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La dinámica de la población española en el siglo XVII se ajusta en todo al modelo demográfico antiguo, caracterizado por una natalidad y una mortalidad elevadas. En 1591 se estima que la población de Castilla ascendía a 5,3 millones de habitantes -aunque hay autores que la evalúan en torno a los 6 millones-, la de la Corona de Aragón a más de un millón, lo mismo que la de Portugal, mientras que en Navarra y las Provincias Vascas no superaba las 350.000 almas. Desde 1580 parece ser que el crecimiento demográfico de la Corona de Castilla ya se había detenido -en la Bureba, por ejemplo, el cambio de tendencia se venía observando a partir de la década de 1550-, iniciándose a continuación un fuerte descenso, más tardío en Andalucía y La Mancha, que se prolongará durante la mayor parte del siglo XVII, motivado sobre todo por factores estructurales. Estos mismos factores condicionarán a su vez la evolución demográfica de la Corona de Aragón, aunque aquí el proceso se inicia más tarde, en unos casos (Valencia y Aragón) a finales del Quinientos y primera década del Seiscientos, en otros, por el contrario, en el segundo y tercer decenio (Cataluña, Mallorca, Menorca y Murcia). Como consecuencia de este estancamiento o regresión, según los casos, se puede afirmar en líneas generales que a mediados de la centuria las pérdidas demográficas de los reinos hispanos eran considerables: la población de Castilla desciende en un veinte o veinticinco por ciento, alcanzando la cifra de 4,2 ó 4,5 millones de habitantes, y la de Aragón entre un quince y un veinte por ciento.

La epidemia de peste atlántica de 1596-1602, que penetra por los puertos del Cantábrico y se irradia hacia el interior peninsular, en medio de una cosecha catastrófica, se calcula que pudo causar unos 500.000 muertos, es decir, el diez por ciento de la población castellana. Su incidencia, en una fase de claro declive demográfico, conectado con un descenso de la producción agraria e industrial, con un cambio en la propiedad de la tierra en detrimento de los campesinos, así como con un aumento de la presión fiscal -recordemos que en 1591 se impone el servicio de millones-, resultó, sin duda, traumática, ya que la caída de los nacimientos, estrechamente asociada al aumento de la mortalidad adulta, y el retraso de los matrimonios, ocasionaron una especie de generación perdida, difícil de recuperar, sobre todo porque en los años inmediatos se produce una fuerte corriente migratoria hacia América -se ha calculado recientemente que en el período 1598-1621 emigraron más de 30.000 personas- y se suceden periódicas epidemias de difteria (garrotillo) y de tifus (tabardillos) relacionadas con crisis de subsistencias, como las de 1606-1607, 1615-1616 y 1631-1632. Este descenso demográfico fue especialmente intenso en los núcleos urbanos del centro peninsular, salvo Madrid. Muchas de las ciudades y villas perdieron la mitad de los habitantes que tenían en menos de cincuenta años -es el caso de Segovia, Medina de Rioseco, Ávila, Salamanca, Toledo y Badajoz-, y otras sufrieron pérdidas mayores, como Valladolid, Medina del Campo, Palencia, Burgos y Cuenca.

Desde mediados del siglo XVII, a pesar de las crisis de 1647-1650, 1659-1662, 1684-1685 y 1694-1699, se observa un cambio en esta tendencia, ya que la población comienza a crecer, a ritmo lento, es verdad, pero sostenido, en los núcleos rurales -los de Andalucía parecen haber mantenido su población-, aunque en La Mancha y en Toledo las mayores pérdidas se producen en los años 1681-1683. Este crecimiento es mayor y más acelerado en las regiones septentrionales, según se desprende de las series de bautismos recogidas de los archivos parroquiales de Galicia y Asturias. En ambos casos, como sucedió también en Navarra y en el País Vasco, a excepción de Álava, tal crecimiento debe conectarse con la introducción del cultivo del maíz a partir de la crisis de 1628-1633 y la escasa incidencia de las crisis de mortalidad. El comportamiento demográfico de las ciudades fue, sin embargo, de estancamiento, cuando no de recesión, salvo en Segovia y Ciudad Real, que se recuperan a partir de 1650. En la Baja Andalucía, que había empezado a perder su prosperidad con el colapso del comercio americano en 1640, circunstancia agravada por las crisis de subsistencia y por las levas de soldados al frente catalán, la epidemia de 1647-1652 se llevó en torno a 200.000 personas, diezmando la ciudad de Sevilla, después de prender en Cádiz y Málaga, para extenderse por Córdoba y Jaén.

En Murcia, los estragos de la epidemia fueron asimismo notables, pues la capital pierde la mitad de su población y Cartagena el 46 por ciento de sus habitantes. En los años siguientes, sin embargo, su población comenzó a recuperarse con cierta rapidez, alcanzando un saldo ligeramente positivo al concluir el siglo, y ello a pesar de la epidemia de 1677-1678 -en realidad, todo apunta a que su impacto fue menor-, merced a la revitalización del comercio americano que trajo consigo el crecimiento de Almería, Málaga, Granada, Cádiz, Jerez, Sanlúcar y El Puerto de Santa María. En Extremadura, por el contrario, la guerra con Portugal, que se desencadena en 1640, si bien las acciones militares de mayor envergadura sólo tienen lugar entre 1650 y 1660, cuando Felipe IV intenta como sea recuperar el reino desafecto, causó un enorme vacío demográfico, ya que al mantenimiento de los ejércitos y las tropelías de los soldados se sumaban las correrías del enemigo, y con ellas la devastación de los poblados fronterizos, que eran abandonados. En Aragón, Valencia y Murcia, que se vieron libres de la peste atlántica, la expulsión de los moriscos causó graves pérdidas demográficas -lo mismo aconteció en determinadas localidades de Extremadura-, especialmente en los dos primeros reinos. En Aragón fueron expulsadas unas 14.000 familias, en Valencia alrededor de 117.464 personas y en Murcia cerca de 13.000 individuos. Sus efectos, al igual que ocurrió en Granada después de la sublevación de los moriscos de la Alpujarra, fueron duraderos en Aragón, donde las condiciones abusivas de la nobleza impidieron una rápida repoblación, aunque no tanto en Valencia y Murcia, pues en uno y otro reino las condiciones económicas evolucionaron positivamente en la segunda mitad de la centuria.

A este desastre, le seguirá años más tarde la epidemia de peste de 1647-1654, la más perniciosa de cuantas se padecieron en la región, superando con mucho los efectos de la peste milanesa, que se desarrolló en Valencia y el Rosellón entre 1629-1631. Los primeros brotes epidémicos aparecen en la ciudad de Valencia en 1647, propagándose la enfermedad por el sur a Alicante -de aquí saltaría a Cádiz- y por el norte hasta el Bajo Aragón, donde se detiene, si bien a comienzos de 1650 penetra en Tortosa y el sur de Cataluña, afectando a continuación a todo el Principado y la mayor parte de Aragón. En 1652 la epidemia pasa de Barcelona a Mallorca y Cerdeña, y de aquí a Nápoles en 1656. Su impacto fue enorme en la población. En el reino de Valencia ocasionó cerca de 47.000 víctimas -sólo en la ciudad del Turia falleció un quinto de sus moradores- y en Cataluña afectó a un quince por ciento de sus habitantes. En Aragón las pérdidas humanas fueron asimismo considerables: Zaragoza perdió cerca del veintiocho por ciento de su población y Jaca el cuarenta y dos por ciento. También en Mallorca y Menorca la enfermedad causó estragos, reduciéndose el vecindario de Palma de Mallorca en una cuarta parte y en un quinto el de Ciudadela. Superado este bache, la recuperación demográfica en la Corona de Aragón fue muy rápida, excepto en el reino de Aragón, donde las condiciones económicas eran poco favorables para su desarrollo. En efecto, mientras que aquí la inversión de la tendencia depresiva se sitúa en torno a 1685, siendo insuficiente para alcanzar los niveles poblacionales de la centuria anterior, en Valencia -lo mismo sucede en Mallorca- el crecimiento demográfico se afianza a partir de 1652, no obstante la epidemia de 1676-1678, coincidiendo con el aumento de la producción agrícola y el abaratamiento de los cereales, factores que permitirán que se produzca una nupcialidad precoz y una fecundidad moderadamente alta.

En Cataluña, la crisis política, económica y demográfica de los años 1630-1660 no impedirá que su población crezca, alcanzando un saldo positivo al finalizar el siglo, pues a la precocidad en los matrimonios, a la elevada tasa de natalidad y de fecundidad hay que añadir una fuerte migración procedente de Francia, truncada en 1635 a raíz del enfrentamiento hispano-francés pero retomada tras la Paz de los Pirineos y que bastará por sí sola para compensar las pérdidas sufridas durante la Guerra dels Segadors y la epidemia de 1647-1652. Al concluir el siglo XVII la población de los reinos hispanos puede decirse que era la misma que existía en 1591, si bien su distribución geográfica había experimentado cambios muy significativos, pues mientras el centro peninsular se hallaba prácticamente despoblado, no obstante la recuperación iniciada a finales de la década de 1650, sin comercio y sin industria, en la periferia sucedía todo lo contrario. Contraste que también se aprecia entre las zonas rurales y las urbanas, ya que el crecimiento demográfico fue mayor en las primeras que en las segundas, al menos en Castilla y Murcia, debido, sin duda, a una superior vitalidad económica del campo, aunque tampoco conviene descartar, sobre todo desde los años 1660, un reparto más equitativo de los tributos o las exenciones fiscales que se concedieron a quienes se establecían en lugares despoblados, según la Real Cédula de 14 de junio de 1678.

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