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El cese de Olivares restablece los vínculos, muy debilitados desde 1640, entre el monarca y una aristocracia descontenta con la actuación del valido -este sentimiento ya se había manifestado en 1627 y en 1629 con toda clase de pasquines-. Evidentemente no todos sus componentes llegaron al extremo de encabezar una conspiración como la llevada a cabo, sin éxito, en Andalucía en el verano de 1641 por el duque de Medinasidonia y su primo, el marqués de Ayamonte, en connivencia con Portugal e incluso con Francia, o la protagonizada en 1648 por el duque de Híjar en Aragón, pero sí osaron muchos dejar de asistir a los actos celebrados en Palacio, rebelarse contra la orden de formar parte de un batallón de caballería para combatir en el frente catalán o en el portugués y de servir bajo el mando del conde de Monterrey en la frontera de Extremadura. La presencia del monarca a la cabeza del ejército a partir de 1642 reforzará todavía más los lazos entre la Corona y la nobleza, tanto como la decisión de gobernar sin un valido, no obstante el ascenso de Luis de Haro, lo que también facilitará la colaboración de los Consejos, que recuperan el protagonismo de antaño, aunque el recurso a convocar Juntas especiales no desaparezca. Posiblemente las desgracias familiares de Felipe IV (muerte del cardenal-infante don Fernando en 1641, de la reina en 1644 y del príncipe Baltasar Carlos en 1646) contribuyeran a concitarle la simpatía de sus súbditos, que además comienzan a saborear las mieles del triunfo militar de su soberano, en particular tras la recuperación en 1644 de Lérida.

El restablecimiento de la autoridad real y de la imagen del rey no fue tarea fácil, pero hacia 1648, sometidos Nápoles y Sicilia, aunque no Cataluña y Portugal, parece ya consolidada. Esto es así con independencia de los alborotos acaecidos en Andalucía entre 1647 y 1652, porque el descontento no iba dirigido tanto contra el monarca como contra los malos ministros, las autoridades locales e incluso la nobleza, sobre quienes descargaron sus iras, pues el móvil de las asonadas fue, en unos casos, la manipulación de la moneda, la presión fiscal y la dureza de los señores -así acontece en Lucena, Espejo, Luque, Alhama de Granada y otras poblaciones de igual entidad- y, en la mayoría, el alza en el precio del pan tras las malas cosechas de 1648/1650-1651 y el acaparamiento de cereales por los poderosos locales interesados en la obtención de mayores ganancias, coincidiendo con la epidemia de 1649-1650, aunque posteriormente las reivindicaciones se extenderán a la rebaja de la moneda de vellón y la suspensión del servicio de millones. Estas revueltas populares, que alcanzaron gran virulencia en las ciudades de Granada, Córdoba y Sevilla, donde la gente llegó a asaltar las cárceles y desvalijar las tiendas, no tuvieron consecuencias importantes al carecer de dirigentes y de un programa político, como en Cataluña y Nápoles, acallándose los amotinados con las concesiones otorgadas por las autoridades municipales, revocadas una vez restablecido el orden con el auxilio de la nobleza local, sin apenas represalias -éstas fueron más duras en los lugares de señorío-, y aunque las oligarquías locales prosiguieran gobernando como antes, haciendo caso omiso del Consejo de Castilla que las exhortaba a reprimir la especulación y mejorar el abastecimiento.

La restauración de la autoridad real en los reinos hispanos, que en Castilla da un paso adelante en las Cortes de 1649-1651 con la prórroga del servicio de veinticuatro millones de ducados en seis años más la paga de ocho mil soldados, culmina con la capitulación de Barcelona en el mes de octubre de 1652 ante las tropas de Juan José de Austria. El cansancio de la guerra, el alojamiento del ejército francés, tanto o más gravoso que el de los tercios españoles, la epidemia de peste en los años 1650-1651 y la certeza entre la clase gobernante de que el Principado sólo era un satélite bajo la autoridad de Luis XIII, condujeron a este desenlace con el que se ponía fin a doce años de combates. Pero la derrota final de los catalanes no fue aprovechada por Felipe IV para humillarlos, a pesar de las consultas del Consejo de Aragón en este sentido, ya que el monarca asumió como propia la promesa dada por Juan José de Austria de conceder el indulto a la mayoría de los que habían participado en la revuelta y de respetar sus constituciones, aunque en contrapartida el Principado se comprometía a sostener el ejército con 500.000 libras anuales mientras durase la guerra contra Francia, y además, para evitar que el patriciado de Barcelona ofreciese la resistencia que había opuesto en el pasado, el rey se reservaba la facultad de intervenir en las bolsas de insaculación de los cargos de la ciudad e incluso de vetar a los que salieran elegidos, siempre que se sospechara de su fidelidad a la Corona. A partir de 1660 Barcelona intentará recuperar el terreno perdido, obteniendo dos concesiones: la custodia de las puertas de la ciudad por los naturales del Principado y la restitución de sus señoríos, pero no consigue controlar las insaculaciones.

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