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Datos principales


Rango

Ilustración española

Desarrollo


Si la relación de los proyectos auspiciados por el poder permite reconocer la importante labor del Estado en la modernización de la cultura española, otro ejemplo de intervencionismo en este ámbito nos permite comprender los propósitos oficiales en la divulgación de las Luces. Se trata del caso de las Sociedades Económicas de Amigos del País, una de las instituciones más originales y más representativas del movimiento ilustrado de la España de la segunda mitad del siglo XVIII. La iniciativa partió también aquí de un grupo de particulares, los caballeritos de Azcoitia, que se reunían para conversar sobre matemáticas, física, geografía e historia, discutir problemas de actualidad y escuchar música. En este tertulia destacaba la personalidad del triunvirato compuesto por Miguel de Altuna, el marqués de Narros y el conde de Peñaflorida, quien ya había puesto por escrito algunas de sus ideas sobre la ciencia moderna en 1758, en un libro significativamente titulado Los aldeanos críticos. En 1764, los animadores del grupo deciden dar un paso más allá y fundan la Sociedad Bascongada de Amigos del País, que recibe al año siguiente el reconocimiento oficial aprobando sus objetivos: el fomento de la agricultura, la industria, el comercio y las ciencias. En esta declaración genérica vemos ya prefigurarse los dos planos en que va a desenvolverse la actividad de la sociedad y la de sus seguidoras: el adelanto de las ciencias, especialmente el de las consideradas útiles, y el fomento de la economía en su área de actuación.

Los dos planos estaban íntimamente trabados en cualquier caso, pues la elaboración teórica debía ponerse al servicio de la mejora técnica y de la educación popular y debía repercutir en el progreso de las fuerzas productivas. Los instrumentos esenciales para llevar a cabo la tarea fueron, prácticamente en todos los casos, la redacción de memorias e informes y la creación de escuelas de formación profesional. En este sentido, la Sociedad Bascongada, por una parte, fue un gran centro de recepción de la ciencia europea a través de los viajes al extranjero de sus miembros y de la acogida en su seno de prestigiosos sabios foráneos y, por otra, se embarcó en ambiciosos proyectos educativos, como la adquisición de una granja en San Miguel de Basauri para experiencias agrarias, el intento de fundación de una Escuela de Náutica en San Sebastián, la puesta en funcionamiento de una Escuela gratuita de Dibujo y, sobre todo, la creación del Seminario Patriótico de Vergara. El éxito de los ilustrados vascos indujo al gobierno a apropiarse de su iniciativa. En 1774 Pedro Rodríguez Campomanes enviaba una circular a todos los rincones de la Monarquía, incitando a las autoridades locales a promover la creación de sociedades patrióticas con los mismos fines que la vascongada, que eran recogidos y reinterpretados en la obrita que acompañaba a la comunicación oficial (uno de los testimonios mayores del espíritu del reformismo borbónico, el Discurso sobre el fomento de la industria popular), cuyas líneas maestras serían resaltadas al año siguiente por otro escrito, el Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento.

El mensaje oficial era diáfano: las nuevas instituciones debían levantar acta de la situación económica de su territorio, proponer las reformas que pareciesen necesarias y ocuparse de la formación profesional de los agricultores y los artesanos, a fin de elevar el nivel de las fuerzas productivas, pero las reformas debían respetar las estructuras básicas de la propiedad agraria y de la estratificación social y el modelo de crecimiento propuesto no debía cuestionar el sistema económico propio del Antiguo Régimen. El llamamiento de Campomanes encontró una respuesta entusiasta, que indicaba que el terreno estaba abonado para una experiencia de este tipo: en quince años, entre 1775 y 1789, se fundaron más de setenta Sociedades Económicas de Amigos del País, que se dispusieron a secundar de la mejor manera posible los deseos del gobierno. La más importante de estas sociedades fue sin duda la Matritense, cuyos estatutos sirvieron de modelo a la mayor parte de las restantes, cuyas escuelas de hilados para niñas fueron imitadas en muchos otros lugares, cuyas memorias e informes alcanzaron un alto grado de calidad y penetración en asuntos de relevancia y cuyas sesiones estuvieron realzadas por la presencia de algunos de los más notables intelectuales de la época, como Francisco de Cabarrús o Gaspar Melchor de Jovellanos. Dentro de su marco institucional tuvo cabida además la incorporación de la mujer a las tareas reformistas, a través de la creación de la Junta de Damas de Honor y de Mérito, donde laboraron en favor de la causa la duquesa de Alba, la condesa de Benavente o la condesa de Montijo y donde destacó como publicista en pro de la educación femenina la aragonesa Josefa Amar y Borbón, una de las figuras más relevantes de la entidad y una de las que más contribuyeron a su fundación.

Producto a un tiempo de la iniciativa particular y del dirigismo gubernativo, el significado y la obra de las Sociedades Económicas han sido valorados de manera muy desigual a partir del análisis de sus propósitos y de su composición social. Jean Sarrailh incluyó a los Amigos del País entre los cruzados de la Ilustración, aun reconociendo que nunca pretendieron una transformación profunda de la nación y que al mismo tiempo que difundían las Luces contribuyeron a preparar los ánimos "para aceptar la sana política realizada por los grandes funcionarios estatales". Richard Herr, por su parte, insistió en considerar a las Sociedades Económicas como uno de los principales "conductos de la Ilustración", atribuyendo su fracaso más que al letargo de sus energías iniciales a la presión ejercida por la oposición conservadora. Gonzalo Anes llamó la atención sobre el peso en el seno de las sociedades de los terratenientes, interesados esencialmente en el desarrollo de la agricultura sobre la base de meras reformas técnicas que no afectasen a la intocable distribución de la propiedad de la tierra y en el fomento de la industria doméstica o de la artesanía tradicional en el sector secundario no controlado, directamente por el Estado a través de sus fábricas reales. Sin embargo, el estudio detallado de las sociedades pone de relieve que los Amigos del País fueron un reflejo de la composición social en cada localidad de los grupos dirigentes, que incluían a nobles terratenientes, clérigos ilustrados, empresarios burgueses, miembros de profesiones liberales, intelectuales reformistas y, en definitiva, gentes cultas y de espíritu abierto.

Es más, si en algunos casos bien conocidos el impulso partió de algún gran terrateniente, como pudo ocurrir en Osuna, donde el duque fue el protector de la sociedad, los elementos más dinámicos fueron por lo general, como puede mostrar el ejemplo de las sociedades castellanas y leonesas, las autoridades locales, los socios vinculados a la administración y los profesionales con inquietudes. Las Sociedades Económicas de Amigos del País se muestran así como un movimiento extendido a todo lo largo de la nación, del que sólo se desentendieron algunos grupos burgueses bien caracterizados, como parecen demostrar la inexistencia de fundaciones de este tipo en Cádiz y Barcelona, tal vez por falta de sintonía con los planteamientos económicos emanados de los sectores oficiales impulsores por parte de los comerciantes, industriales y navieros, que encontraron un mecanismo alternativo para la defensa de sus intereses en el Consulado o la Junta de Comercio. En cualquier caso, la geografía de las Sociedades Económicas tampoco es exactamente la geografía del subdesarrollo, pues junto a los centros establecidos en las capitales de comarcas estrictamente rurales, existieron muchas otras instaladas en núcleos urbanos expansivos y cuyas preocupaciones iban mucho más allá de la mera promoción de la agricultura. Las Sociedades Económicas de Amigos del País fueron una agrupación de ilustrados de buena voluntad y un instrumento de fomento al servicio del reformismo oficial.

En el primer caso, su actuación fue encomiable y contribuyó a despertar la conciencia crítica sobre los males de la nación y a difundir la ilusión de que la supresión del atraso era posible, mientras que en la segunda vertiente los resultados sólo pueden calificarse, salvo algunos logros puntualmente localizados, como decepcionantes. Tomemos un ejemplo, entre otros muchos, la sociedad de Avila, fundada a instancias de Francisco Salernou, un fabricante que era al mismo tiempo diputado del común: su actuación debió ceñirse a abordar el acuciante problema de la pobreza mediante la distribución de sopas económicas, quedando en suspenso sus objetivos más ambiciosos ante los estrechos límites impuestos por una realidad desoladora. El fracaso final de los Amigos del País debe ponerse en relación con la ralentización del empuje reformista del gobierno desde los años finales del siglo, con la incomprensión manifestada por buena parte del entorno social, con la crisis económica finisecular que privó de recursos a las instituciones benéficas o docentes en funcionamiento, pero quizás sobre todo se debió al planteamiento voluntarista subyacente a toda su labor, ya que los medios disponibles nunca hubieran podido poner remedio a una situación de atraso económico y cultural que necesitaba de acciones más enérgicas y radicales y de mayor envergadura que las permitidas en el ámbito local de actuación reservado a los Amigos del País. Las Sociedades Económicas de Amigos del País, en definitiva, fueron uno de los productos más originales del dirigismo cultural de los equipos gobernantes borbónicos. Su historia permite plantear el problema de las relaciones entre el Despotismo Ilustrado y la propagación de corrientes reformistas espontáneas entre los grupos sociales que tenían acceso a la cultura superior. Su historia permite, por tanto, en cuanto fueron en muchos casos el núcleo aglutinador de dichas corrientes, introducir la cuestión del reformismo en provincias, al margen de la incitación directa de la administración madrileña.

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