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Resulta difícil precisar con exactitud las personas que componían este estamento, ya que en los padrones, realizados con fines fiscales en su mayoría, no aparecen mencionados casi nunca los miembros de la nobleza. Con todo, se estima que su número podría ascender a un diez por ciento de la población, repartido de forma muy desigual, pues mientras en las provincias cantábricas la mitad de sus habitantes eran hidalgos, en otras regiones la nobleza era una minoría, ubicada por lo común en ciudades, sin representación en los pueblos, dándose el caso de que en bastantes lugares todos los vecinos eran pecheros y en otros los hidalgos no constituían siquiera tres familias, las necesarias para que pudieran disfrutar de la mitad de oficios. Según los tratadistas, había tres tipos de nobleza: la de virtud, la innata o heredada y la civil o política creada por el soberano. De las tres, sólo la innata, la transmitida por la sangre, adquirió crédito y aceptación general. Ahora bien, como el reconocimiento social de la nobleza se traducía en el goce de unos determinados privilegios de carácter público (judiciales, fiscales, etc,.), la obtención de éstos por merced del soberano igualaba a sus beneficiarios con los nobles de sangre, razón por la cual muchas familias tuvieron que probar su nobleza y obtener la correspondiente certificación, la carta de ejecutoria, configurándose, de este modo, dos tipos de nobles: los de ejecutoria y los de notoria nobleza.

Demostrar que se era noble entrañaba, sin embargo, grandes dificultades y riesgos. Ciertamente, el ostentar un escudo de armas, el estar exento de alojamientos, el tener patronatos de capillas y casas solariegas, el poseer una regiduría y gozar de la estima de hidalgo entre sus vecinos por vivir de las rentas, rodeado de criados y sin desempeñar oficio mecánico o vil, facilitaba mucho las cosas, pero las probanzas indagaban en la vida de cada uno de los miembros de la familia y de sus antepasados, lo que a veces deparaba sorpresas desagradables. Para evitar sobresaltos algunas familias procuraron granjearse el testimonio favorable a sus pretensiones de las personas que debían testificar en las pruebas, o consiguieron que sus nombres fueran tachados de los padrones de moneda forera y del servicio ordinario y extraordinario, cuando no que fueran incluidos en las nóminas de hidalgos e incluso anotados como tales en los libros parroquiales. Con todo, el riesgo era indudable, pues se podían descubrir en las pesquisas antepasados que hubiesen ejercido algún oficio vil o, lo que es peor, que fuesen de origen judío, una mácula que afectaba al linaje y frenaba las posibilidades de ascenso en la jerarquía nobiliaria, como sagazmente advirtiera Francisco de Quevedo a un amigo: "No revuelvas los huesos sepultados,/que hallarás más gusanos que blasones,/en litigios de nuevo examinados:/ que de multiplicar informaciones puedes temer multiplicar quemados,/y con las mismas pruebas Faetones".

Dentro de la nobleza, por supuesto, existían diversos grados. A la cabeza del estamento, y dejando aparte a los Infantes, a los hijos de los reyes, figuran en primer término los Grandes. Su origen no está nada claro, si bien a partir de 1520 Carlos I definió legalmente su existencia y, lo que es más importante, determinó qué familias con título nobiliario tenían derecho a utilizarlo. Los linajes que merecieron este honor fueron, desde luego, los más selectos y poderosos de las Corona de Castilla y de Aragón así como de Navarra (Villahermosa, Denia, Segorbe, Lerín, Medinaceli o Alba, por citar unos cuantos), a los que se incorporaron más adelante otros, algunos sólo con carácter vitalicio. Entre sus privilegios más sobresalientes estaba el de poder cubrirse ante el monarca, ocupar un puesto destacado en la capilla real, preceder a los obispos, desempeñar altos cargos militares en el ejército, tener entrada libre en palacio y no ser presos sin cédula especial del soberano. Con Felipe IV su número aumentó, otorgándose en 1640 este privilegio a diez casas, cifra que en el reinado de Carlos II se eleva a 24, incluido algún banquero -es el caso de Francisco Grillo, que entregó a cambio de la merced 300.000 pesos de plata-, lo que provocó una cierta devaluación del título, estableciéndose a partir de entonces tres categorías de Grandes: de primera, segunda y tercera clase. Los títulos nobiliarios en Castilla se reducen a los de marqueses y condes, pues los duques entraban automáticamente en la categoría de Grandes, los vizcondados se otorgaban de forma transitoria, como paso previo a la obtención del título de conde, y no se expedían ya títulos de barones ni de ricoshombres.

Su número creció muy rápidamente en el siglo XVII, ya que a los existentes a la muerte de Felipe II se añadieron los creados por Felipe III (20 marqueses y 25 condes), Felipe IV (67 marqueses y 25 condes) y Carlos II (nada menos que 5 vizcondados, 78 condados y 209 marquesados), aun cuando muchos de estos nuevos títulos resultaron efímeros. El criterio adoptado ahora para la concesión de un título de nobleza no fue exclusivamente el del servicio prestado a la Corona en el ejército -a veces bastaba con haber levantado una tropa, como Luis Ortiz de Zúñiga, elevado al rango de marqués de Valencia- y en la burocracia; también se concedieron, y con profusión, a quienes podían comprarlo o a quienes tenían créditos contra la Real Hacienda, una práctica esta última ya antigua -recordemos al Tesorero General Melchor de Herrera, nombrado marqués de Auñón-, pero que se generaliza en los reinados de Felipe IV y Carlos II, como lo constata el ascenso a esta preheminencia social de Diego Fernández Tinoco (vizconde del Fresno), Ambrosio Donis (marqués de Olivares), Francisco Monserrat y Vives (marqués de Tamarit) y Francisco Grillo (marqués de Clarafuente), que se suman a los Spínola (marqueses de Balbases), los Balbis (condes de Villalegre), los Stratas (marqueses de Robledo de Chavela), los Piquinottis (condes de Villaleal) y los Cortizos, todos ellos asentistas de la Corona. Los señores de vasallos ocupaban un lugar inmediatamente posterior al de los nobles titulados, aunque no formasen una categoría nobiliaria, ya que cualquier individuo con caudal suficiente podía invertirlo en adquirir una villa, una jurisdicción o un señorío solariego.

En la práctica, sin embargo, pocos serían los que no fueran hidalgos o no se estimasen como tales. A comienzos del siglo XVII, y a causa de la desmembración y venta de territorios eclesiásticos realizada en la centuria anterior, había en Castilla 254 señores de vasallos, número que se incrementó en el Seiscientos por la enajenación de numerosas villas y lugares, hasta un total de 40.000 vasallos, cifra máxima autorizada por las Cortes, pero rebasada, según da fe un informe de 1675, donde se evaluaban los vasallos enajenados en 53.089. Los caballeros de Ordenes Militares tampoco constituían una categoría especial dentro de la nobleza, a pesar de tener un carácter institucional, pues todos debían ser nobles. Los grandes y títulos obtenían el hábito sin dificultad, lo mismo que aquellos individuos cuyos padres, hermanos y otros parientes eran miembros de una Orden Militar, pero no sucedía así con el resto de quienes lo solicitaban, ya que debían superar unas pruebas en las que se indagaba su nobleza y su limpieza de sangre. En 1625 el número de beneficiarios de un hábito de las Ordenes de Santiago, Calatrava y Alcántara ascendía a 1.459, cifra que se elevó de forma desusada en el reinado de Felipe IV: sólo en la Orden de Santiago se despacharon entre 1626 y 1660 2.754 nuevos hábitos, muchos de los cuales recayeron en hombres de negocios al convertirse las probanzas en una mera formalidad, razón por la que desde 1652 se trató de erradicar los abusos más notorios.

Los motivos que había para solicitar un hábito variaban según quien fuese el solicitante: mientras la nobleza titulada perseguía conseguir con su posesión el disfrute de una encomienda, es decir, un señorío territorial perteneciente a las Ordenes Militares -y las había verdaderamente ricas-, el interés de los caballeros e hidalgos, no digamos el de los banqueros y mercaderes, obsesivo en algunos casos, radicaba, sobre todo, en que su disfrute garantizaba, de una vez y para siempre, la nobleza y limpieza de sangre del linaje. Hidalgos y caballeros constituían la base de la nobleza y sólo se diferenciaban por el nivel de fortuna, pues cualquier hidalgo que tuviese un más que mediano pasar automáticamente se hacía llamar caballero, a fin de distinguirse de aquellos que no disponían de recursos suficientes para mantenerse con la dignidad debida y que se veían precisados a trabajar personalmente las pequeñas parcelas de tierra que poseían, si no desempeñaban oficios manuales considerados viles. Los autodenominados caballeros, por el contrario, formaban una élite de poder en el marco local, logrando hacerse los de mayor caudal con un hábito o un título nobiliario, si bien por lo común centraron sus aspiraciones en obtener regidurías vitalicias en las principales ciudades y villas de Castilla, y en administrar sus propiedades, integradas por fincas rústicas y urbanas -éstas más cuantiosas-, juros y censos, los primeros en franca devaluación. Junto a hidalgos y caballeros aparecen determinadas situaciones prenobiliarias o de dudosa nobleza.

Entre ellas hay que mencionar los privilegios económicos que gozaban aquellos individuos del tercer estado que tenían doce hijos varones -son los denominados hidalgos de bragueta- y aquellos otros, los caballeros cuantiosos, que contribuían con sus haciendas a la defensa de las villas en las que residían, sobre todo las situadas en el litoral andaluz. Por esta última vía numerosos plebeyos debieron acceder a la nobleza, pues no de otro modo se explica que las ciudades con voto en Cortes lograran imponer al soberano, entre otras condiciones inexcusables para aprobar el servicio de millones, que fueran disueltos los caballeros cuantiosos, lo que así se decreta por Real Cédula de 1619. La importancia de los grandes y títulos en la vida política del siglo XVII se refleja, sin duda, en la presión social que se produjo para que la Corona incrementara su número, aun a costa de devaluar su prestigio. Igualmente se advierte en su riqueza. A comienzos de la centuria se calculaban sus rentas en España por la explotación de sus señoríos solariegos, por el disfrute de los impuestos reales que habían adquirido, por los bienes mostrencos, por los ingresos propiamente jurisdiccionales, por el comercio y por las mercedes obtenidas del rey, en 5 millones de ducados, cifra que fue aumentando progresivamente, pues a mediados del siglo se estimaban en 7 millones de ducados, no obstante la crisis económica que les afectó y que procuraron paliar, como acertadamente ha estudiado Charles Jago para el caso del duque de Béjar, mediante una vigilancia mayor de sus administradores, intensificando la explotación de sus fincas y de sus vasallos o recortando los gastos suntuarios, medidas que no siempre obtuvieron los resultados esperados.

A finales del siglo XVII la aristocracia parece haberse recuperado de la crisis económica, si no en su conjunto, al menos individualmente. Esto se aprecia, por ejemplo, en los desembolsos que realizan para adquirir rentas de la Corona, preferentemente alcabalas y unos por ciento, pues nada menos que el 26 por ciento de las enajenadas en el reinado de Carlos II fueron incorporadas a sus patrimonios, destacando las compras efectuadas por los condes de Castrillo, Galve y Villahumbrosa, los marqueses de La Vega y de Mejorada, y el duque del Infantado, que adquiere, entre otras, las alcabalas de Almansa, Quintanar, Sigüenza, Socuéllamos y Taracena. El afán de los plebeyos enriquecidos por integrarse en la nobleza respondía a unos objetivos muy precisos, no exclusivamente materiales, pues a las exenciones fiscales que todo noble gozaba, sin duda importantes, se sumaban una serie de privilegios jurídicos de no menor interés, como el no poder ser atormentados -salvo en ciertos delitos, tal que el de lesa majestad-, ni ahorcados, ni azotados, ni condenados a galeras, ni encarcelados por deudas civiles. Además, la pertenencia al estamento nobiliario, requisito imprescindible en los ayuntamientos de las grandes ciudades y villas, facilitaba el desempeño de las regidurías de los concejos, cargo que permitía a su titular intervenir en la vida económica del municipio en beneficio propio, impidiendo que prosperasen iniciativas en materia de abastos y de precios que perjudicasen sus intereses o los de sus familiares.

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