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Austrias Mayores

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Un fraile jerónimo en San Lorenzo de El Escorial le espetó a Felipe II un intimidante "¡qué pocos reyes van al cielo, señor!" y, ante el porqué sorprendido del monarca, respondió un contundente "porque hay pocos". Amparándonos en la frailuna obviedad del jerónimo, habrá que reconocer que una Historia de España en el siglo XVI no puede quedar reducida a la biografía de dos reyes, aunque sean Austrias y Mayores. Sin embargo, cuanto más adecuado y conveniente parezca huir de personificaciones en una narración histórica tanto más difícil es hacerlo si con quien hay que vérselas es con figuras como Carlos I o Felipe II. El primero en haber querido evitar -disimular, al menos- una excesiva personificación en la redacción de una historia de su tiempo fue el propio Felipe II. En una carta de 1599, el cronista Antonio de Herrera refería cómo, durante las cortes aragonesas de Monzón de 1585, había recibido el encargo de escribir la historia del reinado como continuación de la del Emperador que había dejado inacabada Pedro Mexía, pero, contra lo que era habitual, la crónica no debía adoptar la forma de una biografía, al estilo de la Vida e Historia de Mexía, sino de una "historia general del mundo por años". Así debía ser por expreso deseo del monarca, que, aunque tan circunspecto como era, siempre estuvo atento a los beneficios que podía reportarle a su imagen una buena propaganda, como ilustra el hecho de haberse ocupado de convertir la historia de su reinado en nada menos que los anales universales de su época.

Pese a la pretensión del rey, lo cierto es que, como se ha señalado, resulta muy difícil no particularizar personalizando en la presentación de la historia del siglo XVI y de sus Austrias Mayores. Alejarlos del centro de la narración es un empeño laborioso no porque se crea que su psicología o su carácter, cierto es que muy especiales, determinaron de forma absoluta la marcha de sus reinos, sino, simplemente, por una concreta exigencia que nos impone su tiempo histórico. En realidad, los primeros en preguntarse, y en saber, qué podían y qué debían hacer en cada uno de los reinos eran los mismos reyes. Así, recordemos que el emperador Carlos V solía decir "que los Reyes no habían de tener casas ni voluntad". No es ésta, qué duda cabe, mala sentencia para un monarca itinerante como era él y para una realeza como la suya. Sin embargo, durante el largo gobierno de su hijo, "casas y voluntad" parecen haber entrado de lleno en la imagen real, no sin cierta resistencia y pese a críticas numerosas que establecían una relación no fortuita entre el pretendido incremento de la "voluntad" regia y lo que suponía la existencia de tales "casas", empezando por la fundación de San Lorenzo. Considerar El Escorial una transposición en arquitectura del espíritu y la conducta del monarca fue algo que sus súbditos hicieron de forma plenamente consciente, algunas veces para bien y otras muchas para mal.

Esta vinculación entre la majestad y su reflejo en las artes visuales resulta característica de las monarquías del XVI y se podría encontrar también en anteriores monarcas, empezando por el mismo Carlos I, quien había aprendido muy bien las lecciones que al respecto había impartido magistralmente su abuelo Maximiliano I. Sin embargo, hay una circunstancia que viene a hacer especialmente innovadora y extraordinaria la equiparación entre El Escorial y Felipe II: la difusión masiva que de ella se pretende y que, en efecto, se alcanza. Juan de Herrera obtuvo el privilegio para Europa, América y Filipinas de la estampación y venta de trece diseños de la fábrica del monasterio, los cuales, de hecho, fueron grabados a razón de cuatro millares de copias por cada una de las piezas de que se componía la serie. De esta forma, se puede afirmar que, sólo gracias a esta su primera tirada, más de cincuenta mil estampas de El Escorial recorrieron el mundo difundiendo la imagen estática del rey a través de su edificio más emblemático, a la vez templo y palacio. Y, todo esto, sin que el monarca se alejase mucho, ya lo hemos visto, de la corte asentada en Madrid desde 1561 y de las distintas casas y sitios reales que la rodeaban. El reinado de Felipe II supuso la definitiva implantación de un sistema que hizo posible que se gobernasen territorios muy diversos y alejados entre sí.

El origen de algunos de esos medios se remonta, al menos, a los tiempos del Emperador, quien -recuérdese el número e importancia de los consejos creados en la década de 1520- hizo muchas más cosas en el plano gubernativo que recorrer incansable sus dominios sin casas ni voluntad. Sin embargo, la plena conciencia de la inmensidad de la empresa parece haberse logrado sólo en tiempos de Felipe II, elevado a la condición de monarca universal en función, en primer lugar, de la pasmosa extensión geográfica de sus dominios y, en segundo, el sorprendente logro de alcanzar a todos ellos desde un único punto. Este hecho causaba verdadera estupefacción entre sus contemporáneos, quienes parecen haber creído que todo y en casi todas partes se resolvía en las mismas manos del rey. Pero, no obstante, donde mejor se plasma la dimensión universalista del gobierno de Felipe II es en su autoproclamación como valedor personal y último de un amenazado credo católico. Es cierto que esta función ya la había reclamado su padre para sí, pero, sin dudar en modo alguno de la existencia de un proyecto universalista carolino de dimensiones bien prácticas, en la política mundial de Carlos I destaca, ante todo, su perfil de Emperador Sacro Romano. En cambio, Felipe II se presenta así como fruto de una opción que resulta inevitable, pero que es mucho más particular. Y, también aquí, recurrió a la propaganda, a la difusión masiva, para hacer llegar a todas partes el papel que le correspondía y había asumido su Monarquía, la Monarquía del Rey Católico.

Nos encontramos, en suma, ante una Monarquía Hispánica enmarcada básicamente por la multiplicidad de sus reinos y, dentro de ellos, definida por la diversidad de sus estamentos. En ella, no obstante, la Corona, sin romper en principio el particularismo dualista de su Monarquía múltiple, redefinirá su papel en la relación rey-reino/reinos hasta lograr equilibrios que le resultarán más favorables. Es decir, la Monarquía es capaz de mantener al mismo tiempo el signo de lo que supone, por ejemplo, la entrada agregacionista de Portugal en 1580 y afrontar lo que de antifuero tiene su política en las Alteraciones de Aragón de 1591. Durante el siglo XVI, todas las comunidades políticas existentes resultaban demasiado poco compactas en lo jurisdiccional como para poder ser regidas de una forma unitaria, pero, sin duda, a Carlos I y a Felipe II les cupo gobernar una Monarquía dilatada y pluriforme en la que hacerse presente entre sus súbditos comportaba especiales problemas. Si fijar tiempos y espacios en una Historia de España nunca ha sido empeño fácil, se puede afirmar que semejante tarea resulta aún más compleja, y, claro, todavía menos inocente, para quien busque acercarse a la Monarquía Hispánica de los Austrias. Entender aquella estructura territorial en la que las puertas de una pequeña ciudad -nos referimos ahora a Toro- podían permanecer cerradas con soberbia hasta que "jurase de obedecer" sus privilegios "antes que entrase" quien era señor de ella, pero también de medio mundo recién conquistado, exige conjugar con extremado cuidado las nociones de comunidad, reino, corona e imperio y no olvidar la de metrópoli.

Ni que decir tiene que los problemas no hacen más que aumentar si se tiene en cuenta que todas y cada una de las piezas constituyentes de ese conjunto gozan de y merecen su propia historia, en la que la Monarquía Hispánica del XVI, de paso ocasional o no para ellas, puede significar cosas bien distintas. Desde este punto de vista, la incorporación de Portugal a la Monarquía en 1580 supuso una nueva complicación en los términos, pues, como se puede leer en una miscelánea catalana de fines del siglo, gracias a ella Felipe II fue "el primero que se ha podido intitular Rey de las Espanyas" con auténtica propiedad. No obstante, en esa misma coyuntura se insistía en que esa Monarquía a la que se iba a unir Portugal era animada en último término por Castilla, que era ella la que, "abriendo sus alas y todo en un tiempo", había prendido al rey de Francia, atravesado Italia, saqueado Roma, perdido a los grandes de Alemania y hecho volver las espaldas al turco. Sin embargo, es indudable la impronta oriental o aragonesa en la definición de esa Monarquía, así como la no comunión de Castilla con una buena parte de la política regia durante el siglo XVI. Por ejemplo, al correrse la voz, en 1553, de que habían asesinado al Príncipe y futuro Felipe II, Lérida asistió a una furia anticastellana, en la que "nos querían los catalanes a todos los que veníamos de Castilla matar al grito de crucifixe, crucifixe".

¿De dónde venía, en este caso, el peligro para la Monarquía y quiénes parecían más identificados con su construcción? Cuando el futuro Felipe II inició su viaje a los Países Bajos en 1548, lo que suponía que dejaba Castilla por vez primera, en la corte vallisoletana se compusieron unas Coplas del Soy zagalexo, soy pulidillo que, tras su apariencia de diálogo pastoril entre Felipe y su amada zagala Isabel Osorio, encerraban el eco de una crítica política a la jornada septentrional. Empezaban las coplas: "Carillo, ¿por qué te vas / de las tierras de donde eres?" Pero, ¿de dónde era ese joven Príncipe, entonces, tan querido y risueño? ¿Podía ser de una Monarquía compuesta por territorios que exigían contar con un príncipe natural, pero que estaban condenados a su ausencia? ¿Era de España, como se le tituló desde su nacimiento en 1527? ¿Era de esa Castilla que no se resistía a que la abandonase como su padre el Emperador había hecho tantas veces? Dada su, ya conocida, escasa cohesión territorial, no es posible utilizar las categorías de política interior/exterior para la Monarquía Hispánica del XVI en su conjunto. Sin embargo, es indudable que la acción internacional unitaria desplegada por los Austrias -la materia de Estado de la Monarquía, como se decía entonces- entró a jugar parte en la dinámica particular rey-reino de cada uno de esos dominios para los que el Rey Católico era un monarca particular.

Heredera de intereses y opciones de los Reyes Católicos, pero en circunstancias bien distintas, la Monarquía de Carlos I y Felipe II se convierte en un agente primordial y hegemónico en la historia general de la centuria, con una presencia redoblada e incesante en la mayoría de sus conflictos y de sus escenarios principales. Una escena que, en sí misma, estaba sufriendo cambios tan profundos, rápidos y continuos que quien viera sus primeros pasos no podría haber imaginado su resultado final. Comienza el siglo con un Borgia renacentista sentado en la cátedra de San Pedro animando a la Cristiandad a lanzarse en cruzada contra el turco, cuando todavía podía Colón viajar por cuarta y última vez hacia las Indias, Maquiavelo no había escrito aún El Príncipe y Miguel Angel esculpía el arrogante David en honor de los ciudadanos de Florencia. Pero, cuando el siglo acaba, Enrique de Navarra se ha convertido en Cristianísimo Rey de Francia tras comprobar que lo que muy bien valía París era una misa católica; los holandeses viajan hacia Oriente con su Compañía de las Indias para desbancar a imperios que, se dice, han terminado por hacerse viejos; el rey Jacobo VI Estuardo teoriza sobre sí mismo en el Basilikon Doron y la valentía de Caravaggio empieza a asombrar en los lienzos que pinta para la iglesia romana de San Luis de los Franceses.

Asiste, en suma, el siglo a una fractura espiritual en el Viejo Mundo de repercusiones enormes para sus ideas de armonía, de comunidad y de dominio. Es la crisis definitiva del marco ideal de la Cristiandad -Christianitas-, cuya realidad nos describe admirablemente el consejero Cornelis Schepper en 1542 desde Bruselas, lamentándose de los tiempos en que le había tocado vivir: "Ves (Dantiscus), en qué tiempos hemos ido a caer. Si lo examinamos bien, encontraremos que este régimen o república que se llamó -más que fue- cristiana, apenas si en ningún otro momento ha estado más próxima al exterminio. Sé que Cristo guardará a los suyos por todo el orbe de la tierra, incluso en medio de los turcos y tártaros y otros pueblos más feroces si los hay. Pero hablo del régimen o de la república, que se jacta todo ella de la profesión del nombre cristiano. Esa es la que digo que casi nunca ha estado en más peligro". Sin embargo, al mismo tiempo que se fragmenta este régimen o "república que se llamó -más que fue- cristiana", surge un Mundo Nuevo que, cuanto más inmenso se hace, más pequeño resulta. El flamenco Gerard Mercator crea un nuevo sistema de proyección para uso de los navegantes que se aventuran a recorrer el globo de punta a punta y, poco después, la imprenta se encarga de que cuantos quieran trasegar ese mundo sin moverse lo hagan, trasladándolo al papel de los primeros atlas modernos. A lo largo del siglo, la inmensidad del mundo se fue haciendo cada vez más cotidiana y, al mismo tiempo, en la vida común fueron entrando más elementos de la nueva universalidad moderna que rompía las fronteras de la vieja Europa.

Suele contarse que, cuando esperaba el nacimiento de su primer hijo, la emperatriz Isabel de Portugal soñó que alumbraría un mapamundi. Es probable que este sueño no sea más que una de las muchas patrañas tejidas en torno a lo que el destino le iba a deparar al rey Felipe II, pero lo cierto es que el siglo XVI también asistió al nacimiento de poderes de dimensiones mundiales y que lo hizo de mano de los Austrias españoles con su Monarquía múltiple y fragmentada. En este siglo de cambios, del dinasticismo de las Guerras de Italia al debate político-territorial que genera la rebelión de los Países Bajos, sin olvidar la construcción de nuevas imágenes monárquicas de resonancia universal, se puede afirmar que, precisamente, una de las novedades más significativas fue la incrementada presencia en la escena internacional de una Monarquía Hispánica en la que, no podemos dejar de recordarlo, se recogían un variado conjunto de territorios que reconocían el dominio de Carlos I o Felipe Il. Y si esto constituyó un cambio para la historia general también lo fue para las particulares historias de cada uno de esos territorios que seguían poseyendo su eminente y separada identidad en lo jurídico y político. Sinteticemos lo dicho en que, sin duda, éste fue un siglo de cambios para la Monarquía Hispánica, pero que también lo fue de paradojas. Algunas tienen que ver con el número y la condición de los protagonistas llamados a intervenir en su desarrollo; otras aparecen al querer acomodar en un solo tiempo diversos espacios que, además, son muy distintos entre sí.

Pero, además, hay otra y que quizá sea la mayor de todas las paradojas de este siglo: la que surge cuando hay que conciliar en un resumen ajustado las contrapuestas imágenes de decepción y optimismo que, al mismo tiempo, ofrece el período. Si elevar como característico de un momento histórico determinado éste o aquel signo o espíritu exige toda la cautela de saber apreciar cómo fue percibido por sus contemporáneos en su tiempo y, además, por quienes con posterioridad lo han enjuiciado, historiadores incluidos, la época de los Austrias Mayores se debate entre ser convulsa o gloriosa. Clásico y serenamente heroico, pero con un ribete mesiánico de caballería, el archiconocido y emblemático Plus Ultra del emperador Carlos V ha sido elegido muchas veces como lema inspirado bajo el que colocar la historia española del siglo XVI. Esa centuria, iniciada con toda gloria, alcanzaría su consumación y su apogeo natural en un imperio en el que no se ponía nunca el Sol y que, por tanto, nunca habría de declinar, pues éste era el sentido que entonces se daba a semejante imagen solar. Estaba aquella Monarquía de dimensiones universales presidida emblemáticamente por alguna de las versiones del Iam illustrabit omnia por el que Felipe II, mucho antes que Luis XIV, se transformaba en victorioso Helios-Apolo como su padre lo había hecho en épico Hércules-Jasón. El propio calificativo de Austrias Mayores que se ha dado en reservar para Carlos I y Felipe II evoca esa condición de cenit brillante y expansiva edad dorada que habría caracterizado a su siglo y que se le atribuyó desde muy pronto.

El esplendor de su tiempo parecía aún más notable si se comparaba con la penuria atravesada durante la centuria que lo siguió, una época de Austrias Menores que, en el mejor de los casos, lucharon por conservar o restaurar la perdida reputación. Sin embargo, Felipe II trajo consigo una segunda divisa real en la que el temor y la precaución asomaban entre tanta seguridad y complacencia y que rezaba lacónicamente Nec spe nec metu. Este era un antiguo lema estoico cuyo sentido expone Séneca en sus Epístolas Morales a Lucilio (Libro I, 5) y que se podría traducir como "Si dejas de esperar, dejarás de temer". Se preguntaba el filósofo cómo era posible conciliar esperanza y miedo, sentimientos tan dispares que parecen contradictorios; respondía: "Uno y otro son propios de un espíritu indeciso, uno y otro propios de un espíritu ansioso por la expectación del futuro". También indecisión, ansiedad y expectación ante el futuro pueden venir a definir el siglo XVI hispánico con tanta justicia como las clásicas y más habituales alusiones a una incontestada brillantez. Porque la centuria fue de una increíble agitación, desde las grandes revueltas como las Comunidades y las Germanías de comienzos del reinado de Carlos I a las alteraciones de la última década del siglo (Aragón, Avila, Beja), pasando por la revuelta de los moriscos de las Alpujarras y la rebelión de Flandes.

De las Guerras de Italia a la intervención en la política francesa durante sus Guerras de Religión, pasando por las campañas contra la protestante Liga de Smalkalda, el largo enfrentamiento con el Turco o el conflicto hispano-inglés que desembocará en el fracaso de la Armada Invencible. La gran pregunta que cabe hacerse sobre la época de los Austrias Mayores es, precisamente, la de cómo considerar en términos generales los reinados de Carlos I y Felipe II, acertando a conciliar en un único proceso las muchas dudas de un siglo presidido por la convulsión con los logros de una mejorada Monarquía que, además, es metrópoli de un imperio en expansión. La Monarquía Hispánica mantuvo, sin duda, su estructura compartimentada; fue, por así decirlo, una Monarquía de lo particular, aunque pudiera servir objetivos de universalidad. Todo el siglo XVI, en términos generales, se va a ver sumido en el problema de cómo conciliar estos dos extremos -lo particular, lo universal-, en un mundo cada vez más fragmentado en iglesias y confesiones, pero, al mismo tiempo, cada vez más global, en su economía, en los movimientos de su población y en su propia imagen de la humanidad y de la tierra. En el caso hispánico, la solución que se encuentra a ese dilema básico no parece haber venido tanto por la vía de expedientes de racionalización administrativa y generalización burocrática.

Sin duda, la red polisinodial, las secretarías y los letrados ayudaron a regir desde la corte esa Monarquía dilatada, pero, recuérdese, en ellos se puede encontrar todavía muy pujante el eco del indigenato de naturaleza y las administraciones privativas, así como la interpretación jurisdiccionalista de la gobernación. Fuera de la corte, pese a lo que suponen de delegación el virreinato y el corregimiento, la Monarquía parece haberse sustentado fundamentalmente en la cooperación con las elites locales, defensoras de sus fueros y libertades territoriales, es decir, básicamente particularistas. Y si no fueron los medios de la clásica centralización, ¿cómo podía la Monarquía Hispánica conciliar lo particular y lo universal? La respuesta parece encontrarse en la Religión y en la Corona, o, mejor dicho, en la Corona de una Religión. De un lado, la confesionalización sobre la base del catolicismo romano se convirtió en un elemento cohesionador que reforzaba el principio estamental de la exclusión y era reforzado por éste. Así, en 1546, Diego Gracián de Alderete escribía que, para los luteranos y demás "ateos, los españoles somos sospechosos porque encendemos una luz en la noche". Tenemos aquí una imagen de los españoles (hispani) que como conjunto de verdaderos cristianos se hacía reconocible por medio de la entrada en acción de todo lo que suponía la alteridad religiosa.

En la España del siglo XVI existía una forma de imperialismo popular que, con un indudable tono mesiánico, aseguraba que a los hispani les estaba reservada una labor liberadora y salvífica de carácter universal. La propaganda del Rey Católico y su difundida retórica de baluarte último de una Cristiandad Afligida por infieles y herejes entró rápidamente en sintonía con este sentimiento y sacó bastante partido del entusiasmo de quienes, por ejemplo, querían correr a embarcarse rumbo a Rodas o a Malta para atajar el avance del Turco. De esta manera, como Defensores Fidei, Carlos I y Felipe II encarnaron un papel ejecutor que, sin duda, vendría a unir simbólicamente a todos sus súbditos. Quien llevó a sus últimos extremos esta unión confesional fue Felipe II en conflictos como el de los Países Bajos, donde, en expresión de Richard Mackenney, ser rebelde al rey acabará equivaliendo a ser hereje contra la fe y donde ser hereje será lo mismo que rebelarse contra el rey. Y, de la misma forma, los ataques al Rey Católico serán ataques contra el común de sus súbditos. Recordemos aquellos anales universales del mundo que debían enmascarar la biografía de Felipe II y añadamos que el historiador Antonio de Herrera señalaba que con ellos se quitaba "materia de murmurar a los émulos de Su Majestad y de nuestra noción". No parece que aquí se esté hablando de una particular nación de carácter territorial o gentilicio (castellanos, aragoneses, etc.

, pero, claro está, tampoco españoles en un sentido nacionalista), sino de una comunidad forjada en torno a la dependencia de un determinado Rey. De la misma forma que algunos quisieron crear una naturaleza plural para el monarca -una naturaleza tan múltiple que "abraza todo la circunferencia de sus estados y no se restringe a un lugar ni a un reino solo" (Pedro Girón, Duque de Osuna, 1579)-, podría decirse que se concibió una nación de los súbditos católicos del Monarca Católico, comunidad que existía no tanto por la herencia que los había reunido bajo un mismo cetro, como por el cumplimiento de esa función de Defensor de la Fe en una época confesional. Sin duda, la actividad unitaria desplegada por los Austrias Mayores en la escena internacional repercutió profundamente en esos territorios distintos que compartían la suerte común de un mismo señor natural, pero, al mismo tiempo, no hay que olvidar que éstos seguían contando con una historia propia y particular. Así, la muerte de Felipe II fue recibida por muchos de sus súbditos castellanos con sensación de enorme alivio, aunque su imperio, dirigido desde Castilla y, esto a su pesar, mantenido por ella en gran medida, figuraba en el horizonte de muchos naturales que habían hecho del servicio real bien su oficio, como los letrados, bien un elemento irrenunciable de su modus vivendi, como una parte de los miembros del estamento nobiliario, bien una fuente de interés, como esos amplios grupos de rentistas cuya bonanza económica dependía del crédito que tuviera la Monarquía.

En suma, para la comprensión de la evolución política de la Monarquía Hispánica a lo largo del XVI hay que considerar, en primer lugar, el marco de las relaciones rey/reino/reinos, donde prima el dualismo estamental, y, en segundo lugar, ponerlo en relación no tanto con una política exterior compartida como con el empleo por parte del monarca de la existencia de esas empresas universalistas en beneficio del que era su papel en aquel primer marco de relaciones particularistas. Bastante elocuente es a este respecto el caso de Castilla, donde la aceptación o negativa a financiar la política internacional de la Monarquía fue uno de los ingredientes básicos de lo que debía ser negociado entre la corona y el reino y, a su vez, elemento capital de esa otra discusión que se ocupaba de sobre qué grupos tenía que sustentarse el gobierno de este último. De esta manera, los grandes conflictos internacionales de los Austrias Mayores encontrarán siempre su reflejo en la vida política de cada reino. Este no será sólo un solapamiento coyuntural, sino una parte de la relación rey/reino, entendida, en lo fundamental, como negociación entre el monarca preeminente y las elites territoriales y privilegiadas de cada territorio, inmersas, a su vez, en la discusión con otros grupos en la definición de su propio gobierno.

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