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Las décadas finales del siglo XVII ofrecen un panorama muy distinto al de etapas anteriores, ya que en estos años se aprecia en los ministros la voluntad de acometer reformas, especialmente de carácter fiscal, que permitan restaurar la riqueza de los vasallos, porque, como representara a la regente Juan José de Austria en 1669, "es máxima muy errada suponer que hacen más ricos a los reyes la multiplicidad de las cargas de los vasallos". Pero las esperanzas puestas en el nuevo primer ministro pronto se derrumbaron en Castilla: la situación política internacional y la epidemia de 1677-1679, que afectó a Murcia y Andalucía, impidieron aplicar hasta sus últimas consecuencias sus proyectos fiscales y económicos, a cuyo intento se creó en enero de 1679 la Junta de Comercio, Moneda y Minas. El mismo desengaño se produce en el Principado ante la imposibilidad de recuperar el Rosellón por la fuerza de las armas o por la vía de la negociación, así como por no atender la petición de convocar Cortes en Barcelona con la presencia del monarca, propuesta desaconsejada por el Consejo de Aragón a fin de excusar las reclamaciones de los catalanes respecto a la restitución de los privilegios arrebatados por la Corona en 1652. También Navarra estuvo bastante dolida con el príncipe al desestimar éste su reiterada solicitud de que el rey acudiera a Pamplona, pero en este caso las relaciones del reino con Juan José de Austria no habían sido tan cordiales como las mantenidas con Cataluña, ya que en 1669 no había recibido el apoyo que esperaba en su primer intento por hacerse con el gobierno.

Por el contrario, Aragón ocupó un importante lugar en el corazón del ministro, según se deduce de las cuantiosas mercedes concedidas a sus naturales y de la celebración de Cortes en Zaragoza en 1677, en las que se trataron, entre otros asuntos importantes, la influencia económica francesa, la libertad de comercio y la navegación por el Ebro. A la muerte de Juan José de Austria, en medio de los fastos de la boda de Carlos II con María Luisa de Orleans, el cargo de primer ministro recae en uno de los pocos aristócratas que no intervinieron en la caída de Valenzuela, el duque de Medinaceli. Durante su ministerio se llevará a cabo la ansiada reforma monetaria, diseñada en 1679 y decretada el 1 de febrero de 1680, poco antes de su nombramiento. Los efectos inmediatos de esta medida fueron ciertamente desastrosos para la economía del reino, aunque a la larga resultara muy beneficiosa, pues los precios se estabilizaron y se redujo el premio de la plata respecto del vellón, que estaba situado en un 275 por ciento. Además de sanear el sistema monetario, reactivar el comercio y combatir el fraude fiscal mediante la Junta de Fraudes, el duque de Medinaceli, a propuesta de algunos consejeros de Hacienda, procede a finales de 1682 a reorganizar la administración de las alcabalas, unos por ciento y servicio de millones, nombrando superintendentes en cada provincia, supervisados por la Junta de Encabezamientos, con el cometido de averiguar la capacidad contributiva de cada población y ajustar con sus autoridades el valor que deberán satisfacer por cada una de las citadas rentas, quedando al mismo tiempo extinguidos los arrendamientos.

Las oligarquías de las ciudades y villas, sin embargo, no se mostraron muy conformes con el nuevo sistema, en parte porque perdían el control directo de la administración de estos impuestos, por lo que, pese a la reducción de un quince por ciento -en algunas provincias fue superior- en el valor de los encabezamientos, opusieron una viva resistencia a las averiguaciones de los superintendentes, provocando en ocasiones tumultos, como sucedió en Santiago de Compostela. El conde de Oropesa, que sustituye al duque de Medinaceli, poco grato en Versalles, continúa la gestión de su predecesor en el cargo de primer ministro, ya que completa la reforma monetaria iniciada en 1680, introduce cambios importantes en la administración de las rentas con el nombramiento en 1687 del superintendente general, establece un presupuesto fijo para los gastos de la Corona y reduce aún más las contribuciones de los pueblos, suprimiendo los servicios de millones acrecentados en el reinado de Felipe IV y rebajando a la mitad los unos por ciento. Asimismo, intenta reactivar la industria mediante bonificaciones fiscales a los empresarios, sean nacionales o extranjeros, aunque al final no se obtengan los resultados apetecidos, en buena medida por la actitud de los mercaderes españoles, que prefieren adquirir mercancías extranjeras por el mayor margen de beneficio que se les sigue, según lo denuncia insistentemente la Junta de Comercio.

La oposición de Mariana de Neoburgo, segunda mujer de Carlos II, al conde de Oropesa -éste había propuesto el matrimonio del rey con una princesa portuguesa-, que a su vez estaba enfrentado con el clero en la persona del cardenal Portocarrero, arzobispo primado de Toledo, y con un sector de la aristocracia palatina encabezado por el duque de Arcos, quien le atribuye los males de la monarquía, concluye con su cese en junio de 1691. La situación política en aquellas fechas era, desde luego, bastante desoladora a causa de la guerra con Francia, pero no justificaba por sí sola la revuelta cortesana dirigida contra Oropesa. De hecho, los ministros que le sustituyen apenas introducen cambios significativos en el gobierno de la monarquía, continuando la línea política trazada por sus predecesores, pues en octubre de 1691 se exime a todo el reino del pago del chapín de la reina, un ligero alivio fiscal comparado con los otorgados en etapas anteriores, pero en 1695 las urgencias de la Corona invierten esta tendencia con la imposición de un nuevo gravamen sobre la sal para poder hacer frente a los gastos bélicos, salvo en Álava. Paralelamente emprenden una serie de reformas dirigidas a recortar el gasto público, erradicar el fraude fiscal y mejorar la recaudación y administración de las rentas. Así, en julio de 1691 se ordena reducir la plantilla de funcionarios de los consejos, se vuelven a implantar los superintendentes provinciales con el cometido de administrar y cobrar las alcabalas, unos por ciento y servicio de millones, y se regula el funcionamiento de las contadurías y de las tesorerías.

Un año más tarde, en diciembre de 1692, se crea la Junta de Resguardo de !as Rentas como tribunal supremo en materia de fraudes, y se declaran derogados cualesquiera fueros particulares para así facilitar la tarea de los ministros de la junta. Estas medidas apenas sirvieron para satisfacer los gastos cada vez más crecidos de la Corona, pero al menos contribuyeron a crear entre las oligarquías urbanas la sensación de que el monarca no deseaba cargar con nuevos impuestos a los vasallos, lo que tal vez explique su predisposición a conceder donativos extraordinarios y aportar hombres para el ejército, máxime cuando tenían muy presentes los sucesos acaecidos en los años 1688-1689 en Cataluña, donde los campesinos, descontentos por el alojamiento de las tropas tras las malas cosechas de 1687, habían protagonizado algunos altercados violentos con los soldados en Centelles y en Vilamajor, seguidos en la primavera de 1688 por la ocupación de Mataró y el cerco de Barcelona, obteniendo del Concejo de Ciento y del virrey un perdón general para los rebeldes y un reajuste en la contribución militar, aparte de la liberación de varios individuos significados por denunciar los alojamientos.

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