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El sistema polisinodial generó, como era de suponer, un aumento del personal administrativo al servicio de la Corona. En parte por el derecho de patronazgo que ostentaba el monarca, pero también porque la complejidad de los asuntos tratados demandaba la creación de nuevos empleos a fin de agilizar el despacho de los negocios. Las críticas de los arbitristas contra el exceso de las plantillas de los consejos y sus propuestas de que se redujesen o moderasen a las existentes en el siglo XVI, bienintencionadas en la medida que pretendían disminuir el gasto del Estado y aumentar su eficacia, carecían en la práctica de fundamento: el fracaso de las reformas emprendidas en esta línea lo confirman. Más gravedad revestía el hecho de que un buen número de oficiales (secretarios, contadores, tesoreros, alguaciles, escribanos y otros empleos inferiores) hubieran obtenido el cargo por compra o por merced real, en recompensa por servicios prestados o para cancelar créditos con la hacienda, sin estar capacitados para ejercerlos, pero aun en estos casos lo frecuente era que el oficio fuera traspasado por su titular, que practicaba el absentismo, a un pariente o criado con ciertos conocimientos. Ahora bien, a pesar de la venalidad de los empleos, del establecimiento de clientelas dentro de la administración e incluso de la corrupción de muchos oficiales y de algunos ministros que anteponían el medro personal, el enriquecimiento propio y el de su familia, al interés del Estado -es el caso de Pedro Franqueza y de Rodrigo Calderón, por citar dos ejemplos muy conocidos-, se puede afirmar en líneas generales que el sistema funcionó correctamente.

A ello contribuyó, sin duda alguna, la progresiva presencia de letrados y de colegiales de los colegios mayores, así como el establecimiento de la carrera administrativa en el seno de los consejos, fijándose las vías de ascenso desde los puestos inferiores a los superiores, desde las plazas supernumerarias a las de número, lo cual facilitaba además el ennoblecimiento cuando los oficiales y ministros eran de oscuro linaje -la concesión de la hidalguía- o la obtención de un hábito militar, e incluso de un título de nobleza, si pertenecían ya al estamento nobiliario. La disposición de las fuerzas de la Monarquía hispánica, terrestres y marítimas, reflejan las líneas principales de la estrategia y de los intereses políticos de Madrid. Las flotas del Atlántico perseguían la protección de las rutas transoceánicas, es decir, del comercio y de los retornos hacia Sevilla y Cádiz de la plata americana, mientras que en el Mediterráneo las galeras defendían las posesiones italianas y la costa española de los ataques berberiscos, así como la navegación civil con Mallorca, Cerdeña, Sicilia, Nápoles y Génova, pues no debe olvidarse que por esta ruta circulaban mercancías, pero también dinero, efectos bancarios y soldados, todo lo cual contribuía al sostenimiento de Milán, pieza clave del dominio hispánico en Italia y de las comunicaciones con los Países Bajos y el Franco Condado.

El ejército, a su vez, protegía los territorios, las guarniciones y los presidios de la Monarquía de cualquier ataque, si bien es preciso indicar que hasta 1635 los reinos de Castilla y de Aragón estuvieron prácticamente indefensos, pues sólo la costa o la frontera pirenaica contaba con algunos dispositivos militares, y no en la medida necesaria. Desde 1618 la Corona abandona paulatinamente la administración directa de la marina de guerra y del ejército, pasando desde entonces a manos privadas tanto la construcción de buques y la fabricación de armas y municiones como el avituallamiento de las galeras, presidios y guarniciones, o la recluta de soldados. El procedimiento utilizado, muy frecuente a partir de 1640, consistía en concertar mediante un contrato con un empresario (asentista), por lo general un hombre de negocios extranjero, genovés o portugués sobre todo, aunque a finales de la centuria comienzan a ser reemplazados por banqueros españoles, el abastecimiento de los ejércitos y el aprovisionamiento de las flotas a cambio de la devolución por la Corona del capital invertido más los intereses devengados y otros gastos estipulados previamente. El sistema, que puede responder a la incapacidad del Estado para movilizar los recursos de que disponía, así como a la crisis agrícola e industrial de los reinos, funcionó, sin embargo, bastante bien. Como afirma Thompson, el balance fue muy positivo respecto de, la administración directa, ya que las flotas y guarniciones estuvieron mejor armadas, mejor pagadas y mejor equipadas. A partir de 1640 este procedimiento comienza a resentirse debido a las dificultades financieras de la Corona, pues a la caída de las recaudaciones fiscales hay que añadir la disminución de las remesas de plata americana, todo lo cual contribuyó a reducir considerablemente la liquidez del erario y su capacidad de endeudamiento.

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