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España de los Borbones

Desarrollo


Con un sector agropecuario poco innovador, que no fomentaba la liberalización de mano de obra, que no generaba grandes capitales en manos de una mesocracia rural, que mantenía unos altos precios en el trigo y que sometía a una situación de autoconsumo a los campesinos que formaban el grueso de la población, era difícil que se produjera el despegue revolucionario de la industria hispana. A pesar de esta realidad, es igualmente cierto que el aumento paulatino de la demografía y los recursos alimenticios posibilitó una mayor demanda de bienes manufacturados, especialmente en la segunda mitad del siglo. Gracias a ese aumento de la demanda se pudo manifestar una cierta renovación de la industria sin que la misma condujera a ninguna revolución. Como en otros aspectos de la vida económica del país, se produjo un crecimiento sin desarrollo: la tradición y la innovación estuvieron por igual presentes en la actividad industrial, aunque la primera parece que tuvo más peso que la segunda. La preocupación por el fomento de la industria nacional fue una constante entre los gobernantes del siglo. Al igual que a los problemas agrarios se intentó contestar con el Informe de Jovellanos, ante los temas industriales les llegó el turno a hombres como Bernardo Ward con su Proyecto económico y, sobre todo, a Campomanes con sus dos obras capitales: Discurso sobre el fomento de la industria popular (1774) y Discursos sobre la educación popular de los artesanos (1775).

Desde una óptica esencialmente mercantilista se pensaba que para mantener una balanza comercial favorable, manifestación emblemática de la riqueza de una monarquía, era preciso crear una industria nacional potente, capaz de competir con los productos extranjeros y de asegurar el abastecimiento a todos los dominios españoles, peninsulares y coloniales. Para conseguir estos ambiciosos objetivos era necesario realizar tres tipos de acciones que acabaran con el decaimiento de las fábricas: estímulo y regeneración en los diversos grupos sociales, reforma del contexto socioeconómico y organizativo donde se desenvolvía la industria y, finalmente, revisión de las políticas gubernamentales realizadas anteriormente. Es decir, suprimir la división entre oficios honrados y viles, eliminar la desidia y el conformismo de los artesanos, preparar técnicamente la mano de obra, renovar las corporaciones gremiales y amparar desde el gobierno a la industria nacional con incentivos fiscales y comerciales capaces de crear un empresariado industrial. Tomando el conjunto del siglo, la política reformista fue evolucionando de un mayor intervencionismo estatal inspirado por el mercantilismo a una mayor creencia en las virtudes de la libertad y la iniciativa privada defendidas por los planteamientos fisiocráticos y en mayor medida por liberales. El diagnóstico no fue en absoluto equívoco; las soluciones en cambio fueron más difíciles de encontrar dado que la tradición tuvo un gran espesor y que el conjunto de la estructura económica española era poco propicio para el desarrollo de una industria nacional.

La industria artesanal fue la que caracterizó al sector secundario durante toda la centuria. De ubicación esencialmente urbana, se trataba de una organización tradicional en la que un maestro en su casa-taller, colaborando con uno o varios oficiales y aprendices, producía bien un artículo completo o bien la parte de una mercancía que precisaba luego la colaboración de otros talleres. La regulación de la cantidad y la calidad de los productos la realizaban las corporaciones gremiales al establecer con minuciosidad toda una serie de ordenanzas. En la mayor parte de las grandes y medianas ciudades, el taller era el protagonista de la vida industrial. A veces ocupaban barrios enteros cuyas calles adoptaban el nombre de determinados oficios. Aunque algunas urbes modestas centraron su artesanía en un determinado producto, sobre todo el textil, habitualmente existían decenas de talleres dedicados a satisfacer la demanda local inmediata. En una ciudad como Lleida, que a finales del siglo tenía unos 10.000 habitantes, se han llegado a contabilizar 60 oficios diferentes. Las insuficiencias artesanales, especialmente en el mundo textil, habían favorecido desde los primeros siglos de la modernidad el desarrollo de la industria rural en bastantes lugares de la geografía española. No es fácil determinar el alcance de esta protoindustria, pero todo indica que la baratura de sus instalaciones y el carácter complementario que tenía respecto a la agricultura, facilitó bastante su relativo crecimiento.

A finales del Setecientos, más de 7.000 telares y varios miles de productores se dispersaban por el amplio territorio castellano dedicados a la pañería, la lencería o la sedería. Paralelamente, la segunda mitad de la centuria vio crecer las escuelas de hilar, donde miles de mujeres en su domicilio trabajaban para fábricas vecinas en los primeros pasos del proceso industrial (cardado e hilado). Aun a pesar de su relativo auge, este tipo de industria doméstica no alcanzaría los niveles de desarrollo que estaba disfrutando en Inglaterra o Alemania. Aunque en el textil gallego, valenciano o catalán y en las ferrerías vascas tuvieron un cierto crecimiento, lo cierto es que sólo sirvieron para acumular capital en las manos de algunas decenas de comerciantes y, sobre todo, para complementar los ingresos agrícolas de los campesinos. Esta última parecía ser una de las principales virtudes que Campomanes veía en el fomento de esta industria por él llamada popular: "... el verdadero interés del Estado consiste en mantener la industria en caseríos y lugares chicos". La situación gallega debía hacerse paradigmática frente a la barcelonesa que, como veremos, acumulaba y proletarizaba en algunas fábricas a importantes cantidades de trabajadores asalariados, con el consiguiente peligro potencial de alterar a largo plazo la estructura social existente. El escaso éxito de la industria rural a causa de la parca asistencia de capitales, de la relativa vetustez de los medios técnicos y de la falta de competitividad, favoreció la creación, en un contexto de fervor mercantilista, de manufacturas concentradas apoyadas por el Estado, al estilo de lo realizado por Colbert en la Francia del siglo anterior.

De esta forma fueron tomando vida las sucesivas manufacturas reales. Muchas de estas fábricas nacieron al calor de las necesidades estatales. Algunas lo fueron por imperativos militares. Tal es el caso de la construcción naval en los tres grandes arsenales (El Ferrol, Cádiz y Cartagena) o de las fábricas siderúrgicas de Liérganes y La Cavada dedicadas a proveer de material bélico a las fuerzas armadas. Otras surgieron pensando en obtener recursos para la hacienda pública. De este cariz fueron la fábrica de tabacos de Sevilla o las de naipes de Málaga y Madrid. En ocasiones se intentó hacer frente a la demanda de artículos de lujo generada por las clases adineradas sin tener que depender del extranjero. Así, aparecieron las instalaciones fabriles de tapices en Santa Bárbara, de cristales en San Ildefonso o de porcelanas en el Buen Retiro. Por último, también desde el Estado se pensó en cubrir las necesidades textiles de artículos de consumo popular instalando fábricas de lana (San Fernando de Henares, Brihuega, Guadalajara), de seda (Talavera de la Reina), de lencería (San Ildefonso y León) o de algodón (Ávila). Resulta evidente que algunas manufacturas reales generaron importantes concentraciones de capital y trabajo, cubrieron una demanda y produjeron avances técnicos y laborales dignos de tener en cuenta. Ahora bien, económicamente no resultaron viables. En unos casos porque la demanda de sus artículos era parca, en otros porque los precios debían responder a criterios políticos, en las más de las ocasiones porque no pudieron competir con otros productos extranjeros ni dentro ni fuera de España.

Además, como quiera que representaron un gran dispendio para el erario público, los gobernantes tuvieron muchas vacilaciones en cuanto a los apoyos que debían prestarse. Aun con esos inconvenientes, debe situarse en su haber el incentivo que representaban para las comarcas donde se ubicaban sus instalaciones, convirtiéndose de hecho en verdaderos polos de creación de empleo en lugares económicamente aletargados. Una evidencia parece imponerse, la participación directa del Estado en la gestión industrial no fue un éxito pero sirvió al menos para cubrir demandas concretas y dar empleo en comarcas ciertamente deprimidas. Las autoridades borbónicas también mostraron su empeño industrial participando en fábricas mixtas con capital privado, instalaciones que eran privilegiadas con franquicias fiscales o incentivos para la comercialización. A iniciativa del Estado (que participaba con préstamos o con emisión de acciones) o de particulares, se constituyeron diversas empresas dedicadas a la industria lanera y sedera. De este tipo fueron iniciativas exclusivamente fabriles como la Fábrica de Paños Finos de Segovia o con intereses comerciales como la Real Compañía de Comercio y Fábricas de Extremadura, la Real Compañía de Comercio y Fábricas de Zaragoza o la Compañía de San Carlos de Burgos. La experiencia no fue muy satisfactoria y dichas empresas industriales sólo parecieron remontar el vuelo cuando pasaron completa y definitivamente a manos privadas, que es lo que ocurrió con la mayoría.

Ahora bien, la mayor parte de la producción industrial española estuvo en manos privadas. Algunas de estas empresas llevaron el nombre de fábricas reales, que significaba el disfrute de una serie de franquicias a condición de que sus dueños supieran mantener un mínimo de calidad susceptible de ser imitado por el resto de los fabricantes. En algunos casos estas fábricas estuvieron gestionadas por corporaciones que instalaban sus propias empresas industriales con el objeto de proceder posteriormente a la comercialización de sus productos. El ejemplo más claro fue el de los Cinco Gremios Mayores de Madrid, que llegaron a regentar fábricas de seda (Valencia), cintería y listonería (Valdemoro) y holandillas (Madrid). Asimismo, tuvieron la titularidad de las manufacturas reales de Guadalajara, Talavera y San Carlos. A pesar de estos casos, más numerosas fueron las fábricas de propiedad particular. Algunas estuvieron simbólicamente creadas por nobles, como ocurrió con la fábrica de tapices, hilados y tejidos de algodón del duque del Infantado en Pastrana o con la de tafetanes y medias de seda que instaló el conde de Aguilar en la Rioja. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones se trataba de adinerados maestros gremiales que decidían dar el salto a una empresa libre de las ordenanzas gremiales o bien de un emprendedor empresario que terminaba por crear importantes concentraciones fabriles. Este último es el caso de la fábrica de Valdemoro de José Aguado (que después pasó, como hemos visto, a los Cinco Gremios Mayores) o de las diversas iniciativas del famoso comerciante y asentista naval Juan Fernández de Isla.

En este sentido, las empresas de mayor enjundia fueron la Mantelería de la Coruña establecida por los holandeses Adrián Roo y Baltasar Kiel en el último cuarto del siglo anterior, la fundición instalada por Antonio Raimundo Ibáñez en Sargadelos y el establecimiento del Nuevo Baztán creado de la mano de Juan de Goyeneche. No obstante, entre este tipo de manufacturas organizadas con el esfuerzo del capital privado y el apoyo ocasional de la hacienda, las fábricas de algodón de Cataluña resultaron una de las mayores y más importantes novedades del siglo. Creadas en primera instancia por los grandes mayoristas catalanes y posteriormente asumida la iniciativa por fabricantes especializados en las tareas textiles, las fábricas de indianas tuvieron una decidida actitud de encaramiento hacia el mercado peninsular o colonial, efectuaron tímidas pero significadas transformaciones técnicas, desvincularon la producción del mundo gremial y emprendieron nuevas formas de gestión fabril. Además, tuvieron importantes repercusiones sociales. Por un lado, crearon un sector empresarial con progresiva conciencia de clase y ligado en exclusiva al mundo industrial. Por otro, permitieron forjar un incipiente proletariado industrial concentrado en Barcelona. Todos estos factores posibilitaron un cambio en el modo de producción: producir no sólo para el consumo local sino para la demanda exterior sobre la base del trabajo asalariado.

Con todo, debe recordarse que la industria española estuvo durante todo el siglo presa de sus elevados costes de producción y, por tanto, de sus escasas posibilidades de conquistar mercados. Dificultades en la obtención de materias primas, exceso de impuestos, pobreza tecnológica y limitaciones gremiales, provocaron una producción escasa (a pesar de su crecimiento absoluto) y de no gran calidad que difícilmente podía competir con la extranjera, ni siquiera en la nación propia. Los fabricantes vendían tarde, poco y mal. Y en estas condiciones, el margen de beneficios era escaso y la reinversión por consiguiente precaria. Todo un círculo vicioso a causa del cual la industria hispana terminaba siendo poco atractiva para unos capitales que veían en la agricultura rentas más constantes y seguras y en el comercio ganancias más considerables con parecido riesgo.

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