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España de los Borbones

Desarrollo


Durante el reinado de Carlos IV las relaciones exteriores españolas se tornaron más turbulentas y dependientes. En los últimos años de la gobernación de Floridablanca y bajo la posterior dirección de Manuel Godoy, la política internacional borbónica estuvo marcada por dos rasgos fundamentales. El primero se refiere a las consecuencias que los sucesos revolucionarios franceses implicaron para toda la diplomacia europea de la época. Aunque entre 1789 y 1791 Floridablanca mantuvo las relaciones con la Francia revolucionaria, lo cierto es que a partir de esa última fecha su actitud fue más intervencionista al formar parte de la liga de monarquías absolutas europeas que se coaligaron frente a los nuevos gobernantes galos para la salvaguarda del antiguo régimen. Hermana de dinastía y obligada por los pactos de familia, España intervino finalmente contra la Convención francesa en 1793. Una guerra fronteriza que tuvo más de ideológica y dinástica que de interés nacional, derivando incluso en una guerra santa contra los revolucionarios franceses que representaban para los conservadores de distinta condición la muestra palpable de la conspiración urdida por los filósofos para subvertir el orden natural. Y el segundo rasgo fundamental de la política exterior española del cuarto borbón fue la definitiva pérdida de la vieja aspiración de neutralidad y equidistancia, que si bien se había quebrado en parte en el reinado anterior sufriría ahora su definitiva defunción.

En efecto, España estuvo durante la última parte del siglo a merced de los intereses de la política exterior francesa como bien lo mostraron los sucesivos acuerdos bilaterales firmados. Primero el Tratado de San Ildefonso en 1796, que supuso dos meses después la guerra contra Inglaterra y la pérdida de Trinidad. Y más tarde, en tiempos de Napoleón, el Segundo Tratado de San Ildefonso en 1800, el Tratado de Aranjuez en 1801 y el Tratado de Fontainebleau en 1805. Un Napoleón cuyo imperialismo territorial fue entendido, hasta la invasión, como una posibilidad de equilibrio internacional frente al expansionismo naval británico, con el que finalmente se medirían las fuerzas franco-españolas en la batalla de Trafalgar, contienda que dejó maltrecha a la armada hispana en 1805. Así pues, la dependencia respecto de la política francesa supuso para España su inevitable entrada en sucesivas contiendas entre 1793 y 1808. Guerras que iban a producir un fuerte deterioro en la mermada hacienda estatal, un agravamiento de las tensiones ideológicas y políticas internas y, finalmente, la "amigable" entrada de las tropas napoleónicas en suelo peninsular con la excusa de ir a invadir Portugal, clásico aliado de los ingleses. Atrás quedaban sepultados decenas de años de política exterior borbónica con un balance nada espectacular para España. En algo más de cien años, con la variedad de países e intereses que tuvieron que contemplarse y con un escenario europeo en permanente mutación, las autoridades borbónicas, con el rey a la cabeza, fraguaron un sistema de relaciones exteriores que no siempre contó con una teoría general bien explicitada y que no estuvo exenta de bandazos.

A pesar de esta realidad, es igualmente cierto que algunos políticos reformistas quisieron forjar una política exterior que más que estar en función de los intereses dinásticos estuviera supeditada a los supremos beneficios nacionales: conseguir la paz exterior para regenerar el cuerpo interior de la monarquía. Sin embargo, a pesar de los voluntariosos intentos de hombres de la talla de Patiño, Carvajal, Wall, Ensenada o Floridablanca, no parece que esta idea de nacionalización de la política exterior, pese a su indudable avance, quedara definitivamente instalada en la doctrina española cuando todavía Carlos IV soñaba, en tiempos de la revolución francesa y muerto Luis XVI, con ceñirse la corona de Francia. En esta aspiración a la paz exterior para la regeneración interior, la estrategia general del siglo fue la de aliarse con el vecino francés, hermano de dinastía, frente al expansionismo colonial británico que amenazaba con llevarse lo más preciado de la Corona: las vitales colonias americanas. El fracaso de los intentos de acercamiento a la potencia marítima anglosajona condujo a la diplomacia española a los sucesivos pactos de familia con Francia, que si bien cortapisaban a veces los intereses hispanos eran difíciles de soslayar si tenemos en cuenta la precariedad de las fuerzas armadas españolas durante la centuria y el agresivo comportamiento de los británicos, especialmente en el Nuevo Mundo. España había descubierto durante el siglo que ya no podía ser una potencia con aspiraciones imperiales, pero que todavía tenía importantes intereses que defender en la diplomacia mundial, entre ellos el vasto imperio americano, pieza clave para la acuciante mejora económica que el país precisaba. En este contexto no es de extrañar que el Atlántico acabara por sustituir al Mediterráneo en las preocupaciones de los gobiernos borbónicos.

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