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La historiografía viene utilizando la expresión Monarquía Hispánica para referirse al conjunto de reinos y provincias que estaban bajo la soberanía de los monarcas españoles. Pero este entramado político, que abarcaba territorios diseminados en cuatro continentes, no formaba una unidad compacta: cada reino tenía sus propias leyes y tradiciones, sus instituciones de gobierno, sus tribunales de justicia, su sistema fiscal y su moneda. Y dentro de cada uno de ellos existían, además, elementos peculiares que diferenciaban regiones y ciudades entre sí, sin olvidar los privilegios relacionados con la pertenencia de los súbditos a uno u otro estamento. Lo único que daba cohesión a este conjunto era el monarca, que estaba por encima de todo y de toda norma de derecho positivo, que no conoce superior en lo temporal, que puede dar leyes y derogarlas, mover guerra o tratar paz, instituir, nombrar o deponer ministros y oficiales, conceder gracias, acuñar moneda e imponer tributos. La suprema potestad del soberano se manifiesta, sin embargo, más en mandar que en ejecutar, y así el oficio de reinar consiste, como advierte Saavedra Fajardo, en valerse de los ministros y en dejarlos obrar, pero atendiendo a lo que obran con una dirección superior, más o menos inmediata o asistente en razón de la importancia de los negocios. De aquí, por tanto, que la Monarquía Hispánica, resultado de un pacto sellado de común acuerdo entre el rey y los reinos, requiera para ser gobernada de unas instituciones de gobierno centralizadas, unipersonales o colegiadas, que ejecuten las órdenes del soberano y que al mismo tiempo puedan asesorarlo en la toma de decisiones.

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