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La pobreza era una condición marcadamente urbana, llegando la mendicidad a constituir uno de los grandes temas de reflexión para la sociedad ciudadana del XVI, del humanismo cívico de Juan Luis Vives al particular arbitrismo de Cristóbal Pérez de Herrera. Se ha calculado que el número de pobres rondaría el 10-15 por ciento de la población de las ciudades -un buen número de ellos eran viudas-, aunque este porcentaje se incrementaba en tiempos de crisis o carestía porque el umbral de la pobreza era muy fácilmente franqueable. Así, el contingente de pobres siempre estaba abierto a verse aumentado con nuevos integrantes, salidos de las mismas ciudades -pequeños artesanos asalariados, ante todo- o de las comarcas rurales vecinas -jornaleros, por ejemplo. Se creía que había una pobreza verdadera y otra falsa; ésta última debía ser perseguida porque podía llegar a ser peligrosa, sobre todo si el pobre fingido era extranjero, de donde espía o hereje, o si se trataba de vagabundos. Una vez que se separaba de éstos a los verdaderos pobres (incurables, tullidos o ancianos) mediante un examen -"pobres examinados"-, los regimientos concedían licencias para pedir, castigando a los que, pudiendo trabajar, no lo hiciesen. En 1597, el asistente de Sevilla, Conde de Puñonrostro, preparó "más de cuatro mil tablillas con sus cintas blancas y en ellas puesto licencia para pedir y ordenó: que todos los pobres, así mujeres como hombres, el día siguiente (30 de abril) en la tarde fuesen todos y pareciesen en el campo del hospital de la Sangre, que fue el mayor teatro que jamás se ha visto, porque había más de dos mil pobres, unos sanos y otros viejos, y otros cojos y llagados, y mujeres infinitas".

El pobre verdadero quedaba exento de tributación directa y no era excluido por completo. Se conoce la existencia de cofradías de pobres -la de Madrid, bajo la advocación del sufrido Santo Job, se reunirá en la iglesia de la Santa Cruz- a las que sólo podían acceder pobres verdaderos y que, como tales corporaciones, controlaban el acceso y regulaban sus actividades de ayuda mutua. Por otra parte, la sociedad estamental, ordenada como estaba sobre privilegios que se dejan ver a través de las apariencias, aceptaba con naturalidad que la pobreza estuviera a su lado porque, de alguna manera, ésta simbolizaba su propia diferencia. La caridad era un principio cristiano que se mostraba en la limosna dada a los pobres, pero también resultaba una obligación nacida de la liberalidad que se creía característica de los señores y los poderosos, rodeados de pedigüeños y paniaguados que formaban parte del cortejo de su riqueza o dignidad. Cuando una parte de los grandes y caballeros salió de la corte hacia Portugal acompañando a Felipe II, el Hermano Obregón se quejó lastimosamente de que "han faltado y faltan la mayor parte de las limosnas y se padece necesidad en su Misericordia, donde se gastaban de ordinario, más de quinientos reales cada día sólo en el pan que se distribuía entre los más de quinientos pobres y enfermos que eran atendidos diariamente".

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