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La fase expansiva de la agricultura castellana del siglo XVI, estrechamente relacionada con el aumento de la población y, por tanto, con un incremento de la demanda de productos alimenticios, alcanza el momento culminante entre 1560 y 1580, iniciándose a partir de esta fecha un descenso en la producción agrícola que toca fondo hacia 1640-1650, manteniéndose en adelante estancada o experimentando un moderado aumento en buena parte de los territorios castellanos -es el caso del arzobispado de Toledo-, si bien en otros la recuperación fue más vigorosa, especialmente en Andalucía, relacionada tal vez con el incremento del comercio americano que se produce desde finales de la década de 1660. Las causas de este progresivo deterioro en los niveles de la producción agrícola castellana -incluso en la catalana y la aragonesa- han de buscarse en el siglo XVI, en concreto, en la extensión de los cultivos a nuevas tierras, ya que este fenómeno desencadenó una serie de factores negativos que contribuirán a frenar la expansión productiva. En efecto, durante dicha centuria la renta de la tierra se disparó, beneficiando a sus propietarios (nobles, eclesiásticos y campesinos acaudalados), pero no a los jornaleros ni a la mayoría de los arrendatarios, cuyos niveles de vida comenzaron a deteriorarse por este motivo, coincidiendo con la subida de los precios agrarios, en parte por el alza de los costes de producción y por el aumento de la demanda, mayor en las épocas de crisis de subsistencias ocasionadas por las malas cosechas, pero también por el incremento de la masa monetaria en circulación debido a los envíos de las remesas de metales preciosos americanos.

Si a estos factores añadimos, a partir de 1600, el descenso demográfico, que redunda en un consumo menor siempre perjudicial para el productor, el aumento de las cargas fiscales -sean reales o señoriales-, la venta de baldíos y bienes comunales, y las malas cosechas (así las de los años 1629-1631, 1649-1652, 1659-1662 y 1682-1684), la mayoría provocadas por la sequía, cuando no por lluvias torrenciales y plagas de langosta, el resultado será en el siglo XVII la caída de la producción agrícola, como se refleja en las series decimales -mayor en el sector cerealístico que en el de la viticultura-, el descenso de la renta, el abandono de las tierras de cultivo -sobre todo las marginales, es decir, las menos rentables-, la concentración de la propiedad, la despoblación de algunos lugares y el estancamiento de los precios, en medio de fuertes fluctuaciones originadas por las manipulaciones monetarias. Es preciso indicar, sin embargo, que desde 1630-1640 se produce un cambio de gravedad, al desviarse hacia la agricultura parte del capital acumulado en otras actividades económicas. Esta inversión de la tendencia anterior se aprecia, por un lado, en la casi total ausencia de escritos arbitristas sobre la agricultura a partir de 1665, y, por otro, en que por las mismas fechas -o quizás un poco antes, siempre en torno a 1660- empiezan a manifestarse en algunas comarcas de Castilla, Andalucía, Extremadura, La Mancha y Cataluña, así como en Mallorca, signos inequívocos de que la coyuntura adversa ha concluido, en cierta medida a causa de una mayor especialización de los cultivos -en Segovia, por ejemplo, el trigo cede paso al centeno y al algarrobo, que conocen una producción espectacular a partir de 1640- y de que la producción de trigo en años buenos compensa con creces la escasez de las malas cosechas.

Este fenómeno es más sensible aun en el norte peninsular, donde a lo largo de la centuria se asiste a una importante transformación del régimen de cultivos con la difusión del maíz, lo que favoreció un aprovechamiento más intenso del suelo y una mayor producción agraria global, en cuya base reside, tal vez, el crecimiento demográfico de Galicia y de Asturias en la segunda mitad del siglo XVII. Igual acontece en el País Vasco, a excepción de la región alavesa, gracias a las nuevas roturaciones, la extensión del viñedo y sobre todo del maíz, que se expande desde el litoral hacia el interior a expensas de otros cultivos tradicionales, como el mijo y el centeno, que van siendo desplazados. Factor importante en la evolución agraria peninsular es el avance progresivo de la vid a expensas de los cereales, sobre todo en Andalucía y Castilla, donde entró en competencia con la ganadería, hasta el punto de que en 1634 la plantación de viñas debe ser autorizada por el monarca, aunque, en la práctica, esta normativa sería vulnerada con demasiada frecuencia. Buena prueba de la alta rentabilidad del viñedo es el aumento de la exportación de vinos hacia América, que evoluciona desde el quince por ciento en el decenio 1650-1659 al veinticinco por ciento en los años 1670-1679, aunque a partir de este período comienza a decaer, para situarse en el diecisiete por ciento en 1680-1689. Asimismo, la vid penetra y se va afianzando en la cornisa cantábrica, en La Rioja, Aragón y el Mediterráneo, especialmente en Cataluña, donde su cultivo contribuirá a revitalizar el sector comercial, muy decaído desde la década de los años veinte, por las ganancias que generaba la exportación de aguardiente con destino a Holanda e Inglaterra, probablemente también hacia América, pues la venta de este artículo experimenta un crecimiento notable entre 1680 y 1699, justo cuando comienzan a decrecer las exportaciones de vino.

El viñedo no sólo ganó terreno a costa de los cereales, pues también se implantó en zonas dedicadas anteriormente al cultivo de plantas destinadas a la industria textil. A finales del siglo XVII, desde luego, son numerosas las voces de los arbitristas que demandan a la Corona que preste mayor atención a este tipo de cultivos, en particular al cáñamo y al lino, por los beneficios que pueden deparar a la industria textil y a los agricultores. En este sentido cabe destacar los proyectos de Alvarez Osorio y Redín dirigidos a fomentar el desarrollo industrial de Castilla. Lo mismo puede decirse de las moreras, pues además de ser cierto que en la bailía de Calpe éstas van sustituyendo a los cereales, e incluso a los árboles frutales, por otra parte, en el reino de Granada -esto es válido también para Murcia-, se produce un activo comercio de exportación de seda en bruto, aunque los registros aduaneros constaten precisamente un descenso en las ventas, ya que se trata de un comercio de carácter fraudulento que beneficia a los productores pero que perjudica a los artesanos, que se ven privados de la materia prima que necesitan para su trabajo, o al menos de la de mejor calidad, sin que, por otro lado, las autoridades fiscales puedan impedirlo. Otro cultivo que adquiere un gran desarrollo es el olivo por los beneficios que proporcionaba la venta de aceite a Inglaterra y Holanda, el norte peninsular y América, lo que explica la extensión del área cultivada en la fachada levantina, así como en Mallorca, donde la producción y venta de aceite contribuía a equilibrar la economía de la isla en época de crisis cerealista.

Asimismo, la exportación de aceite a América, en constante crecimiento a finales del siglo XVII, ya que evoluciona desde las 25.526 arrobas de 1650-1659 hasta las 78.541 arrobas de 1690-1699, reactiva la economía agraria e industrial de Sevilla y Cádiz, las dos principales regiones suministradoras de este producto alimenticio de primera necesidad. El comportamiento de la actividad ganadera, sin embargo, es muy diferente del observado en la agricultura. La ampliación del espacio cultivado y, por tanto, la reducción de las zonas de pasto llevada a cabo en el siglo XVI, así como la progresiva enajenación de los bienes comunales, afectó negativamente a la cabaña ganadera, sobre todo a la ovina, pues desciende desde tres millones de cabezas a menos de dos millones. Esta situación, denunciada en 1625 por Caxa de Leruela en su libro "Restauración de la abundancia de España", y a la que trata de poner remedio la pragmática de 4 de marzo de 1633, donde se establecen las reglas que deben observarse para la conservación de pastos y dehesas, en particular la prohibición de cercar las tierras comunales, se modifica a partir de 1660. En ello incidirá, por supuesto, una legislación más favorable al sector, así como una mayor participación de propietarios de ganados estantes en la Mesta, pero especialmente el retroceso de la superficie cultivada, asociado con el descenso demográfico. No obstante, como ha demostrado García Sanz, es la ganadería estante la que crece, no así la trashumante, que se mantuvo estancada debido a que la coyuntura comercial en los mercados exteriores fue adversa para la lana castellana durante gran parte del siglo XVII, sin duda a causa de la ruptura de relaciones comerciales con las Provincias Unidas, experimentando desde mediados de la centuria una notable recuperación que se prolonga hasta bien entrada la siguiente, según se aprecia, por ejemplo, en la cabaña ganadera del monasterio de Guadalupe, pues en este caso el tamaño de los rebaños alcanza en 1679 las cifras de 1606.

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