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Datos principales


Rango

España de los Borbones

Desarrollo


El relativo auge de los sectores medios no menoscabó una realidad social y política de gran importancia en la continuidad del orden tardofeudal: la conservación de un bloque social dominante sustentado en una alianza tácita pero permanente entre la nobleza y el clero, especialmente entre sus elites. Aunque internamente muy cuarteados, ambos grupos sociales disponían de la mayor porción de las rentas, monopolizaban el poder político, acaparaban los principales rangos del prestigio social y poseían una fuerte conciencia de clase que se reflejaba en sus comportamientos sociales y en sus estrategias políticas. En definitiva, nobleza y clero eran los grandes beneficiarios del feudalismo tardío y sus grandes defensores, a veces con posiciones claramente conservadoras y en ocasiones con posturas levemente reformistas. Dentro de este bloque social dominante, la nobleza asumía el papel de clase hegemónica. Era sin duda la clase con mayor peso específico en la sociedad si recordamos que un reducido grupo de individuos concentraba en sus manos buena parte del patrimonio, extensas atribuciones sobre territorios y vasallos así como la mayor parte de los cargos políticos, administrativos y militares de relevancia. El control de estas vitales esferas de la vida nacional estaba garantizado por un marco legal que tenía en el privilegio y en la costumbre a sus principales sancionadores. Legalidad y tradición servían para mantener el estamento nobiliario (y también al clero) en situación de predominio frente al resto de los súbditos.

Es decir, el Estado fijaba las prerrogativas y derechos que la sociedad creaba y reconocía. La nobleza era una clase poco numerosa, desigualmente repartida por el territorio y con una fuerte jerarquización interna propiciada por factores económicos y por una actitud social proclive a la creación de una "cascada del menosprecio" que se articulaba dentro del propio grupo para trasladarse después al conjunto de la sociedad. La tipología nobiliaria puede establecerse desde diferentes planos. La primera distinción era la existente entre nobles de sangre y nobles de privilegio. En el primer caso se encuadraban los que eran tan ancestralmente nobles que parecían disfrutar de una condición cuasi biológica: era la nobleza notoria que no necesitaba demostrar sus orígenes. La segunda era aquella que había accedido a la condición nobiliaria como recompensa a los servicios o dineros prestados al rey: era la nobleza de ejecutoria que precisaba demostrar su condición mediante el reconocimiento jurídico de las probanzas. Una segunda distinción separaba a los titulados del resto del cuerpo nobiliario. En la cúspide de los títulos se encontraban los grandes de España. Los Medinaceli, Osuna, Alba, Medina Sidonia, Arcos o Infantado y una docena de casas más, representaban la verdadera aristocracia de la nobleza española que habitaba en los grandes palacios urbanos y copaba los cargos de la corte. Por debajo de los titulados estaban los caballeros, verdadera mesocracia nobiliaria de costumbres y hábitos similares a los grandes y muy vinculados a las órdenes militares y al ámbito urbano.

En la base de la pirámide se situaban los simples hidalgos y los rangos paranobiliarios tales como los ciudadanos honrados en Cataluña. Entre los hidalgos los había de sangre y de servicio y también de gotera, estos últimos era únicamente reconocidos como nobles en su lugar de origen. Muchos de estos hidalgos llevaban una vida que en nada se diferenciaba de la de los pecheros, produciéndose a menudo una disfuncionalidad entre su condición social y su economía. La población nobiliaria experimentó sustanciales cambios en el Setecientos. Durante el reinado de Felipe V los grandes eran algo más de un centenar, guarismo que se mantuvo prácticamente inalterado a lo largo del siglo. A finales de la centuria existían unos 1.300 titulados. Esta cifra fue alcanzada merced a la otorgación de títulos, política que los Borbones realizaron con objeto de premiar a los súbditos que destacaban en su servicio a la sociedad o a la Corona, una práctica que además proporcionó buenos dividendos para la hacienda por cada título otorgado. En cuanto a los hidalgos, la táctica fue la contraria. Si en 1768 había unos 722.000, en 1797 sobrepasaban en poco los 400.000. Una reducción de casi la mitad que situó a la nobleza en el 3,8 por ciento de la población cuando apenas treinta años antes suponía el 8 por ciento. Este desmoche de hidalgos se consiguió mediante la exigencia de las pruebas de hidalguía a quienes decían tener tal condición.

La distribución geográfica de la nobleza era muy desigual. En la cornisa cantábrica, excepción hecha de Galicia, existía de facto una especie de nobleza universal que en ocasiones alcanzaba a la mitad de la población: en Asturias casi al 35 por ciento, en Guipúzcoa al 42 por ciento y en Vizcaya al 48 por ciento. Tal inflación nobiliaria sin duda hacía perder valor real a dicha condición, al ser detentada por gentes que además practicaban los más variados oficios artesanales. En cambio, avanzando hacia el sur del Duero y sobre todo a partir del Tajo, la densidad nobiliaria descendía y el grupo se hacía minoritario por ciento de la población: el reino de Sevilla, con 740.000 personas, tan sólo albergaba a 6.100 individuos con la condición hidalga. Si estas cifras son válidas para el conjunto nobiliario, hay que advertir que en el caso de los titulados la situación se invierte, pues eran Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva las regiones que aglutinaban a la mayor parte de los titulados españoles. En tierras de Cataluña y Valencia, estos últimos fueron poco numerosos y perdieron presencia durante el siglo, al tener que emparentar con linajes castellanos de rancio abolengo, como ocurrió con la casa de Cardona, que restó integrada en el ducado de Medinaceli. Asimismo, en ambos casos existía la figura paranobiliaria del ciudadano honrado que posibilitaba un suave tránsito del mundo de los negocios al nobiliario.

Como en siglos precedentes, la nobleza asentaba la mayor parte de su patrimonio en la posesión de tierras y vasallos. Para asegurar la correcta explotación de estas posesiones se había articulado históricamente el señorío y el régimen señorial, instituciones prácticamente inalteradas durante los tres siglos de la modernidad y de las que disfrutaron la nobleza titulada y la clerecía con el pleno amparo de la Corona. Unas instituciones que en cualquier caso venían a significar una arteria principal para el orden feudal en la medida en que aseguraban una buena porción de la producción agraria, regulaban las relaciones de producción de gran parte de la tierra cultivable y aseguraban importantes funciones jurisdiccionales que la nobleza ejercía como delegada del monarca (justicia, impuestos, etc). Cuando el señorío era de un noble se llamaba solariego y si pertenecía a la Iglesia se denominaba a menudo de abadengo, mientras las tierras de dominio real recibían el nombre de realengo. Estos señoríos ocupaban importantes extensiones del territorio peninsular: en 1797 frente a 12.000 ciudades, villas y pueblos de dominio real, existían 8.600 en el nobiliario y casi 4.000 en el eclesiástico; es decir, la mitad de los españoles todavía tenían un señor jurisdiccional. La posesión de señoríos marcaba una jerarquización interna en la nobleza. A mediados del siglo, de los más de 700.000 nobles existentes, únicamente 30.

000 eran señores de vasallos, la mayoría con muy parcas rentas por ello. Para la continuidad de los señoríos había quedado instaurada en 1505 la figura sucesoria del mayorazgo. La misma consistía en una propiedad vinculada (con características paralelas a los patrimonios amortizados de la clerecía) por la cual el titular de una casa podía administrar y disfrutar del patrimonio pero no podía enajenarlo. Así pues, las propiedades agrícolas, en un siglo de subida significada de los precios y de las rentas agrarias, eran con distancia la principal fuente de ingresos de la nobleza. A ellas se añadían las nada despreciables entradas producidas por los cargos militares o civiles que por ley disfrutaban los miembros de la nobleza. Por último, tampoco eran desdeñables los ingresos que las encomiendas de las órdenes militares, concedidas por los monarcas a cambio de servicios, ofrecían a las filas nobiliarias. En estas condiciones no es extraño que a mediados del siglo la nobleza andaluza, por ejemplo, acaparase el 60 por ciento de la superficie y el 67 por ciento del producto agrario total de la región. Como tampoco lo es que las inversiones industriales o las rentas urbanas, más allá de algunas modestas incursiones, no estuvieran en el horizonte de prioridades de la nobleza hispana. Contra lo que se ha afirmado en ocasiones, los políticos reformistas, la mayoría de ellos nobles acomodados, nunca quisieron sacar de la escena política a la aristocracia ni resquebrajar su poderío económico, como bien lo muestra la ausencia de medidas que afectasen a las bases económicas de los nobles titulados.

En realidad, más bien podría afirmarse que lo que pretendieron en cierta medida fue protegerla de ella misma. Lo que perseguían era reformar a la nobleza, situarla a la altura de los tiempos, adecuarla a los cambios económicos y de mentalidad que se estaban produciendo. Se trataba de crear una nobleza moderna capaz de participar en la mejora de la economía y de liderar la sociedad mediante la ejemplificación de unas virtudes nobiliarias renovadas. Al mismo tiempo, los reformistas abominaban de la existencia de una cohorte de hidalgos que vivían en precarias condiciones económicas muy alejadas de las que supuestamente demandaba su alto rango social, hidalgos que además estaban socialmente muy desprestigiados y, por tanto, debían ser expurgados para dejar a la nobleza en su primigenia condición. Este principal interés explica que las políticas del absolutismo ilustrado frente al cuerpo nobiliario se dirigieran hacia cuatro objetivos prioritarios. Primero: confiar las tareas de la gestión política a una nobleza afín a los preceptos del reformismo ilustrado extraída de los sectores medios del arco nobiliario (Ensenada, Campomanes, Floridablanca). Segundo: crear una nobleza moderna, preparada y diligente que pudiera convertirse no sólo en clase dominante sino en elite dirigente, tanto a nivel del Estado como en la vida municipal, donde los nobles disponían por lo general de la mitad de los oficios consistoriales.

Esta preparación debería hacerse con la mejora de la educación y a través de instituciones como el Seminario de Nobles de Madrid. Tercero: dar la posibilidad de acceso a la nobleza a quienes por mérito o creación de fortuna lo merecieran y pudieran renovarla. El método elegido fue la incorporación de hombres ricos o personajes de reconocida valía intelectual o política que se fueron incorporando al estado nobiliario mediante un sistema de goteo controlado. En este sentido cabe recordar, aunque sin mitificarlas, las medidas tendentes a hacer compatibles el trabajo con la nobleza, especialmente la cédula de 1783 declarando honestas las profesiones y el comercio. También merece ser mencionada la creación en 1771 de la Real Orden de Carlos III, pensada para recompensar a aquellos que prestaran servicios civiles, militares o cortesanos a la Corona y que fue concedida a nobles de alta alcurnia pero también a funcionarios de reconocido mérito. Y cuarto: limpiar el mundo de los hidalgos eliminando a quienes no pudieran probar adecuadamente su hidalguía como se decretó en 1760 y 1785. En definitiva, el absolutismo ilustrado quiso evitar la nobleza empobrecida y la inclinación hacia el rentismo (en detrimento de los negocios) de quienes tenían capital y prestigio social para ennoblecerse, al tiempo que se propuso regenerar a la nobleza titulada para convertirla en la clase dirigente que la nación precisaba. La conciencia de que esta última tarea era una quimera fue creando en las autoridades reformistas un cierto escepticismo posibilista: al final sólo aspiraron a que la gran nobleza no fuera un obstáculo para los cambios graduales que ellos propugnaban.

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