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Rango

España de los Borbones

Desarrollo


El ansia, pocas veces conseguida, de paz exterior se justificaba por la clara conciencia que los gobernantes tuvieron de la necesidad de invertir sus mayores esfuerzos en reparar el atraso español respecto a las principales potencias europeas. Para volver a recuperar posiciones en el exterior había que mejorar la situación del interior y para ello era necesario replantear las bases sobre las que se ejercía el gobierno político de la Monarquía. Desde los primeros años, la nueva dinastía tuvo ideas claras acerca de la necesidad de reforzar el poder central mediante un amplio programa de reformas en las diversas administraciones del Estado y en la propia naturaleza de la Monarquía. Los cambios en la función pública debían hacerse mediante la centralización de las tareas de gobierno y la uniformización legal y económica del reino. Las modificaciones en la planta política de la monarquía había que efectuarlas poniendo en vereda a los antiguos reinos y a las clases sociales dominantes así como reforzando las atribuciones del monarca. Al socaire de las ideas que circulaban por buena parte de Europa, los Borbones españoles apostaron por la fórmula del absolutismo ilustrado con más o menos fortuna y empeño en cada reinado. En efecto, salvo en Inglaterra, donde predominaban las formas y maneras del constitucionalismo, buena parte de las grandes potencias europeas, especialmente aquellas que acumulaban una autoconciencia de retraso económico, apostaron por reforzar la autoridad real.

Se trataba, en esencia, de concentrar en las manos del monarca las decisiones fundamentales para convertirlo de este modo en el principal promotor y defensor de las reformas al tiempo que en el garante de la estabilidad política que las mismas requerían. En el caso español, los Borbones tuvieron desde el principio una decidida inclinación por esta forma de enfocar el gobierno de la nueva monarquía. Una fórmula que había sido promocionada por la propia dinastía en la vecina Francia durante el reinado del todopoderoso Luis XIV. Si la reforma de España debía hacerse con decisión pero con moderación, un reforzamiento del poder real era la mejor garantía para impulsar las reformas y para que las mismas no llegasen más lejos de lo que era políticamente correcto. El rey debía convertirse, pues, en un "déspota ilustrado" que utilizando el instrumento de la razón consiguiese imponer un orden natural capaz de proporcionar la debida felicidad al pueblo. Un monarca todopoderoso cuya obligación, a su vez, era la de ser fiel intérprete de un plan previamente establecido por designio divino, idea claramente procedente del iusnaturalismo alemán. El rey se convertía así en un director de orquesta (léase sociedad) que dirigía una partitura a la que todos los miembros debían contribuir desde su lugar social y en la justa medida de sus capacidades. Los obstáculos que entorpecían un gobierno en favor de la utilidad común y el bien de los súbditos sólo podían ser salvados mediante un poder real incuestionable e inapelable.

Como diría Pedro Ceballos en 1776, "donde uno solo con la regla o la ley de la razón y para el bien común, lo ordena todo por juicio soberano". Es decir, un soberano plenipotenciario puesto al servicio de las reformas que traerían la grandeza de la Monarquía y la felicidad a sus súbditos. Y esta teoría fue la táctica política que buena parte de los reformistas decidieron apoyar con sinceridad y de la que los conservadores recelaron durante la mayor parte del siglo. Todo ello llevó a situar la figura del rey en su máxima expresión política durante los tiempos modernos. De este modo, el nuevo soberano encarnaba en la teoría y en la práctica política todo el poder del Estado hasta llegar a confundirse lo uno con lo otro. Para la eficacia y credibilidad política de esta nueva figura real, el monarca fue llevado a representar una serie de retratos-símbolos frente al cuerpo social. El monarca debía ser un rey-filósofo que amparase las ideas ilustradas de orden natural y razón indispensables para el progreso de la nación. Además, tenía que representar a un rey-soldado que como caudillo militar mandase en todas las fuerzas armadas. Debía, asimismo, resultar un rey-gobernante dedicado desde su gabinete a la constante vigilia por el gobierno de la cosa pública. Pero no menos debía procurar aparecer como un rey-piadoso, un perfecto católico y un devoto practicante de misa diaria, como hacía Carlos III. Era menester también que el monarca fuera alternativamente un rey-padre y un rey-señor en una estudiada dialéctica de acercamiento y alejamiento con el pueblo.

Como padre estaba dispuesto a atender a todos sus súbditos; como señor, a que cada cual cumpliera con la misión encomendada. Finalmente, el rey debía ser un símbolo. Un monarca de designación divina era preciso que mantuviese una cuidada etiqueta, un ceremonial estereotipado pero eficaz que le aproximara, desde el respeto a la jerarquización, al entorno cortesano y al conjunto social. Los cuatro Borbones del siglo no siempre fueron capaces de cumplir tan ardua simbología, que por lo demás hubiera requerido hombres de gran capacidad y virtud. En realidad, el que más se acercó al ideal fue Carlos III, puesto que sus parientes no fueron un dechado de virtudes personales y a menudo se vieron afectados por patologías psicológicas que al parecer influyeron en algunas decisiones de gobierno. Con todo, el conjunto de la sociedad española fue siempre amante de la figura real y ante la invocación de su autoridad la mayoría de las órdenes fueron acatadas. Curiosamente se criticaba al gobierno pero casi nunca al supremo hacedor de su política que era el rey. En la España del Setecientos, el soberano, rodeado de su familia, de la corte y de sus ministros, vino a representar el primer círculo del poder. Desde el centro del mismo, el monarca era el supremo estandarte de la propia constitución política de la Monarquía. Y a él debían supeditarse los viejos reinos forales, la nobleza y la Iglesia cuando de temas temporales se tratase.

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