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España de los Borbones

Desarrollo


Los más confesos reformistas estaban convencidos de que uno de los obstáculos principales para conseguir el crecimiento económico que debía proporcionar felicidad a los súbditos, procedía de la mentalidad conformista y de las actitudes poco renovadoras de la mayoría de la sociedad hispana. Eran los estorbos sociales que tantas veces denunciara el lúcido Jovellanos. La estructura social dificultaba más que facilitaba el fomento económico del país. Desde luego, es evidente que para las autoridades del absolutismo ilustrado el objetivo no era subvertir el orden estamental y corporativo vigente desde hacía siglos, sino limar las aristas e inconvenientes que en el mismo había creado el paso del tiempo. Lo que debía evitarse era la existencia de una desigualdad social extrema que impidiera el crecimiento económico y pudiera suponer, en determinadas condiciones, un peligro para el mantenimiento del orden social establecido. De lo que se trataba era de aminorar las diferencias sociales y de provocar una fecunda colaboración entre los distintos grupos sociales bajo la eficaz batuta política de una nobleza renovada, la dirección moral de un clero regenerado, la existencia de una laboriosa mesocracia (rural y urbana) capaz de tamizar los enfrentamientos de clase y, finalmente, una incuestionada fidelidad a los designios de la Corona. La mejora del tejido social era, pues, el perfeccionamiento de los hábitos de cada una de las partes que lo componían.

Las autoridades reformistas, procedentes en su mayoría de los estratos medios de la nobleza, apostaron por una sociedad en la que una minoría de notables ilustrados gobernase a una mayoría de acomodados ciudadanos medios. Un Gobierno que serviría para conseguir la felicidad de todos en nombre del bien común y para mayor gloria de la Monarquía. Con este alto ideal, una tríada de objetivos concretos estuvo siempre presente en los planes gubernamentales de política social: clases privilegiadas minoritarias pero bien preparadas para ser socialmente dirigentes, clases medias abundantes y laboriosas para aumentar la renta nacional y, finalmente, guerra declarada contra la marginalidad social. En definitiva, la mayoría de los reformistas aspiraron a crear una sociedad estamental progresiva que pudiera reunir en su seno los viejos ropajes jurídicos del estamentalismo con las objetivas realidades económicas de clase que iban avanzando inexorablemente a medida que el siglo consumía su cronología. No estamos refiriéndonos, desde luego, a una sociedad de clases capitalista sino a una sociedad de clases feudal, es decir, en la cual el reparto desigual del excedente globalmente producido tenía bases políticas y jurídicas particulares y diferentes a las que se instaurarían más tarde en el capitalismo. El Setecientos fue precisamente el tiempo histórico en que empezó a sustanciarse la transición de una forma a otra. Una época en que las teorías funcionales de los tres órdenes, elaboradas en plena Edad Media para enmascarar las realidades de clase, fueron quedando cada vez más en evidencia como meras producciones ideológicas fabricadas con la pretensión de justificar y disimular las diferencias sociales.

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