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La llegada de Baltasar de Zúñiga a Madrid en 1617 y su incorporación al Consejo de Estado representa el inicio de una nueva era en la política exterior de la Corona. En efecto, su experiencia diplomática -había sido embajador en Bruselas (desde 1599), en París (1603) y en Viena (desde 1608)- le había convencido de la necesidad de salvar al Emperador del avance de la herejía calvinista y de la subversión en sus tierras hereditarias, pero también de que sólo con su ayuda se podían asegurar los territorios españoles en Italia y los Países Bajos, por lo que abogó con todas sus energías a favor de una cooperación más estrecha con Viena, desviando el interés de los consejeros y del monarca de los asuntos del Mediterráneo hacia el centro de Europa. Así pues, cuando la noticia de la defenestración de Praga llega a Madrid, en julio de 1618, los miembros del Consejo de Estado asumen sin vacilar las tesis de Zúñiga y aprueban la concesión al Emperador de un subsidio de 200.000 ducados. Dos meses más tarde se incrementa esta ayuda con otros 500.000 ducados, abandonándose definitivamente el proyecto del duque de Lerma de enviar una expedición naval contra Argel. Los partidarios de Zúñiga se beneficiaron de una situación francamente favorable a sus propósitos. En 1618 el frente anti-Habsburgo de finales del siglo XVI se había deshecho. Sólo Venecia, Saboya y el elector del Palatinado, éste por motivos religiosos, mantenían viva la antorcha de la resistencia, desarrollando una notable actividad diplomática y propagandística.

Ninguno, empero, poseía la fuerza necesaria para que su oposición resultara efectiva. En el caso del Palatinado, sus dirigentes lograron agrupar en 1608 a los príncipes luteranos y calvinistas en la Unión Evangélica, con la que se aliaron Inglaterra (1612) y las Provincias Unidas (1613), pero los católicos respondieron formando a su vez una coalición en torno a Maximiliano de Baviera (Tratado de Munich, 1609) con la intención de evitar que se expandiese el protestantismo en el Imperio. Esta bipolaridad, que produjo algunos enfrentamientos, agudizados a raíz de la sucesión del ducado de Kleve-Jülich, estaba todavía viva en 1618. La rebelión de los bohemios y la decisión de Federico V del Palatinado de aceptar la corona de Bohemia, agraviando así al Emperador Fernando II, no sólo alteraron el precario equilibrio entre católicos y protestantes, sino que facilitó la intervención de España a favor de Viena enviando hombres y dinero: en 1619 la ayuda financiera ascendía ya a 3.400.000 ducados; en ese mismo año un ejército integrado por 17.000 veteranos atraviesa el Imperio para reunirse con las tropas imperiales destinadas a sofocar la revuelta de Bohemia. El respaldo español a Fernando II contó en Bruselas con el beneplácito de los archiduques y de Ambrosio Spinola en la medida en que, pensaban, podía intimidar a los holandeses obligándolos a renovar o renegociar, en condiciones más favorables para España, la Tregua de Amberes por otros doce años.

También contribuyó a que la Liga Católica se reforzara y a que Maximiliano de Baviera se comprometiera con el Emperador a prestarle auxilio bajo la promesa de recibir los territorios que conquistara en el Palatinado y la transferencia a su casa de la dignidad electoral. Por el contrario, Inglaterra y Francia se abstuvieron de emprender cualquier acción militar, siquiera fuera intimidatoria. Jacobo I, interesado en alcanzar una unión dinástica con España, resolvió finalmente, superadas sus dudas, no participar en la aventura en que se había embarcado su cuñado al aceptar el trono de Bohemia; por su parte, Luis XIII, que había tenido que combatir la rebelión de sus súbditos hugonotes, defendía la legitimidad que asistía al Emperador para atajar por la fuerza de las armas el desacato de los bohemios. Todo lo más a que estaban inclinados era a ofrecerse como árbitros para lograr un acuerdo diplomático que evitase la confrontación, pero sus esfuerzos negociadores fueron inútiles. A la neutralidad de Francia y de Inglaterra se sumará la de las Provincias Unidas. Es cierto que la disputa entre van Oldenbarnevelt y Mauricio de Nassau paralizó cualquier acción, pero superada la crisis a comienzos de 1619 los Estados Generales optaron únicamente -y no sin la renuencia de algunas provincias del interior- por entregar un subsidio mensual de 25.000 ducados a los rebeldes bohemios, negándose, hasta que ya fue demasiado tarde, a enviar tropas en su ayuda.

Así, pues, las indecisiones de unos y las prioridades políticas de los demás jugaron a favor de España y del Emperador. En el mes de septiembre de 1620 Ambrosio Spinola invade los estados patrimoniales de Federico V y ocupa el valle del Rin, estableciendo un jalón más en la cadena de comunicaciones entre Italia y Flandes -el famoso Camino español-, reforzada ahora por el acuerdo entre los habitantes de La Valtelina y el gobernador de Milán, el duque de Feria, que facilitaba el desplazamiento por el territorio de los ejércitos españoles de Italia. Mientras tanto, las tropas imperiales y las de la Liga Católica avanzan imparables hasta las cercanías de Praga, donde los bohemios, en un intento desesperado de resistencia, son derrotados en la Montaña Blanca, perdiendo en la batalla los protestantes del reino su inmunidad y sus privilegios.

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