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Si algo caracteriza al Seiscientos es el permanente estado de conflictividad que generaban las rivalidades (territoriales, religiosas, económicas) entre los distintos estados. Aunque teóricamente se sostiene que las disensiones de los príncipes cristianos deben solventarse por la vía del diálogo, por medios diplomáticos, lo cierto es que sólo los más débiles recurrían a este procedimiento, optando los poderosos por imponer la dura ley de la guerra en la vida política europea para lograr sus ambiciones, las cuales se justifican con una serie de premisas plenamente aceptadas por todos y que daban una cobertura legal a sus acciones bélicas. En efecto, cuando un reino declara la guerra a otro lo hace con el argumento de que es en defensa propia, de que persigue asegurar la paz y la quietud interior de los reinos o garantizar la tranquilidad del orbe. De este modo se legitima no sólo la guerra defensiva, sobre la cual todos estaban de acuerdo, sino también la guerra ofensiva, estuviese o no guiada, como argumentaban los teólogos, por la conducta recta de los gobernantes, la cual les impulsa a enfrentarse al mal acatando los preceptos de Dios. Desde la óptica de los monarcas españoles y sus consejeros, el recurso a la guerra es inevitable porque los enemigos de la Monarquía, muy numerosos y emuladores de su grandeza, procuran por todos los medios a su alcance minar su prestigio y su poder, sea en el terreno militar o en el político, en el económico o en el religioso.

De aquí, por tanto, que la política exterior española del siglo XVII gire en torno a una serie de objetivos básicos, heredados de la centuria anterior, y que en síntesis son los siguientes: conservar la integridad de los reinos bajo la soberanía de los monarcas españoles, mantener la reputación de la Monarquía hispánica -una especie de honor y de prestigio internacional-, defender la religión católica que los soberanos profesan frente al avance del protestantismo (luteranismo y calvinismo) y evitar que el monopolio comercial de América se resquebraje o se pierda ante el acoso de las restantes potencias europeas, en particular de las Provincias Unidas y de Inglaterra. Para acometer estos objetivos, la Corona utilizará los medios más adecuados (diplomáticos, financieros, militares e incluso económicos), según el talante de los gobernantes, la influencia de las facciones cortesanas -belicistas versus pacifistas- o las circunstancias internacionales, sin tener en cuenta lo que el padre Vitoria escribiera en su libro De iure bellis, a saber: "que ninguna guerra es justa si consta que se sostiene con mayor mal que bien y utilidad de la república, por más que sobren títulos y razones para una guerra justa". Esto explica que desde el final de la fase bélica heredada de Felipe II hasta la Paz de Rijwick, en 1697, la Monarquía hispánica participe en todos los conflictos internacionales que se desarrollan en Europa, a menudo de manera decidida y firme, en ocasiones a remolque de las circunstancias internacionales, a veces también con desgana, sin ilusiones, como sucede a partir de la Paz de los Pirineos (1659), cuando España pierde la iniciativa militar y diplomática, que pasa a Francia, y se repliega en sí misma para poder remontar la crisis económica y financiera que sufre, recayendo desde entonces la defensa de sus posesiones europeas en Holanda, Inglaterra y el Emperador ante la falta de recursos propios.

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