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España de los Borbones

Desarrollo


Los gobernantes borbónicos pronto se preocuparon por lo que a su juicio resultaba una evidencia: la Monarquía adolecía de una importante merma poblacional que era el resultado de una precaria situación económica y una de las causas de la pérdida de peso en el ámbito internacional. Desde esta perspectiva, las referencias míticas a una España pletórica de habitantes en tiempos de los Austrias mayores fueron una constante. Como no lo fue menos, desde la predominante óptica mercantilista, la reclamación urgente de un aumento de la población. Se precisaban más hombres para las fuerzas armadas, más individuos para trabajar más hectáreas de tierra o producir más manufacturas, más súbditos de los que conseguir impuestos destinados a la defensa de una potente monarquía. Buena parte de los políticos y pensadores postularon que un aumento de la fuerza de trabajo posibilitaría una mayor producción nacional que serviría para alimentar más bocas en el interior, proveer mejor los mercados coloniales y comerciar en condiciones más ventajosas con las potencias extranjeras. Todo ello conduciría, además, a crear una balanza comercial favorable a los intereses españoles. Con estas creencias quedaba claro que la primera premisa para el renacimiento nacional y la prueba palpable del mismo pasaba por la misma variable: la población. Si el número de habitantes se multiplicaba era que las cosas en la Monarquía iban razonablemente bien.

Los recuentos generales de población elaborados durante la centuria (Campoflorido en 1712-1717, Ensenada en 1752, Aranda en 1768, Floridablanca en 1787 y Godoy en 1797), así como los diversos estudios parroquiales elaborados en los últimos años, muestran bien a las claras que la población española tuvo un evidente crecimiento secular. En efecto, el número de habitantes inició en el Setecientos un lento pero seguro despegue que supuso finalmente un crecimiento aproximado de 3 millones de personas entre 1717 y 1797. Este aumento de un 40%, hizo pasar al país de 7,5 u 8 millones de habitantes en 1717 a 10,5 u 11 en 1797. Un auge de tono europeo, algo inferior al inglés o al de los países nórdicos, similar al italiano y superior al francés. Debe advertirse, sin embargo, que esta importante expansión no puso en entredicho las características básicas del modelo demográfico antiguo en el que seguía anclada la población española: alta natalidad (42 por mil), alta mortalidad (38 por mil), significativa incidencia de epidemias y hambrunas, mortalidad infantil del 25% de los nacidos y una esperanza de vida inferior a los 30 años. En conjunto, pues, un aumento nada espectacular, más bien moderado y que en algunas zonas supuso la mera recuperación de cifras poblacionales alcanzadas antes de la época de hierro que el siglo anterior había dictado. El Setecientos abrigó la última expresión del incremento poblacional que el tardofeudalismo podía amparar sin alterar sus propias características esenciales.

Si bien debe recordarse que en algunos lugares el crecimiento poblacional había empezado en las últimas décadas del Seiscientos, parece lícito afirmar que el incremento se produjo especialmente en la primera mitad de la centuria, mientras que a finales del siglo se vivió una etapa de dificultades generalizadas que frenaron un tanto la expansión. No obstante, si adoptamos un punto de vista regional las conductas se diversifican en tres comportamientos demográficos básicos. En la España norteña el movimiento resultó precoz en el tiempo y fuerte en su intensidad, llegando en ocasiones a una tasa de crecimiento anual del 6 y 7 por mil, aunque el fuelle pareció disminuir desde mediados de la centuria. El aumento en la España meridional resultó sin duda más pausado pero también más constante y sostenido, debido quizá a que el punto de partida de la densidad poblacional con respecto a los recursos era inferior. Por último, el área oriental ofreció un modelo de crecimiento algo menos temprano pero con una continuidad secular que se mantuvo en Valencia y Murcia y que tan sólo pareció frenarse en Cataluña en los últimos años del siglo. Con todo, la mayoría de las regiones acabaron experimentando un perceptible aumento. Valencia, Aragón o Cataluña duplicaron su población mientras Murcia la triplicaba. Galicia o Castilla crecieron más de un tercio en tanto que Andalucía, Baleares o el País Vasco estuvieron alrededor de un 40% de aumento poblacional.

La expansión se confirma también si fijamos nuestra atención en la densidad poblacional. Si a principios de la centuria había una media de 15 habitantes por kilómetro cuadrado, a finales la cifra ascendía a 21. Las variables regionales son también aquí significativas. La costa levantina, el norte vascongado y algunas zonas gallegas conseguirán importantes densidades. En 1787 la media de Vizcaya alcanzaba los 52, mientras que Guipúzcoa llegaba a los 62. En Valencia se consiguieron los 33, en Cataluña los 25 y Murcia se quedó anclada en los 12. Galicia por su parte alcanzará a finales del siglo la media de 45. Sin embargo, en el interior peninsular el panorama cambia al darse densidades máximas de 10 en Extremadura, de 12 en la Mancha o de 17 en la zona leonesa. El resultado último de este proceso es doble. Primero, acabó por consolidarse una situación diametralmente opuesta a la existente en el Quinientos: la periferia se encuentra finalmente más poblada que el interior. Incluso en las propias regiones periféricas, sus zonas litorales crecen más que las interiores: la Galicia costera se mueve en una banda entre 56-100 h/km2, mientras que la interior lo hace entre 15 y 33. Y segundo, en la dialéctica poblacional campo-ciudad, bien puede decirse que el aumento demográfico afectó por igual al hábitat urbano y al rural, consolidándose de este modo un paisaje similar al de siglos precedentes, muy alejado del fenómeno típicamente moderno y capitalista de la supremacía de las urbes.

Unas ciudades que asimismo continuaron teniendo sus principales aglomeraciones en el sur y en el Mediterráneo al tiempo que en el norte la población vivía en una mayor dispersión rural. No obstante, el importante crecimiento de algunas núcleos periféricos como Barcelona, Cádiz, Valencia o Bilbao, fue también una realidad secular que no cabe desdeñar. Realidad a la que vino a añadirse la notable transformación que durante el siglo experimentaría Madrid. Además, el aumento demográfico y económico de estas poblaciones y los nuevos aires ilustrados favorecieron los cambios urbanísticos. Las acciones principales se centraron en la creación de infraestructuras urbanas a través de una planificación racionalista encaminada a la mejora de la calidad de vida y también al control del orden público. Así, se elaboraron nuevos planes urbanísticos, se reorganizaron los espacios urbanos en barrios, se derrumbaron murallas, se construyeron grandes edificios públicos y frente a la aristocrática plaza mayor se construyeron explanadas y paseos de corte protoburgués tan bien representados en algunos cuadros costumbristas. ¿Cuáles fueron los motivos del aumento poblacional? Aquí cabe señalar la imbricación dialéctica de causas demográficas de primer orden con factores socieconómicos coadyuvantes. En el caso de estos últimos, no parece que las políticas poblacionistas realizadas por los Borbones tuvieran efectos significativos.

De hecho, las preocupaciones se centraron en medidas natalistas algo irreales, tales como ennoblecer a los padres que tuvieran más de doce hijos (hidalgos de bragueta), medida procedente de siglos anteriores y que continuó mostrando su ineficacia. Escasos ecos poblacionales tuvo asimismo la creación de nuevas colonizaciones de trabajadores extranjeros en Sierra Morena, más interesante como proyecto ilustrado global que por su trascendencia demográfica. En cambio, algo más de eficiencia obtuvieron algunas acciones encaminadas a la regulación de las carestías alimentarias tales como la construcción de innumerables pósitos, especialmente en Castilla. Hubo también mejoras de la medicina y la sanidad (construcción de hospitales, Junta de Sanidad, lazaretos portuarios, resguardos de sanidad contra la peste), así como de la higiene (creación de cementerios o diversas medidas de urbanidad). Sin embargo, todas estas actuaciones no consiguieron tampoco efectos poblacionales espectaculares. Desde el punto de vista demográfico, los dos factores de más peso fueron la mayor natalidad de un matrimonio algo más precoz que en otros países y una muerte menos operante que en siglos precedentes. En el caso de la mortalidad catastrófica hay que decir que no desaparecieron del todo las pandemias (1706-1710, 1762-1763 y 1783-1786) y que las crisis de subsistencias locales siguieron regulando la relación entre economía y demografía en el marco regional.

Sin embargo, el siglo resultó en este aspecto bastante más benévolo que los anteriores. Aunque el paludismo, las fiebres amarillas o la viruela continuaron llevándose muchos españoles al cementerio, especialmente niños, el lápiz rojo de la muerte actuó con mayor clemencia y ese fue sin duda el factor más influyente en el aumento poblacional del Setecientos. A pesar de un celibato relativamente alto (en 1787 era de un 12% para los varones y 11% para las mujeres entre 40 y 50 años), lo cierto es que el modelo matrimonial español facilitó una precoz nupcialidad y una mayor fecundidad legítima. En general, los españoles se casaban entre los 23 y los 25 años, antes por tanto que en otras naciones europeas. Como fruto de la unión tenían alrededor de cuatro hijos de media, de los cuales un par no pasarían de los 20 años y uno de los supervivientes, voluntariamente o no, abrazaría el celibato. Aunque la tasa media de reproducción superaba en poco la unidad, dado que de cada 100 mujeres casadas sobrevivían hasta las primeras edades adultas poco más de 100 hijas, lo cierto es que la combinación del descenso de la mortalidad y la precocidad matrimonial permitieron un saldo favorable al finalizar la centuria. Con todo, comparada con otras potencias europeas, España resultaba un país menos densamente poblado y además con claros desequilibrios internos en cuanto a la distribución de su población. Unos desajustes que procedían de antaño pero que deben relacionarse también con los diferentes crecimientos económicos regionales que la Monarquía experimentará en el siglo ilustrado.

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