte político es asimismo el del absolutismo monárquico. Impulsados así por un patriotismo fuera de toda duda, sus obras tratan de renovar los contenidos ideológicos, de inducir a los soberanos a la acción y de suscitar una oleada universal de ilusión y de confianza en la modernización de una España que, sin alterar su constitución tradicional, puede volver a ocupar un puesto de primer orden en el concierto de las naciones prósperas y civilizadas.

En el reinado de Carlos III el pensamiento mercantilista dominante va a verse enriquecido por la recepción de parte de las ideas puestas en circulación por la escuela fisiocrática. En realidad, la influencia de la fisiocracia encontró un terreno abonado entre los mercantilistas españoles, que obtuvieron de esa escuela la confirmación de algunos de los planteamientos que habían avanzado sin demasiada seguridad teórica. Por el contrario, nunca se produjo una asimilación completa de la doctrina, que tampoco pudo difundirse plenamente, pues ni siquiera fueron traducidas algunas de las obras de los teorizadores más destacados, como ocurrió con el Tableau économique de Quesnay. El influjo fisiocrático aparece ya en el programa económico de Campomanes. El Discurso sobre el fomento de la industria popular, compuesto por el ilustrado asturiano Manuel Rubín de Celis y que fue difundido por toda España a través de una tirada que alcanzó quizá los 30.000 ejemplares, se complementaba con el Discurso sobre la educación popular de los artesanos, que es un llamamiento al desarrollo de la formación profesional, y con un tercer discurso sobre la agricultura que, escrito en borrador, quedó inédito. Los tres escritos constituyen una unidad y se relacionan de algún modo con la penetración de las ideas fisiocráticas en España, quizás a través de la figura poco conocida de Pedro Debout, miembro de la Sociedad Matritense de Amigos del País, colaborador de Campomanes en la recopilación del apéndice documental del primer discurso, traductor al castellano de la obra de Henri Patullo L'essai sur l'amélioration des terres (significativamente en 1774), autor de una memoria sobre el comercio de granos y fisiócrata convencido que, tal vez, no consideraba en absoluto incompatible la defensa del agrarismo con el concepto de industria popular.

En cualquier caso, también Campomanes se inspira en las producciones mercantilistas, aunque sin ser un bullionista típico, al no considerar un fin en sí mismo el superávit de la balanza comercial, y manteniendo posiciones a favor de la liberalización del mercado de tierras, del comercio de granos y del tráfico colonial. Campomanes no fue, por otra parte, el único autor que combinó eclécticamente las ideas del mercantilismo tardío con las fisiocráticas, sino que a partir de los años setenta vemos una progresiva aceptación, a veces de modo un tanto difuso, de los planteamientos de la nueva escuela en temas como el de la contribución única, el comercio libre o la ley agraria, pues no en vano la fisiocracia era una doctrina económica perfectamente compatible con la vigorización del absolutismo político en su versión ilustrada. A la difusión de estas ideas contribuyeron, como en otros casos, las traducciones de las obras más significativas de la escuela, como ocurrió con la Disertación sobre el cultivo de trigos de Mirabeau (efectuada por Serafín Trigueros, en Madrid, en la temprana fecha de 1764) o con las Máximas generales para el gobierno de un reino agrícola de Quesnay (realizada en 1794 por el rioplatense Manuel Belgrano, afincado en la Corte después de haber completado su formación universitaria en Salamanca, Oviedo y Valladolid).

También tiene su origen en Mirabeau el ensayo publicado en Vitoria, en 1779, por Nicolás de Arriquíbar, bajo el título de Recreación política, y confesando en el subtítulo tratarse de unas reflexiones sobre el Amigo de los hombres, es decir el tratadista francés, aunque finalmente la obra destaca por subrayar el papel de la industria frente al de la agricultura, como por otra parte no habían dejado de señalar los escritores mercantilistas más notables, como Bernardo de Ulloa o Bernardo Ward. También en este clima de atención a los temas agrarios puede inscribirse la obra en favor de la otra agricultura, es decir de la pesca, de Antonio Sáñez Reguart, funcionario afincado en Madrid, impulsor de la Real Compañía Marítima de Pesca y autor de un impresionante Diccionario de las Artes de Pesca Nacional en cinco volúmenes, que es un magnífico resumen de la situación del sector en la España setecentista. Si la divulgación de las ideas fisiocráticas no pareció incompatible con el mercantilismo profesado por los economistas y los políticos del periodo, que ya habían puesto en práctica algunos de aquellos principios, tampoco se manifestó al principio contradicción entre una doctrina que predicaba la libertad y la implantación del orden natural en la esfera económica y las tesis defendidas por el liberalismo económico. Adam Smith fue considerado como el continuador de aquella doctrina (de la que había hecho un cálido elogio), antes de definirse, cuando se divulgaron las traducciones de Alonso Ortiz y de Carlos Martínez de Irujo, como el fundador de una nueva concepción de la economía, que presuponía el liberalismo político, con lo que la asimilación de su obra se convirtió en una de las corrientes que confluyeron en la formación de la ideología liberal española.

Al margen de la elaboración teórica y de la recepción de los economistas extranjeros, algunos grandes problemas de la economía nacional suscitaron amplios debates que movilizaron a todas las fuerzas ilustradas. Entre ellos destacan por su trascendencia los debates sobre la Unica Contribución, el Libre Comercio con América y la Ley Agraria. El tema de la contribución única había sido introducido por vía de hecho con la implantación del catastro en los territorios de la Corona de Aragón, a raíz de su conquista por las tropas de Felipe V. La consolidación del nuevo sistema fiscal suscitó la admiración de algún tratadista, como Miguel Zabala, que en su Miscelánea económico-política, publicada en 1732, lo propuso como base para una reorganización racional de la hacienda pública castellana, alabando sus virtudes de simplicidad y equidad en el reparto de los gravámenes. La propuesta de Zabala fue retomada en tiempos de Fernando VI a través del proyecto de Unica Contribución patrocinado por el marqués de la Ensenada. La fase previa de información permitió levantar el Catastro, una extensa recopilación de datos sobre la población y la riqueza económica del país, pero el ingente material acumulado y el enorme esfuerzo realizado no bastaron para vencer las resistencias que el proyecto suscitaba entre los privilegiados, bien instalados en un arcaico sistema impositivo que beneficiaba sus intereses.

Así, después de algunas discusiones teóricas de no mucha altura, los libros se archivaron como testimonio de la colaboración de los españoles del siglo XVIII a aquellos proyectos que suscitaban su ilusión y también del fracaso de las buenas intenciones de los gobernantes ilustrados ante la realidad de un Antiguo Régimen inconmovible en sus cimientos. El debate sobre el Libre Comercio con América es también fruto de una propuesta oficial, que hacía de las Indios y el comercio, según la conocida frase del ministro José Patiño, una de las piedras angulares de la recuperación económica de España. La nacionalización de la Carrera de Indias fue la fórmula ensayada, a través de una legislación progresivamente liberalizadora que se sucedió desde el llamado Proyecto de 1720, que mantenía el monopolio, ahora gaditano, hasta los decretos de libertad de comercio de 1765 y 1778. Prácticamente todos los economistas se pronunciaron en torno al futuro de la Carrera de Indias, desde Narciso Feliu de la Peña y Jerónimo de Uztáriz hasta los pensadores liberales de fínales de siglo, según se comprueba en la nómina levantada por Marcelo Bitar. Y las soluciones liberalizadoras se suceden desde el reinado de Felipe V, donde son claramente apuntadas por el marqués de Santa Cruz de Marcenado o por José del Campillo, hasta llegar al decreto de 1778, cuyos efectos favorables son esgrimidos por el ministro Floridablanca como uno de los grandes logros del reinado de Carlos III: "El establecimiento del comercio libre de Indias .

..ha triplicado el de nuestra nación, y más que duplicado el producto de las aduanas y rentas de V. M. en unos y otros dominios". Sin embargo, siendo la agricultura una de las principales preocupaciones de un país todavía eminentemente rural, el debate más importante del siglo es el suscitado por el proyecto de Ley Agraria. Debate anticipado en la obra de muchos mercantilistas agraristas, en la obra de los introductores de la fisiocracia, en la obra de aquellos que, como Campomanes, se ocuparon del problema de las manos muertas, así como en la acción de los funcionarios que procedieron al reparto de los propios o a la colonización de Sierra Morena y de los miembros de las Sociedades Económicas de Amigos del País que redactaron memorias para mejorar el cultivo de la tierra. Sin embargo, cobra su máxima expresión cuando el gobierno de Carlos III parece comprometerse en la elaboración de una normativa coherente, que ofrezca una solución global a los problemas planteados, y comisiona a la Económica Matritense para que analice diversos proyectos e informes de cara a la propuesta de aquella legislación de carácter general. No tardaron en llegar las memorias elaboradas por intendentes (entre ellos, Olavide), corregidores, síndicos personeros y diputados del común. Finalmente, Gaspar Melchor de Jovellanos redactó en 1795 su famosísimo Informe sobre el expediente de Ley Agraria, basándose en las ideas difundidas por los mercantilistas agraristas, por la escuela fisiocrática y hasta por Adam Smith (a quien había leído en inglés), donde propugnaba la eliminación de los obstáculos que impedían el desarrollo de la agricultura española (fundamentalmente la vinculación nobiliaria, la amortización eclesiástica y la propiedad municipal de propios y baldíos) y la extensión de la propiedad privada o de los establecimientos enfitéuticos) como único mecanismo capaz de interesar al cultivador directo en el perfeccionamiento de la agricultura.

El texto de Jovellanos, que representa sin duda la cima del pensamiento ilustrado en materia económica, encontró dificultades para su difusión (tropezando incluso con la incoación de un proceso inquisitorial), pero sobre todo encontró resistencias insuperables para su puesta en práctica, incluso de forma parcial, pues amenazaba, incluso dentro de su moderantismo ideológico, algunos de los presupuestos básicos en que se asentaba la sociedad del Antiguo Régimen. En definitiva, la aportación de la Ilustración al pensamiento económico español no se saldaba de forma muy brillante. Se había producido una obra considerable, aunque falta de originalidad, que se justificaba sobre todo por su afán de contribuir a la felicidad pública, por su capacidad de ilusionar a las jóvenes generaciones y por sus observaciones sobre la realidad del país, constituyendo un manantial inapreciable de información para uso de estudiosos y políticos que sería completada con algunas de las empresas eruditas de finales de siglo en ese terreno, que puede ejemplificar la ingente obra del aragonés Eugenio Larruga, secretario de la Dirección General de Fomento (creada por Godoy) y autor, a partir de la información oficial a su alcance, de unas monumentales Memorias políticas y económicas sobre los frutos, fábricas, comercio y minas de España, que dejó inconclusas, pese a publicar 45 volúmenes entre 1785 y 1800, y que representan un magno repertorio e inventario de la economía española en las postrimerías del Siglo de las Luces. Más decepcionante fue la transición de la teoría a la práctica. Si las recomendaciones de los mercantilistas fueron generalmente tenidas en cuenta a la hora de promover la industria o el comercio, por el contrario los proyectos más avanzados y ambiciosos se estrellaron contra la resistencia de las clases dominantes y contra la timidez reformista de los gobiernos, que nunca se atrevieron a adoptar ninguna medida que significase una transformación en profundidad de las estructuras tradicionales.

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