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El rasgo más característico del mercado español en el siglo XVII es que la mayor parte de la producción -tal vez el noventa por ciento- se comercializa en una área geográfica que no supera los cinco o seis kilómetros, o forma parte del autoconsumo; mientras el nueve por ciento restante de la producción se destina al comercio regional o urbano próximo y sólo el uno por ciento alimenta el mercado nacional e internacional, aunque al estar formado por mercancías de alto valor añadido proporciona grandes beneficios a los mercaderes. En esta configuración del mercado, aparte de la reducida masa monetaria en circulación, incide de forma muy notable la red de comunicaciones. El transporte terrestre es sin duda el más costoso, ya que los caminos a menudo son impracticables por efecto de la lluvia, la nieve, el frío o el calor, cuando no a causa de la desidia de los municipios, a quienes cumplía su mantenimiento y conservación. No obstante, las principales rutas se hallaban en buen estado -así, la que enlazaba Medina del Campo con Burgos y Bilbao, la que unía Madrid con Toledo y Sevilla, o la que iba de Barcelona a Madrid pasando por Zaragoza- y, como ocurría en Europa, el tráfico que por ellas circulaba era bastante activo, de lo que dan fe los numerosos arrieros, en su mayoría campesinos que completaban sus ingresos con el transporte de mercancías, y las diferentes asociaciones de carreteros, entre las cuales hay que destacar la de Soria-Burgos, que a finales del siglo XVII contaba con más de cinco mil vehículos.

El tráfico fluvial, sin embargo, era poco utilizado en España porque los ríos no reunían las condiciones necesarias para la navegación. Esto explica los numerosos proyectos presentados a la Corona para hacerlos navegables, aunque no fueran aceptados por su alto coste. El Guadalquivir, una vez superada la barra de Sanlúcar, podía ser remontado hasta Sevilla y era, por tanto, uno de los pocos ríos por los que circulaban mercancías, lo mismo que el Ebro, surcado por barcazas que transportaban trigo entre Zaragoza y Tortosa, excepto en el tramo Flix-Mequinenza. El tráfico marítimo era sin duda más barato que el terrestre. En la España del siglo XVII el principal puerto del Cantábrico fue el de Bilbao, seguido a distancia por los de Laredo, Santander y San Sebastián, todos ellos involucrados en el comercio con Londres, Amsterdam y Saint-Malo, aunque la mayor actividad mercantil correspondía a Bilbao. De los puertos gallegos, los de Vigo y La Coruña eran los más relevantes, ya que servían de escala en la navegación entre el norte de Europa, Sevilla y el Mediterráneo. En Andalucía, el puerto de mayor actividad hasta mediados del siglo XVII fue el de Sevilla, si bien poco a poco irá siendo desplazado por el de Cádiz, a causa del mayor tonelaje y calado de los buques, lo cual les impedía superar la barra arenosa de Sanlúcar. En la bahía gaditana adquirirán gran importancia también El Puerto de Santa María y Puerto Real.

En el Mediterráneo sobresalen el puerto de Málaga, muy asociado con el comercio atlántico, aunque sin abandonar el tráfico con Génova y Livorno, lo mismo que Alicante, Valencia, Barcelona, Cartagena y Mallorca, donde recalaban buques de gran tonelaje procedentes del norte de Europa, así como de Marsella, Génova y Livorno, y barcos de cabotaje que ponían en contacto estas plazas con otras de menor importancia, pero cada vez más activas, tales que Denia, Tortosa y Vinaroz. El comercio interior peninsular estuvo muy condicionado no sólo por la red viaria, sino por la existencia de aduanas. Castilla mantenía con Aragón, Navarra, Valencia, Vizcaya y Portugal una serie de puestos aduaneros (puertos secos) donde se cobraban aranceles -un diez por ciento ad valorem- por el tráfico de mercancías, salvo del ganado y los cereales, que tenían arancel particular, lo mismo que Navarra y los reinos de la Corona de Aragón, que mantenían a su vez su propio sistema aduanero. El destino fundamental del comercio interior era el de abastecer a las ciudades, tanto de los excedentes agropecuarios (cereales, vino, aceite y carne) como de otros muchos géneros de procedencia nacional o internacional (carbón, madera, textiles, hierro, acero, quincallería, especias, herramientas, muebles, cuadros y libros, por mencionar algunos artículos de fuerte demanda), porque los núcleos rurales se autoabastecían por lo común con lo que producían. De todas las ciudades interiores, Madrid fue la que generó un comercio más activo, dado su espectacular crecimiento demográfico, de tal modo que se ha llegado a decir que dominó el sistema comercial castellano.

El comercio exterior hispano también se vio afectado por el sistema aduanero, pues en las ciudades portuarias costeras del Cantábrico, Andalucía y Murcia se percibían aranceles por los géneros que entraban y salían: en los primeros, el diezmo de la mar; en los segundos, el almojarifazgo. Estos derechos suponían unos importantes ingresos para la Corona, pero representaban una rémora para la importación de productos extranjeros y para la exportación de los nacionales, si bien los primeros se vieron finalmente favorecidos con determinadas exacciones fiscales ante la necesidad de mantener abastecidos los reinos peninsulares y los territorios americanos. Desde la perspectiva de la balanza comercial, el comercio exterior peninsular se puede decir que corresponde al de un país atrasado industrialmente, pues predominan las exportaciones de materias primas (lana fina merina y seda) con destino a los centros industriales del norte de Europa e Italia, y de productos agrarios (vino, aceite, arroz, aguardiente, frutos secos) conducidos en su mayoría al mercado americano, en tanto que las manufacturas (textiles, metalúrgicas, madereras...) constituyen, aparte de los cereales en las zonas costeras, una de las partidas principales de las importaciones, sin que la Corona ni las Cortes de cada reino fueran capaces de adoptar medidas proteccionistas que incentivaran la industria nacional. Además, el comercio exterior hispano actúa también de reexportador hacia Europa de productos procedentes de América (cochinilla, palo campeche, añil, cacao, azúcar y tabaco), los cuales, sin embargo, no compensan, como tampoco lo hace la exportación de mercancías nacionales, el alto valor de las importaciones, lo que desequilibra la balanza de pagos, que debe saldarse con la salida de metales preciosos, no obstante estar prohibida su extracción.

Este comercio, calificado de pasivo por losarbitristas, en contraposición al que se practica en Inglaterra, Holanda y Francia, sobre todo porque durante el siglo XVII son estas naciones -y sus mercaderes- quienes en verdad se benefician de los intercambios comerciales con España, experimenta una fuerte recesión a partir del final de la Tregua de los Doce Años, tendencia que se agrava con la reducción de las cantidades de plata procedentes de las Indias y que no es superada hasta la década de 1670, como lo refleja el movimiento comercial de los puertos de Bilbao, Alicante, Valencia, Málaga, Cádiz y Barcelona, puerto este último donde el valor del periatge se multiplica por dos entre los años 1600 y el decenio 1690-1700. Con todo, el comercio con América, la Carrera de Indias, monopolizado por la Casa de la Contratación con sede en Sevilla, es el motor en última instancia de todo el comercio exterior de España. En efecto, la necesidad de abastecer aquellas posesiones, el hecho de que todas las mercancías exportadas tuvieran que ser registradas y embarcadas en Sevilla -desde la década de 1660 se podía hacer también en Cádiz-, fuesen nacionales o extranjeras, y que el principal producto importado de América, aunque no el único, lo constituyeran los metales preciosos, explican el constante tráfago de buques a través del Atlántico, así como el contrabando de mercancías, la piratería y la organización de las flotas, protegidas por convoyes de seis u ocho barcos.

Pero también nos permite comprender la importancia que las colonias mercantiles extranjeras irán adquiriendo en las ciudades portuarias andaluzas y los esfuerzos de muchos de sus miembros para obtener carta de naturaleza y poder comerciar directamente con América, sin necesidad de recurrir a testaferros españoles. Si hasta 1610 no dejó de crecer el tráfico comercial entre España y América de productos nacionales y extranjeros (aceite, vinos, mercurio y textiles, sean paños segovianos u holandeses o ingleses) a cambio de plata, perlas, cueros, azúcar, tabaco y productos tintóreos, a partir de entonces la tendencia se invierte, estancándose en los años 1610-1620, para hundirse en torno a 1640-1650. Varios factores coadyuvaron a este declive: la emergencia de las economías criollas, la presión fiscal -aumento de los derechos pagados en el almojarifazgo de Sevilla y del valor de la avería, un impuesto que recaía sobre las mercancías y los viajeros-, el costoso sistema de flotas, la incautación de las remesas de metales preciosos por la Corona, la caída de la demanda de plata americana en China, lo cual afectó a su vez al tráfico holandés en Asia, y el comercio directo de las potencias europeas con América, favorecido por el enfrentamiento con las Provincias Unidas, lo que hizo disminuir los intercambios, al menos hasta la Paz de Utrecht. A partir de 1660 parece producirse una cierta recuperación del comercio con América.

En este cambio de tendencia, los holandeses tuvieron bastante protagonismo, ya que vuelven a ocupar las posiciones perdidas en 1621, beneficiándose además de la guerra que la Monarquía hispánica mantenía con Francia y después también con Inglaterra, cuando no participa su Armada en la protección de las flotas. Además, semejante auge hay que relacionarlo con las transformaciones operadas en la organización del comercio americano, en particular con la práctica, cada vez más extendida, de establecer el avalúo o cálculo del aforo de los fardos y cajones en que va la mercancía, sin abrirlos para comprobar la carga y su valor, así como con la concesión de indultos a los buques que conducen géneros sin registrar. Sin embargo, este resurgir comercial, perceptible en el incremento de las remesas de plata y en el volumen de mercancías exportadas, sólo favoreció a los mercaderes extranjeros, o al menos éstos fueron los que mayores ganancias obtuvieron, ya que los nacionales actuaron normalmente como intermediarios suyos, aunque algunos obtuvieran pingües beneficios e incluso alcanzaran una privilegiada posición social. Buena prueba de ello es que a finales de la centuria sólo el cinco por ciento de las mercancías embarcadas con destino a América eran españolas, mientras los franceses proporcionaban el veinticinco por ciento, los genoveses el veintidós por ciento, los holandeses el veinte por ciento, los flamencos el once por ciento, lo mismo que los ingleses, y el ocho por ciento los alemanes. Razón tenían los arbitristas cuando clamaban contra el comercio extranjero y la escasa participación de los españoles, pero sus proyectos, como el presentado en 1668 por Francisco de Salas y Eugenio Carnero con la finalidad de formar una Compañía española para el comercio armado, aunque fueran aprobados por la Corona, no vieron finalmente la luz. Distintos intereses particulares se conjugaron en su contra, aun cuando tampoco debe ignorarse que la estructura económica española del siglo XVII no estaba preparada para dar una respuesta adecuada al reto de las grandes potencias industriales europeas.

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