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La decisión del cardenal Richelieu de enfrentarse abiertamente con España perseguía dos objetivos esenciales: alejar de sus fronteras a un peligroso enemigo y contribuir, al mismo tiempo, a obstaculizar la creación de una monarquía Habsburgo en Alemania, para lo cual necesitaba privar al Emperador de la ayuda española. En este ambicioso proyecto contó siempre con el apoyo de Holanda y de Suecia, que perseguían los mismos objetivos. Los planes de Richelieu, sin embargo, no contemplaban la capacidad de resistencia de los Habsburgo, pues en Alemania el avance sueco fue frenado, y en los Países Bajos la campaña franco-holandesa de 1635-1636 constituyó un completo fracaso, ya que el ejército español, después de rechazar una invasión de los franceses, se adentra seguidamente en su territorio, ocupando en 1636 la ciudad de Corbie, a ochenta kilómetros de París. Sin embargo, a partir de 1637 la situación se invierte para las armas españolas: en este año se pierde Breda a manos de los holandeses y en 1639 una flota de guerra que transportaba provisiones y tropas desde España a los Países Bajos es interceptada por la armada de Holanda y casi totalmente destruida en la decisiva batalla de las Dunas, destino que conocerá también la flota enviada a recuperar Pernambuco. Las cosas fueron peores para el Emperador en los años siguientes. En 1636, los franceses ocupan Breisach y otras plazas desde las cuales poder penetrar en Alemania, impidiendo así que se pudiera producir otro Nördlingen, en tanto que los suecos logran hacer retroceder al ejército imperial hasta Silesia, y en el frente occidental ocupan Alsacia y atacan el Franco Condado.

Esta ofensiva se recrudece en los años 1640 a 1643, perdiendo Fernando II batalla tras batalla, lo que provoca el pavor de los electores alemanes, entre quienes empieza a brotar un movimiento favorable a la paz, al precio que sea. España tampoco sale bien parada en estos años. La sublevación de los catalanes y de los portugueses en 1640 obliga a Felipe IV a desviar su atención del norte de Europa, sufriendo en consecuencia pérdidas territoriales en este frente (Arrás y la mayor parte del Artois en 1640) y la decisiva derrota de los tercios de Flandes en Rocroi en 1643, batalla que acabó con la posibilidad de organizar una nueva invasión de Francia desde los Países Bajos. Además, con Tréveris, Alsacia y Lorena en poder de Francia, y con los holandeses dominando Limburgo, el Canal de la Mancha y el Mar del Norte, Madrid carecía de las vías de comunicación precisas para enviar refuerzos a los Países Bajos e impedir el progreso de los ejércitos francés y holandés, que conquistan Gravelinas en 1644, Hulst en 1645 y Dunkerque, el principal puerto español en Flandes, en 1646. Por otra parte, en la Península Ibérica, el avance francés, al socaire de la revuelta de los catalanes, alcanza Salces y Perpignan (1642), llegando hasta Lérida, que es conquistada en 1643, mientras su marina derrota a las galeras españolas en el Mediterráneo, frente al puerto de Cartagena en 1643, si bien la presencia de Felipe IV al mando del ejército insufla nuevo vigor a los soldados y se recupera definitivamente Lérida en 1644.

En Italia los franceses obtienen posiciones cada vez más sólidas en el Piamonte y Monferrato, aunque no logran asestar un duro golpe a las guarniciones de Lombardía. Además, las rebeliones de Sicilia y de Nápoles en 1647, que ponen en peligro la conservación de estos reinos, no serán aprovechadas por Mazarino, en parte por no hallarse preparado para actuar en la zona y también porque la estabilidad del frente catalán permite a Madrid enviar en 1648 una expedición a las órdenes de Juan José de Austria que en breves jornadas consigue restaurar la autoridad de la Corona. Desde 1642 el cansancio de la guerra se manifiesta en toda Europa, y la contienda civil inglesa, iniciada en ese mismo año, hace reflexionar a muchos gobernantes sobre la necesidad de alcanzar una solución pacífica a un conflicto que se estaba prolongando demasiado tiempo. Sin embargo, no será hasta 1648 cuando todas las potencias implicadas, tanto en la guerra de Holanda como en la guerra de Alemania, signen el cese de las hostilidades, una vez superadas sus diferencias y la oposición de Francia, que deseaba retrasar la firma de la paz hasta haber derrotado a España. Con la Paz de Westfalia concluyen los litigios confesionales en Alemania, tolerándose en cada Estado el culto privado de las minorías religiosas que existían antes de 1624, pero también el poder del Emperador, pues los electores salen fortalecidos, sobre todo los de Sajonia y Brandemburgo, que amplían sus territorios, mientras Suecia y Francia se afianzan en Alemania: la primera, ocupando parte de la Pomerania; la segunda, apoderándose de Alsacia y del control de los corredores que unían las posesiones españolas de Italia y los Países Bajos.

Por otra parte, en el Tratado de Münster, suscrito entre Madrid y La Haya, Felipe IV reconoce la soberanía e independencia de las Provincias Unidas, admite el cierre permanente de la navegación por el Escalda, excepto bajo licencia holandesa, otorga amplios territorios en el norte de Brabante y permite la imposición de derechos aduaneros por Holanda en los puertos de Flandes. En lo que Madrid no cedió fue en autorizar el libre comercio con sus posesiones americanas, como lo exigían la Compañía de las Indias Orientales y la Compañía de las Indias Occidentales, aunque se avino en admitir las conquistas holandesas en territorios de la Corona de Portugal, ahondando así más todavía la fisura abierta entre el reino lusitano y el monarca español.

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