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El año 1625 resultó ser, desde cualquier punto de vista, un "annus mirabilis" para España. Sin embargo, el esfuerzo llevado a cabo originó el desgaste financiero de la Corona, en una coyuntura en la que la economía castellana estaba muy quebrantada y urgía la adopción de reformas económicas y fiscales. Madrid, por tanto, necesitaba la paz con Holanda, pero este objetivo no entraba de momento en los planes de Olivares. Aunque se inician conversaciones con las Provincias Unidas en Roosendael, lo cierto es que las concesiones que en Madrid se esperaba que hiciesen los holandeses eran muy duras: reapertura del Escalda, retirada de las Indias, libertad de culto para los católicos y algún reconocimiento, siquiera simbólico, de la soberanía española. Estas condiciones no eran nuevas, y si en 1621 habían sido rechazadas, con mayor fundamento lo serán ahora, máxime cuando la República de Holanda había alcanzado un compromiso con Inglaterra y Dinamarca (Convención de La Haya), por el cual las dos primeras prometían a Cristian IV un subsidio de 144.000 ducados mensuales con el objetivo de que prosiguiera luchando contra el Emperador. Para hacer entrar en razón a los holandeses, Olivares intenta entonces llevar a la práctica un plan que venía madurando desde hacía bastante tiempo: asfixiar militar y económicamente a las Provincias Unidas por tierra y por mar. En Madrid estaba claro que las importaciones y suministros navales del Báltico y del norte de Europa eran imprescindibles para el sostenimiento de la Monarquía, como también lo era minar el poder comercial y financiero de Holanda, en donde residía su capacidad de resistencia, y conservar a la vez los Países Bajos, no sólo por motivos religiosos o de prestigio, sino por razones estratégicas: para proteger las líneas marítimas de aprovisionamiento de manufacturas, materias primas y pertrechos militares, así como por considerarse a dichas provincias el "parachoques del imperio español".

En esta línea, y asumiendo las ideas mercantilistas en vigor, el conde-duque de Olivares intentará reforzar los efectivos de la Armada en el Atlántico y en el Mar del Norte. Desde 1617 se venía acometiendo la modernización de la flota española, pero será en las décadas de 1620 y 1630 cuando la construcción de buques en los astilleros de la Península, no obstante las dificultades para obtener madera y pertrechos navales, se intensifique, fabricándose por término medio unos cincuenta galeones al año. Hacia 1624 la escuadra de Dunkerque, creada entre 1621 y 1622, al amparo de unas magníficas instalaciones portuarias, había ya castigado seriamente a la marina mercante y a la flota pesquera de la República de Holanda, consideradas en Madrid, no sin razón, una pieza esencial de su prosperidad. La escuadra de Dunkerque, por muy agresiva que fuera, era sólo un eslabón del proyecto de Olivares. A partir de 1624, previa consulta con Bruselas, se decide cerrar a los barcos holandeses las esclusas del Escalda, el Mosa, el Rin y el Lippe, a la vez que se procura convencer a los príncipes católicos alemanes de que hagan lo mismo en sus estados: el duque de Neoburgo recibe la petición de interrumpir el tráfico fluvial del Weser, y se confía en que Tilly utilice su ejército para impedir la navegación por el Elba. Finalmente, sus dardos se dirigen a sustituir a los holandeses en el comercio del Báltico. A este respecto se crea en 1624 el Almirantazgo de los Países Septentrionales, una compañía comercial que actuaría en Flandes, con base en Sevilla, para el comercio con el norte de Europa.

Por desgracia, la compañía no funcionó demasiado bien, ya que el sistema de convoyes ideado resultaba inadecuado. Mayor eficacia tuvo en el control del comercio procedente del Báltico, pues en todos los puertos de la Monarquía se nombraron veedores con facultad para abordar los buques, reconocer las licencias y certificados de embarque de las mercancías, inspeccionar los almacenes y confiscar los géneros que viniesen de contrabando. Todo este ambicioso plan se completaba con el establecimiento de una cadena de bases navales entre el Canal de la Mancha y el Báltico, cuya finalidad consistía en asestar al comercio holandés en la región un golpe mortal, pero esta parte del proyecto dependía en gran medida del apoyo del Emperador y de Segismundo III de Polonia. Los triunfos de Fernando II sobre Cristian IV de Dinamarca en 1627, así como el restablecimiento de la amistad hispanofrancesa a raíz de la intervención de Inglaterra a favor de los hugonotes de La Rochelle, hacen pensar al conde-duque en la viabilidad de su proyecto del Báltico, pero en 1628 el panorama internacional experimenta un brusco viraje: Wallenstein no consigue ocupar el puerto de Stralsund, vital en los planes del conde-duque, y Segismundo III de Polonia a duras penas logra resistir la ofensiva sueca. En Bruselas, además, se deseaba la paz como fuera, toda vez que la suspensión de pagos de 1627 estaba afectando al ejército de Flandes, que exigía un presupuesto anual de 4.

000.000 de ducados, en un momento en que la amistad hispano-francesa empezaba a deteriorarse de nuevo. En efecto, la muerte del duque Vicente II Gonzaga, titular de los ducados de Mantua y Monferrato, transfería estos territorios estratégicamente situados en el norte de Italia a un vasallo de Luis XIII, el duque de Nevers. Obsesionado Olivares por que el heredero no tomase posesión de su herencia, pues los ducados podían ser utilizados por Francia como base de operaciones contra Milán, punto neurálgico en el sistema de corredores militares que discurría a través de la Valtelina hasta Europa central, o por el Rin hasta los Países Bajos, ordena al gobernador de Milán que los invada y que ponga sitio a la fortaleza de Casale. La conquista de este bastión, casi inexpugnable, constituiría, por ende, una brillante gesta capaz de restituir el prestigio del ejército español y acallaría las críticas de los enemigos de Olivares en la Corte, agrupados en torno al victorioso Ambrosio Spinola, y partidarios de la paz con los holandeses. El retraso con que se emprendió el asedio de Casale, por no contar con la aprobación del Emperador, presionado por Wallenstein y por la Emperatriz, alteró todos los planes del conde-duque y, lo que es peor, dio tiempo a que Francia interviniera en el conflicto, una vez sofocada la revuelta de La Rochelle, enviando un ejército que derrota al duque de Saboya, aliado de Madrid, y obliga a los españoles a levantar el sitio de Casale ante la amenaza francesa de extender la guerra a Milán.

El fracaso de las operaciones militares en Mantua representó un duro golpe para la reputación española, muy dañada también en los Países Bajos, ya que el dinero previsto para cubrir las necesidades del ejército de Flandes había sido transferido al frente italiano, dejando aquellas provincias sin socorros y expuestas a un ataque de los holandeses. Estos, que habían capturado en 1628, en la bahía de Matanzas, la plata que transportaban los galeones de Nueva España, organizan un ejército de 128.000 hombres, dirigido por Federico Enrique de Nassau, que pone sitio a la importante ciudad de 'S Hertogenbosch, la cual se rinde pese a una contraofensiva hispano-imperial. En el invierno de 1629-1630 las Provincias Unidas completan su avance rompiendo el bloqueo fluvial y expulsando a los españoles de todas las guarniciones del noroeste de Alemania, mientras en América ocupan Pernambuco. En esta situación, Olivares ordena reanudar la ofensiva contra Mantua y Monferrato, obteniendo por fin el apoyo del Emperador, tras firmar con Cristian IV de Dinamarca el Tratado de Lübeck, en el que el rey danés recupera los territorios perdidos y ve confirmados los derechos de peaje que tenía sobre la navegación del Elba, comprometiéndose a cambio a no inmiscuirse en adelante en los asuntos de Alemania. Pero la intervención del Emperador en el conflicto italiano llegaba muy tarde. Gustavo Adolfo de Suecia había firmado con Segismundo III de Polonia una tregua de seis años, lo que le dejaba vía libre para actuar contra Fernando II.

Francia, por su parte, vuelve a enviar tropas en defensa del duque de Nevers, lo que no agrada al Emperador que teme involucrarse en una confrontación militar de dimensiones desconocidas en Italia cuando debe hacer frente a la amenaza sueca. Así pues, la cuestión de Mantua y Monferrato fue rápidamente liquidada por la vía diplomática. En el Tratado de Cherasco (1631) se admiten los derechos hereditarios del duque de Nevers sobre los ducados y se otorgan algunas compensaciones territoriales a Saboya y a Francia. España no sólo no había ganado nada, sino que había perdido el terreno conquistado en 1625 en Flandes y la posibilidad de alcanzar una paz ventajosa con las Provincias Unidas. Olivares, además, vio cómo se derrumbaba su sueño de conseguir bases navales en el Báltico y de asfixiar económicamente a los holandeses, si bien este ambicioso proyecto nunca contó con el apoyo firme del Emperador, y menos aún con el de la Liga Católica, ya que las prioridades de uno y de otros se dirigían a solucionar la crisis alemana, y una mayor presencia de España en el Imperio alteraba el equilibrio de fuerzas existente. Madrid sólo podía estar satisfecha en un punto: había logrado firmar un tratado de paz con Inglaterra, lo que permitía un cierto respiro a la marina española, libre del acoso de su flota.

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