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Con independencia de las vocaciones, que las hubo y firmes, dada la influencia que la religión ejercía en el espíritu de los hombres del siglo XVII, se descubre que ser eclesiástico era una profesión apetecida: a las familias nobles, la Iglesia ofrecía una salida digna para los segundones desprovistos de medios propios, asegurándoles una posición económica y social; para los individuos del estado llano, pertenecer al clero era una forma de ascender socialmente, superando las barreras estamentales derivadas del nacimiento, cuando no de vivir con cierta comodidad; finamente, el claustro era también la única alternativa que proporcionaba a las mujeres solteras y viudas, cualquiera que fuera su pertenencia estamental, una adecuada manera de vivir. Esto explica que en el siglo XVII la población eclesiástica, regular y secular, fuera muy numerosa y objeto, por lo mismo, de las críticas de los arbitristas, quienes argüían que su crecimiento no obedecía a un aumento de las vocaciones y que además repercutía negativamente en el desarrollo demográfico y económico del reino. En 1591 existían en Castilla 33.087 clérigos seculares, 20.967 religiosos y 20.369 religiosas sobre un total de 4.940.410 habitantes, es decir, alrededor de 15 eclesiásticos por cada mil habitantes. En 1637 había en Navarra, excluida la ciudad de Pamplona, 1.012 clérigos, cifra que treinta años más tarde se elevaba ya a 2.000. En Cataluña, según el censo de 1553 los eclesiásticos eran 4.

338 y en 1717 ascendían a 5.715 clérigos, 2.816 frailes y 1.210 monjas para una población de 450.000 personas. A pesar de este aumento espectacular lo cierto es que la cura de almas no estaba suficientemente atendida. La causa hay que atribuirla a la distribución geográfica del clero, ya que en general se ubicaba en las ciudades y villas donde las actividades económicas eran más pujantes o en zonas rurales con grandes recursos agropecuarios. Así, mientras el clero regular se localizaba con preferencia en los núcleos urbanos, y dentro de éstos en los situados en las provincias de Ciudad Real, Madrid, Valladolid, Granada, Córdoba y Sevilla -aquí y en las provincias de Toledo y Jaén se registra también una mayor presencia de religiosas-, el clero secular, por el contrario, estaba más arraigado en las zonas rurales, lo que no quiere decir que todas las parroquias estuviesen asistidas por curas párrocos, y en las provincias de Burgos, Palencia, Toledo, Valladolid, León, Madrid, Sevilla y Jaén. En cuanto a su formación, es preciso señalar que no siempre fue la deseada, aun habiendo sido regulada por el Concilio de Trento, ya que si bien es cierto que un presbítero, para poder cantar misa, debía tener conocimientos de latín, sagrada escritura, sacramentos, cánones penitenciales y canto, otros muchos eclesiásticos carecían de la preparación adecuada, especialmente los clérigos ordenados de menores, pues lo común es que éstos no continuaran la carrera eclesiástica dado que sólo estaban interesados en obtener beneficios económicos, según denuncia reiteradamente el Consejo de Castilla y queda reflejado en las fundaciones de capellanías y obras pías servidas por parientes de los fundadores.

El análisis de los registros de órdenes del Archivo Diocesano de Barcelona aporta el siguiente dato revelador al respecto: entre 1635 y 1717 los tonsurados eran 2.667 individuos, mientras los presbíteros eran nada más que 622, lo cual viene a confirmar que el ministerio pastoral estaba numéricamente muy por debajo del simple beneficio y, por tanto, que muchos eclesiásticos, pese al celo de sus prelados, tuviesen un bajo nivel moral y espiritual, cometiendo toda clase de desafueros en público y en privado. Como sucedía con la nobleza, el estamento eclesiástico estaba muy jerarquizado. A la cabeza del clero secular se hallaba el clero episcopal, al que podían acceder miembros del clero secular y del regular. En el siglo XVII había en la Corona de Castilla cinco sedes arzobispales (Santiago de Compostela, Sevilla, Toledo, Granada y Burgos) y treinta sedes episcopales, mientras en la Corona de Aragón las sedes arzobispales eran tres (Tarragona, Valencia y Zaragoza) y las episcopales diecisiete, perdiéndose la de Perpignan cuando esta región pasó a poder de Francia tras la rebelión de los catalanes en 1640. La elección, que correspondía al monarca en uso del denominado derecho de patronato, recayó con frecuencia en el siglo XVII en segundones y bastardos de la aristocracia, y aun de la familia real, quienes ocuparon las sedes más ricas -es el caso, por ejemplo, del cardenal-infante don Fernando, hijo de Felipe III-, desempeñando a veces cargos en la administración del Estado, que compaginaban con la labor pastoral, y manteniendo un estilo de vida muy semejante al de un príncipe laico.

Detrás de los arzobispos y obispos encontramos al clero capitular (deanes y canónigos) y al clero colegial (canónigos, abades, priores). Su número es difícil de precisar pero más o menos sería parecido al que se calcula para el siglo XVIII, es decir en torno a 950 canónigos en los cabildos catedralicios de Castilla y Aragón, y cerca de 1.287 individuos entre abades y canónigos en las colegiatas, la mayoría procedentes de la pequeña y mediana nobleza, y descendiendo muchos de las oligarquías municipales. Aunque sus rentas eran inferiores a la de los prelados, lo que no les impedía vivir con decoro, su poder era por el contrario considerable, obstaculizando la labor de los obispos si acaso ésta resultaba perjudicial a sus intereses. En la base de la jerarquía del clero secular estaban los curas párrocos, los beneficiados y capellanes. Su procedencia social era muy variada, si bien por lo general eran de extracción humilde. Las rentas asignadas dependían de la mayor o menor riqueza del lugar donde ejercían su ministerio, o de la dotación estipulada por los fundadores, en el caso de las capellanías y beneficios. No obstante, muchos presbíteros poseían cierta fortuna personal, a menudo heredada de sus padres o familiares próximos, y además estaban exentos de pagar alcabalas y millones por los géneros que consumían, no así por las transacciones mercantiles que realizaban, a veces de forma fraudulenta, de tal modo que, sin gozar de una posición acomodada, no padecían agobios económicos, pudiendo mantener algún criado e incluso varios parientes.

La riqueza del clero procedía fundamentalmente de los diezmos, del producto de sus propiedades rurales y urbanas, de las inversiones en préstamos hipotecarios (censos), así como de los estipendios cobrados por misas o por la administración de los sacramentos, de las limosnas y de las donaciones particulares. Los diezmos, la décima parte de toda la producción agropecuaria sin deducción alguna, representaba la partida más voluminosa de los ingresos del clero, aun cuando los recaudadores tropezaron con dificultades para percibirlos de los contribuyentes, de los campesinos. Las rentas derivadas de las propiedades rústicas y urbanas o de los señoríos que poseían -los monasterios percibían derechos señoriales como los nobles- eran asimismo cuantiosas, calculándose que a fines del siglo XVII la Iglesia poseía una sexta parte de las tierras cultivables, las de mejor calidad casi siempre, y entre el 30 y el 50 por ciento de los inmuebles de la mayoría de las ciudades españolas -la tercera parte de las casas de Sevilla y la mitad de las de Zaragoza, por ejemplo-. Los censos, cuya cobranza resultaba cada vez más difícil por la crisis económica, y los juros (títulos de deuda pública), éstos en menor medida, aunque con tendencia al alza pese a su devaluación, ya que una buena porción estaba exenta de las retenciones que empezaron a aplicarse desde el reinado de Felipe IV, completaban este patrimonio, que con el tiempo fue creciendo gracias a las donaciones particulares, a las fundaciones de conventos, capellanías y memorias pías, según se denuncia en las Cortes de Madrid de 1621.

No obstante, a mediados del siglo XVII el valor de las rentas eclesiásticas comenzó a decaer a causa de la crisis económica y de la despoblación, así como por las diversas contribuciones que realizaba a la Corona (Cruzada, Subsidio, Excusado, tercias reales y décimas eclesiásticas) para la defensa de la monarquía. En cuanto al reparto de esta riqueza hemos de indicar que era muy desigual, pues había sedes episcopales que disfrutaban de rentas elevadas -la de Toledo tenía unos ingresos anuales de 250.000 ducados y la de Sevilla en torno a los 100.000 ducados- y otras, en cambio, disponían de rentas muy modestas, como las de Almería y Mondoñedo, con 4.000 ducados. Parecidos contrastes se observan entre parroquias de una misma diócesis -más ricas las urbanas y las instaladas en comarcas prósperas-, incluso dentro de una misma ciudad, así como entre los conventos, según la orden a la que perteneciesen o donde estuviesen situados. El clero regular, que no dejó de aumentar en la primera mitad del siglo XVII con la creación de nuevas fundaciones mendicantes, tanto para hombres como para mujeres, estimándose en tres mil los conventos existentes, presenta diferencias substanciales según sea monacal o conventual. Las órdenes monacales (benitos, bernardos, cartujos y jerónimos), en cuyo seno se aprecia un porcentaje más elevado de miembros pertenecientes a la nobleza, poco a poco se van alejando de las normas establecidas por sus fundadores, viviendo con la opulencia de un noble -las celdas se amplían y se proveen de libros y de muebles- y, por tanto, abandonando el trabajo manual, que relegan en criados laicos. En el extremo opuesto, las órdenes mendicantes (franciscanos, carmelitas, agustinos, trinitarios y mercedarios) viven con mayor pobreza, si bien tampoco están a salvo de la crítica a la relajación de las costumbres, pues sabemos que numerosos conventos practicaban el fraude fiscal, vendiendo sus cosechas y ganados sin abonar los correspondientes impuestos a la hacienda.

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