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La Tregua de Amberes fue, sin duda, un triunfo personal del duque de Lerma, para quien el prestigio español en Europa no debía imponerse por la fuerza de las armas y sí a través de una bien organizada gestión diplomática en todas las cancillerías, reforzada con la adopción de ciertas medidas defensivas y el recurso ocasional de alguna acción militar con carácter disuasorio. Cárdenas en París, Gondomar en Londres, Bedmar en Venecia, Zúñiga y Oñate en Viena, empleando a partes iguales adulación y dinero, lograron, si no atraer, sí al menos neutralizar a los adversarios más poderosos de la Monarquía, y consolidar los lazos que ésta mantenía con sus aliados y amigos. Nada de esto, empero, hubiera sido posible si el 14 de mayo de 1610 un clérigo llamado Ravaillac no hubiera asesinado a Enrique IV de Francia, quien por entonces estaba preparando su intervención en Alemania con ocasión del problema sucesorio planteado en el ducado de Kleve-Jülich, lo que hubiera provocado una nueva etapa bélica con los Habsburgo. Gracias a este suceso fortuito, y a la aversión que mostraba la regente, María de Médicis, a adoptar una política exterior beligerante, España pudo desentenderse de los negocios del norte y concentrar sus esfuerzos en el Mediterráneo, pues tanto el duque de Lerma como el confesor del rey, fray Luis de Aliaga, estaban interesados en ocupar posiciones estratégicas en el norte de Africa y eliminar de raíz el nido corsario argelino.

A comienzos del reinado ya se había dirigido una campaña contra Argel, pero sin éxito; ahora, por el contrario, las armas españolas obtienen algunas victorias en este frente: en 1610 se ocupa Larache y en 1614 La Mámora. Ciertamente los piratas berberiscos continuaron amenazando la navegación entre España e Italia, pero su agresividad decayó considerablemente, no así la de los corsarios de la república de Salé -independiente de 1626 a 1668-, en su mayoría moriscos españoles expulsados en 1609, cuyas singladuras llegaron hasta el canal de La Mancha. Con todo, la Pax Hispanica era un sistema demasiado frágil que exigía el constante desvelo de los diplomáticos para no provocar fisuras que lo desmoronaran. El desinterés de Inglaterra por inmiscuirse en los asuntos del continente, a pesar de los vínculos familiares que unían a Jacobo I Estuardo con el príncipe elector del Palatinado, opuesto a los Habsburgo de Viena, contribuyó a que el equilibrio entre las potencias no se alterase, como también incidió la pasividad de Francia, no obstante existir múltiples puntos de fricción con la Monarquía Hispánica y sus aliados, los duques de Saboya y de Lorena. Aun así, y pese al establecimiento de una alianza dinástica con los Borbones mediante la celebración, en 1615, de los esponsales del príncipe Felipe con Isabel de Borbón y de la infanta Ana con Luis XIII, cualquier pretexto, por leve que fuera, era utilizado por París para oponerse a España y minar su prestigio internacional.

La primera ocasión se la brinda la crisis sucesoria que se inicia a la muerte del duque Francisco de Gonzaga entre su hija y su hermano por la posesión de Mantua y Monferrato. La ocupación de los ducados por Carlos Manuel I de Saboya en apoyo de los derechos hereditarios de su sobrina, frente al Emperador, favorable a Fernando de Gonzaga, genera un enfrentamiento que, tras una pequeña tregua, se reaviva en 1616 al ofrecer Francia y Venecia su colaboración a Saboya. La Paz de Asti en 1617, con la mediación del Pontífice, pone fin, durante algún tiempo, al conflicto por la sucesión de los ducados, pero no frena las ambiciones del duque de Saboya ni contribuye a paliar su enemistad con España. El conflicto demostró también que los vínculos dinásticos con Francia no garantizaban su neutralidad allí donde estaba en juego la reputación de la Monarquía hispánica. En consecuencia, los consejeros de Felipe III, alentados por Zúñiga y Oñate, quejosos de los ataques holandeses de 1615-1616 a los buques y las colonias hispano-portuguesas, dirigen sus miradas hacia Viena en previsión de que no se renueve la Tregua de Amberes; acercamiento que se concretó en un acuerdo entre Felipe III y su cuñado, el archiduque Fernando de Estiria, en 1617, por el cual España recibiría Alsacia y dos enclaves en Italia (Finale-Liguria y Piombino) a cambio de reconocerlo como heredero del Emperador y de entregarle un millón de ducados en efectivo. De este modo se establecían las bases estratégicas y financieras de una futura y más estrecha colaboración entre las dos ramas de los Habsburgo, después de una prolongada etapa de distanciamiento de más de cincuenta años.

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