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Datos principales


Rango

España de los Borbones

Desarrollo


El día de Todos los Santos de 1700 moría Carlos II. Su falta de descendencia iba a facilitar que la corona de España recayese en la dinastía de los Borbones a través de Felipe de Anjou, nieto del monarca francés Luis XIV. El nuevo rey iba a despertar muchas expectativas, algunas de las cuales fueron rápidamente frustradas ante la evidencia de que no parecía representar el monarca modélico para la vasta monarquía que todavía España representaba. Sin embargo, sería injusto hacer recaer todas las responsabilidades sobre las espaldas de Felipe V, puesto que era evidente que el legado austracista no resultaba ninguna ganga. En efecto, las estructuras de la monarquía adolecían de importantes deficiencias en la base de su funcionamiento. La agricultura era de subsistencia, estaba dominada por grandes propietarios señoriales (nobles y eclesiásticos) y centrada en pequeñas unidades de explotación familiar sin posibilidades de ahorro e inversión a causa de las diversas cargas fiscales. Bajo estas circunstancias, las condiciones climáticas adversas y las pestes diezmaron con dureza el campo español entre 1677 y 1685. Tampoco la industria tenía mejor situación. Con escasa capacidad de consumo, limitada por el parco desarrollo de la agricultura, con poca intervención del capital en las inversiones industriales y con un secular estancamiento técnico, los españoles de ambos lados del Atlántico debían recurrir a los productos extranjeros y pagarlos con metales preciosos americanos.

La precariedad agraria e industrial lastraba las posibilidades comerciales. El mercado interior era débil y estaba condicionado por trabas aduaneras e institucionales. El comercio colonial se encontraba cada vez más en manos de los foráneos, por el contrabando, por el comercio directo que otros países hacían desde Europa o por la acción de los extranjeros afincados en el monopolio sevillano. Además, en la propia América el comercio intercolonial crecía paulatinamente. La situación económica general estaba asimismo deteriorada como efecto de los numerosos conflictos que la monarquía había tenido durante la centuria a causa de su política imperial, contiendas que ocasionaban un permanente drenaje de los recursos metálicos conseguidos en América. La hacienda pública vivía en la continua bancarrota: en 1680 las obligaciones del Estado ascendían a 19 millones de escudos y los ingresos únicamente a 10. Y en ayuda del tesoro público acudían innumerables capitales en forma de préstamos al Estado que naturalmente dejaban de lubrificar la economía productiva. La sociedad española no ofrecía un panorama más alentador. La nobleza no renovaba sus haciendas, se negaba a entrar en los considerados poco honorables negocios mercantiles, monopolizaba los cargos más preciados de la administración y se mantenía mayoritariamente en los aledaños de la corte procurando vivir de las ubres del Estado y de formar partidos que se disputaban encarnizadamente la dirección del gobierno.

Tras el fracaso de Olivares en alejar a la gran nobleza de la vida política, el centenar de grandes de España había renovado su injerencia cortesana ante la evidente dejación del débil Carlos II. Primeros ministros como el duque de Medinaceli o el conde de Oropesa se instalaban en el vértice mismo del Estado desde el cual gobernaban con buenas intenciones al tiempo que se enriquecían clánicamente. Al igual que la nobleza, la clerecía tampoco resultaba una fuerza dinamizadora de la vida social. Gran propietaria de tierras, se dedicaba a la doble tarea de mantener su posición socieconómica y domeñar las conciencias de los españoles. Por su parte, las clases trabajadoras vivían en condiciones poco favorables y nada halagüeñas. Los burgueses eran escasos en número y dependientes de la sociedad aristocrática a la que aspiraban a pertenecer sin remilgos de clase: los comerciantes y profesionales no habían cuajado como mesocracia y tenían poca influencia tanto en los gobiernos locales como en el general de la monarquía. Los campesinos y los artesanos eran la base del trabajo nacional pero los últimos en el reparto de la renta colectiva. En estas condiciones de bipolarización social y de falta de encuadre político de la mayoría de los españoles, no es extraño que las algaradas antifiscales y los motines antiseñoriales hicieran aparición en Cataluña (1687-89), en las segundas germanías valencianas (1693) y en Madrid (1699).

En medio de estas dificultades económicas y de este aletargamiento social, el poder político disfrutaba de una planta constitucional que no facilitaba el alivio de la situación. El intento del Conde Duque de hacer participar a todos los reinos por igual en las cargas y beneficios del Imperio, no había salido adelante. Tampoco tuvo mejor suerte la política de reducir las prerrogativas forales y centralizar la toma de decisiones en manos del monarca y su primer ministro. En este marco general, Carlos II no iba a ser un modelo de soberano. Influenciado por reinas de origen e intereses foráneos, por intrigantes cortesanos y por confesores reales, la debilidad del Hechizado (así bautizado popularmente por los madrileños) iba a dejar el reino al pairo de la lucha de los partidos nobiliarios y de las estratagemas de los embajadores extranjeros. Las instituciones tradicionales no sólo no suplían estas deficiencias sino que en ocasiones las agravaban. Las cortes restaban sin convocar, perjudicando a la representación de las ciudades. Los consejos reales eran lentos de funcionamiento y escasos de poder. La administración local estaba dominada por las oligarquías. La justicia era ineficaz y con unos jueces poco profesionales. La burocracia era excesiva, mal pagada y en su mayoría producto de la venalidad. El valimiento, finalmente, había derivado en una prebenda que se disputaban las camarillas de palacio. Únicamente las instituciones forales, sin resultar idílicos paisajes democráticos, guardaron algo de prestigio y una relativa vitalidad que les permitió afrontar los duros embates del siglo.

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