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La entrada de Suecia y de Francia en la guerra demostró claramente que la colaboración de las dos ramas de los Habsburgo sólo concitaba la unión de sus enemigos, empeñados a toda costa en evitar que impusieran su dominio, como había sucedido en la centuria anterior. Durante algún tiempo Madrid y Viena lograron hacer frente a las fuerzas coaligadas en contra suya, pero al final cada una procuró concentrar todos sus recursos en proteger sus estados patrimoniales, lo que dará paso a una nueva concepción de la política exterior de los Habsburgo, al menos por parte del Emperador. Las consideraciones dinásticas ceden su lugar a las prioridades de cada monarquía, y si para asegurar la convivencia en Alemania es necesario sacrificar a España se sacrifica. Este principio, que quedó confirmado en los tratados de paz de 1648, se mantiene en los años siguientes, aun cuando en alguna ocasión Viena ayude a España en su pugna con Francia. La paz alcanzada con Holanda permitió a Madrid desplazar el ejército de la frontera septentrional de los Países Bajos al frente catalán, toda vez que el estallido de la sublevación de la Fronda en Francia y la deserción de Condé y de Turena, incorporados al servicio de Felipe IV, minaba la capacidad ofensiva gala. Esto contribuirá a que España pueda reconquistar en 1652 Barcelona y el puerto de Dunkerque. En Italia también se recuperan las posiciones perdidas en años anteriores (Porto Longo y Piombino) e incluso se ocupa Casale, en poder de los franceses desde 1628, haciendo fracasar el proyecto de Mazarino de destruir el sistema de comunicaciones español en el Mediterráneo, completando así la obra iniciada por Richelieu en el centro de Europa.

Para España, el año 1652 fue un segundo annus mirabilis, pues sus ejércitos consiguieron evitar la disolución de la Monarquía y establecer las bases para negociar con Francia la firma de una paz honrosa, máxime cuando poco después los franceses caen derrotados en Pavía (1655) y Valenciennes (1656). De hecho, Mazarino se ve precisado a iniciar conversaciones con España, alcanzándose el compromiso de que si Luis XIV no se aliaba con Inglaterra y retiraba su apoyo a Portugal, se le entregaría la Cerdaña, el Rosellón y varias ciudades del Artois, y se concedería a los mercaderes franceses condiciones favorables en el comercio español. A pesar de tales acuerdos, las negociaciones no prosperaron por la negativa del monarca francés a perdonar a Condé, que se había revelado contra su autoridad, y porque Felipe IV no deseaba desposar a su hija María Teresa con Luis XIV, requisito exigido por Francia para reforzar la paz, pero inviable en este momento porque la infanta española era la única heredera de la Monarquía y, por tanto, debía contraer matrimonio con algún vástago de los Habsburgo de Viena para que los estados patrimoniales de la familia no pasasen a otras manos. El fracaso de las negociaciones condujo a Mazarino a buscar el medio de obligar a España a flexibilizar su postura. Sin aliados desde 1648, su atención se dirigió a Inglaterra, donde Cromwell había desencadenado en 1655 un ataque perfectamente planificado, y por sorpresa, contra las colonias españolas en el Caribe, ocupando la desguarnecida isla de Jamaica.

Sin embargo, los ingleses descubrieron muy pronto la fuerza que todavía conservaba el imperio español, pues fracasaron en su ataque a La Española, y aunque la flota de Blake asestó algunos zarpazos al tráfico ultramarino, la escuadra de España en Dunkerque, unida a los corsarios de Ostende y del Cantábrico, causaron enormes estragos en el comercio de Inglaterra, provocando una grave depresión económica, a la que contribuyó también la represalia decretada en 1655 contra las propiedades de los súbditos ingleses en España. París y Londres, pues, se vieron abocados a la firma de una alianza que les deparará brillantes éxitos, destruyendo unidas la resistencia militar española: en 1657 Blake consigue apresar la flota española procedente de América cerca del final de su viaje, hazaña que en 1658 repite Stayner, mientras en Flandes se pierde de nuevo, y ahora para siempre, el puerto de Dunkerque. La derrota española en el norte, junto al deseo de Felipe IV de poner fin a la secesión de Portugal, después de las fracasadas campañas de 1657 y 1658, van a permitir la reanudación de conversaciones entre Madrid y París, obteniéndose en 1659 la firma del Tratado de los Pirineos. En este acuerdo, Luis XIV accede a rehabilitar a Condé y a no prestar ayuda a los rebeldes portugueses; Felipe IV, asegurada por entonces la sucesión con el príncipe Felipe Próspero y el infante Fernando Tomás -morirían, sin embargo, al poco tiempo-, no puso reparos en entregar la mano de la infanta María Teresa a Luis XIV, junto con algunas plazas en los Países Bajos y los territorios catalanes del Rosellón y la Cerdaña, poniendo así fin a la contienda franco-española iniciada en 1635.

Con Inglaterra el enfrentamiento continuará aún después de la muerte de Cromwell (1658) y la subida al trono de Carlos II(1660), a quien Felipe IV había estado protegiendo desde la revolución de 1642. El monarca inglés, aconsejado por sus ministros, optó por unir los intereses de Inglaterra con los de Portugal a través de un enlace dinástico con los Braganza, obteniendo en dote por su matrimonio en 1661 con la infanta Catalina la ciudad de Bombay, que abría las puertas de la India, y la plaza de Tánger, en el Estrecho de Gibraltar, que facilitaba la entrada al Mediterráneo y la posibilidad de obstaculizar el tráfico marítimo entre Cádiz y América. La alianza anglo-portuguesa acordada en 1661 fue decisiva, además, para el afianzamiento de la dinastía Braganza en Portugal, ya que el auxilio prestado a Lisboa a cambio de concesiones comerciales importantes a los mercaderes ingleses, según los acuerdos de 1642, 1652, 1654 y 1660, facilitó su resistencia, a la que contribuyó también la ayuda que Francia enviaba, no obstante el compromiso adquirido en el Tratado de los Pirineos. Las victorias portuguesas sobre el ejército español, tampoco muy bien coordinado, en Ameixial (1663) y Villaviciosa (1665), convencieron a la reina regente Mariana de Austria de la imposibilidad de recuperar el reino separado en 1640, por lo que no tuvo más remedio que reconocer su independencia en 1668, inaugurándose una nueva etapa en las relaciones de ambas monarquías.

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