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El grueso de la sociedad española del siglo XVII lo constituían los campesinos. A diferencia de los grupos privilegiados, estaban sujetos a impuestos directos y tenían que satisfacer el diezmo a la Iglesia y rentas señoriales en los lugares de señorío, todo lo cual representaba por término medio la mitad del producto de las cosechas y de los ganados, según fueran o no propietarios de sus tierras. En general se pueden establecer tres tipos de campesinos en función de su riqueza. En la cúspide estaban los acaudalados o principales, propietarios de tierras y ganados -a menudo arrendaban sus fincas a otros campesinos-, de los aperos de labranza, de los lagares, molinos, mesones y tabernas, con una fortuna media superior a los mil ducados, pudiendo llegar hasta los seis mil ducados, que contrataban jornaleros y que compaginaban la explotación de sus propiedades con la administración de los bienes de la nobleza y del clero, e incluso con un oficio concejil. En un segundo nivel, y localizados preferentemente en Galicia, País Vasco, Navarra, Cataluña, cornisa cantábrica y meseta norte, encontramos labradores propietarios de medianas y pequeñas parcelas de cultivo, así como de bestias de labor que alquilaban a veces para completar sus ingresos, cuando no arrendaban tierras ajenas, y ganaderos dueños de rebaños de ganado menor, casi siempre estantes, cuya fortuna puede oscilar entre mil y treinta ducados, cantidad esta última lindando con la pobreza.

Por último, la mayor parte de los campesinos, sobre todo los que vivían en la meseta sur, Andalucía y Aragón, eran jornaleros -su número aumentó de forma considerable en el siglo XVII-, sin animales ni tierras o con pedazos de tan reducida extensión que no les permitían vivir de la labranza, y que por su trabajo, a veces fuera del lugar de residencia, recibían de salario dos reales o dos reales y medio al día, aparte de la comida que se les proporcionaba. En las villas y pueblos de cierta importancia, es decir, con una población de trescientos o más vecinos, muchos individuos para poder subsistir compaginaban las labores agrícolas con el ejercicio de algún oficio, como albañil, carpintero, herrero, zapatero, tejedor, cardador, alfarero y barbero. Las malas cosechas, el aumento de la fiscalidad -más gravosa allí donde el repartimiento no se ajustaba al vecindario por mantenerse las cuotas y haber disminuido el número de pecheros-, la roturación de baldíos y bienes concejiles, la tasa del trigo, las alteraciones monetarias, las levas de soldados, todo contribuyó a que la situación económica del campesinado empeorase en el siglo XVII. Muchos pequeños propietarios de Castilla tuvieron que hipotecar sus haciendas con préstamos (censos al quitar) para salir de la crisis y fueron numerosos quienes las perdieron al no poder devolver el capital y los intereses, pasando a manos de eclesiásticos y nobles.

Pero además, la venta de jurisdicciones en Castilla -y su rescate en numerosos casos por los pueblos enajenados- y el aumento de la presión señorial a causa del descenso de las rentas, más lesiva en Valencia después de la expulsión de los moriscos, incidieron negativamente en los recursos de los campesinos, llegando éstos a protagonizar alborotos antiseñoriales en distintos lugares de la península, como en Andalucía, Cataluña y Valencia, cuando no se integraban en una partida de bandoleros -el bandolerismo catalán, muy activo hasta 1634, cede paso al que se desarrolla en Valencia y Murcia en la segunda mitad de la centuria-, aunque la opción más frecuentemente adoptada fue la de emigrar a las ciudades y grandes villas donde podían trabajar como criados y artesanos o dedicarse al latrocinio y la mendicidad. En los núcleos urbanos, aparte del patriciado que los gobernaba y que afianza su poder e influencia a expensas del campo, con la adquisición de propiedades y la gestión de los impuestos, especialmente del servicio de millones, la mayoría de la población estaba agremiada, aunque había oficios que permanecían al margen de esta organización. Los gremios, cuyo número variaba de una localidad a otra, estaban regulados por unas Ordenanzas aprobadas por el monarca, actuaban como agentes fiscales y participaban en todos los actos públicos importantes de la ciudad (fiestas religiosas y profanas). Sus miembros formaban parte de una de las siguientes categorías: maestros, oficiales y aprendices, debiendo realizar los oficiales y aprendices un examen para ascender al puesto superior.

El acceso a un gremio, fuese mayor o menor, en correspondencia normalmente con la riqueza de sus componentes, no era fácil, pues en unos casos se exigía a los candidatos pruebas de limpieza de sangre, lo que limitaba la entrada a individuos de origen judío -así se observa en los gremios mayores de Madrid, en el gremio de mercaderes de vara de Valencia y Cuenca, en el gremio de mercaderes de la calle Ancha de Toledo y en los tratantes de pañería y joyería de Burgos-, y en otros no haber desempeñado un oficio vil, cuando no se exigían ambos requisitos. Mercaderes y artesanos eran quienes constituían esta sociedad gremial, fuertemente jerarquizada. Los mercaderes de lonja eran quienes vendían al por mayor y constituían una élite dentro del grupo, dándose el caso de encontrarse en sus filas algunos nobles, sobre todo desde que en 1622 se les empezó a admitir en las Ordenes Militares siempre que no hubieran ejercido el pequeño comercio en tiendas, requisito suprimido en 1637. Junto a este tipo de mercader, que forma compañías mercantiles, que maneja grandes sumas de dinero, que adquiere tierras, se ennoblece y funda mayorazgos, convive el mercader de tienda o al por menor -botiguer en Cataluña o mercader de vara en Castilla, pero referido a los mercaderes de telas-, cuya máxima aspiración es alcanzar la categoría de mercader de lonja para, desde esta posición, elevarse socialmente. Por último, hay que mencionar a los buhoneros, en su mayoría oriundos de Portugal o de Francia, que van vendiendo géneros por las calles de las ciudades y por los pueblos hasta que consiguen acumular el dinero necesario para instalar una pequeña tienda o regresar a sus lugares de origen.

Los artesanos, a diferencia de los mercaderes, formaban un sector más complejo, en el que se inscriben todos los oficios que facilitan la vida cotidiana de una población, desde el albañil hasta el músico. Por supuesto, la consideración social de unos y otros no era la misma. En Barcelona, por ejemplo, se intentó, sin éxito, que los taberneros, carniceros y músicos no pudieran formar parte entre los elegibles para el Consejo de Ciento. Durante el siglo XVII el número de corporaciones artesanales experimentó un notable crecimiento, pero esto no es un signo de fortaleza del sistema, sino de debilidad, el reflejo de la incapacidad de los artesanos para competir con los oficios libres, para ofrecer al mercado un producto barato y de calidad. Además de los anteriores grupos sociales encontramos en las ciudades un amplio abanico de profesiones, como médicos, abogados, notarios y personal administrativo al servicio de la Corona, de los concejos o de los señores (contadores, secretarios, alguaciles). No todas las personas que ocupaban estos empleos pertenecían al tercer estado, pero tampoco eran minoría, ya que representaban una vía de progreso social para los hijos de los campesinos acaudalados, de los mercaderes y de los artesanos de los gremios más ricos, como los plateros, por ejemplo. Finalmente, la ciudad era un hervidero de criados, no siempre al servicio de un noble, procedentes del campo, y de marginados sociales, no en razón de su raza o de su religión -los conversos de origen judío o musulmán desarrollaban las mismas actividades económicas que los cristianos viejos-, sino por su condición jurídica (esclavos y gitanos) o por su forma de vivir: mendigos, prostitutas, delincuentes y matones a sueldo, en número cada vez mayor.

Los testimonios contemporáneos, literarios o de otra índole, son un buen termómetro de sus andanzas y de su destino, la cárcel o la galera, cuando no la muerte en riñas callejeras o en la horca. El ascenso de los miembros del tercer estado al estamento nobiliario dependía sobre todo de la actividad desarrollada y de la riqueza obtenida. Los plateros, sin duda, pertenecían a la élite artesanal, lo mismo que, dentro del comercio, los especieros y los mercaderes de lienzos, paños, sedas y joyas, muchos de los cuales participaron en el arrendamiento de rentas reales y en el comercio al por mayor con América y Europa. Unos y otros podían llegar a ocupar cargos municipales y adquirir tierras y señoríos, convirtiéndose en acaudalados e influyentes personajes que instituían mayorazgos y que gracias a su fortuna personal lograban emparentar con miembros de la nobleza, al igual que los labradores ricos, mientras que los préstamos a la Corona les facilitaban la concesión de un hábito o de un título nobiliario. Ignoramos cuántas familias lograron por esta vía ascender socialmente, pero no fueron muchas. Otra alternativa de promoción social, de ennoblecimiento, que estaba al alcance del tercer estado, aunque no en la medida deseada, era la de servir en el ejército, en particular para quienes disponían del dinero suficiente con el que costearse un caballo, pues las proezas realizadas les conferían honores y ascensos, en tanto que el saqueo de las ciudades conquistadas les deparaban riquezas para invertir en tierras.

Con todo, el Capítulo de las Ordenes celebrado en 1652 reconoce que la milicia ni era estimada ni premiada como debiera hacerse, por lo que recomienda la concesión de hábitos militares a caballeros de linaje ilustre y a soldados, porque estos últimos "con sus servicios y acciones valerosas esclarecen la sangre y les es debido esta honra por militar, que es el fundamento con que se establecieron". Aun así, es seguro que por este portón, y sobre todo por el de la administración -los letrados alcanzaron una consideración social que antes no tenían-, ingresaron muchos individuos de baja cuna en el estamento noble. Una buena prueba de ello son las dispensas por falta de nobleza o por oficios manuales concedidas por Felipe III y Felipe IV, más numerosas en este reinado, para la obtención y disfrute de un hábito militar. Quizás esto explique que en 1692 un Real Decreto reserve los hábitos de la Orden de Santiago a individuos que hayan sobresalido en la marina o en el ejército, destinándose los de Alcántara y Calatrava a sujetos de progenie o que hubieran servido con fidelidad al rey en el gobierno de la Monarquía.

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